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Existen compañeros de trabajo que jamás se olvidan, ya sea porque tuvimos una linda experiencia conociéndolos, transformando más tarde ese compañerismo en una amistad que perdura aún con los años. También son inolvidables los otros, aquellos con los que nunca pudimos cuajar un simple entendimiento, acaso por algunas características antagónicas de nuestros caracteres, por su filosofía contrapuesta a la nuestra o por una simple cuestión de piel, que de todos los demás ítemes, es quizás la más rotunda y concluyente. Cabe en esta segunda clasificación una señora cuarentona ya en esos años, rubia de cabellos y con un gusto excesivo por las vestimentas negras. Esto se prestaba para las burlas del Michelo, a quien nombraré más adelante. Para qué vamos a andar con cosas: la señora aquella era odiosa en gran parte de la jornada, considerando sobretiempo, sábados e incluso domingos. De vez en cuando, aparecía para buscarla su esposo, un señor calvo y risueño, tan diferente a ella que a uno no le quedaba más que pensar que era el hombre perfecto para esa señora, sometido a todos sus caprichos y portando su afabilidad como estandarte de sobrevivencia.

Era imposible llegar a acuerdo con ella, si todos votábamos blanco, ella votaba negro, por molestar, por simple disidencia, sin explicación que justificara ese accionar. Sólo Michelo lograba ser un buen puente para lograr acuerdos. Era un compañero que las oficiaba de practicante, que gustaba de burlarse de ella, tildándola de diferentes modos.
-¡Vas a ver, maricueca de porquería! – le respondía ella, medio en broma y medio en serio, logrando que nos riéramos con este oportuno sainete. Efectivamente, el Michelo era gay, un tanto reprimido, aunque de repente se ponía algo cargante y costaba un mundo que desistiera de sus pesadeces. Pero era un buen hombre, ya que vivía en compañía de un sacerdote y sería dicha cercanía la que lo alentó más tarde a vestir los hábitos religiosos.

Entre broma y broma, yo le decía que un par de mostachos le vendría bastante bien y él, que le gustaban las lisonjas, se lo dejó crecer, teniendo yo claro que ese bigote era un poco obra mía.

Pues bien, regresando a la señora aquella, a la que llamaremos Edita, la mayor parte de las veces estaba chivateando, resultándome desagradable del todo, ya que me impedía concentrarme en mis menesteres. Muchas veces discutimos, tanto, que al final, lo trivial de la situación fue perdiendo sentido, hasta lograr ambos un armisticio que no sabía a nada.

Rescato de ella, su escatimado buen humor, sobre todo cuando contó un par de anécdotas que lograron hacerme sonreír. En una, su esposo, que era funcionario del cementerio General, tomaba los datos del finado. Al nombrarse el apellido, él, dudoso y mirando sobre sus lentes a la que le entregaba los datos, preguntó: ¿I latina?
La señora, entre llorosa y sorprendida, respondió: -Ella se quedó en la casa haciendo los preparativos.
Sin considerar el embarazoso momento, todos rieron de buena gana por la confusión.

La otra: Edita necesitaba comprar una escoba y alguien le dijo que fuera a la feria y allá buscara al mudo, que vendía buenas y baratas. Allá partió nuestra señora y cuando se encontró frente al señor, comenzó a hacerle una serie de morisquetas extrañas. El tipo la miraba con cara de asombro. Ella continuó con su lenguaje gestual, ayudándose con sus labios pero sin pronunciar palabra. El tipo continuaba mirándola con evidente curiosidad. Luego, con la más bronca de las voces, preguntó: -¿Qué es lo que usted quiere? Evidentemente, no era mudo.

Finalmente, Michelo partió un día cualquiera despidiéndose de cada uno de nosotros y recuerdo que el beso que le dio la Edita nos sobrecogió el alma. Supimos después por terceros que había ingresado a una orden para ser sacerdote y muchos pero muchos años después, supe de su muerte en un retiro del sur.

Con la señora Edita me encontré una montonera de años más tarde y nos saludamos con efusividad. ¿Sería que el tiempo había restañado las heridas y acaso, sólo acaso, uno tiende a recordar con cariño esos momentos de la vida que se fueron para siempre y sólo reviven en el recuerdo, como lo estoy haciendo ahora? Es una pregunta a la que no tengo respuesta, por el momento…











Texto agregado el 25-03-2013, y leído por 65 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
26-03-2013 son buenas anécdotas, bien contadas, pero falta que uno de los personajes tenga el coraje para ser protagonista. Es que el narrador no sabe que quiere contar. NeweN
 
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