Había permanecido sin contacto durante seis años, entonces una madrugada, la más calurosa del año, el teléfono junto a la cama timbró. Somnoliento cogí el auricular del aparato y lo llevé al rostro. Fue como me enteré que mi padre había muerto. No lo había visto desde hacía seis años.
Mi mujer, que dormitaba profundamente se despertó por el quejido que de mis entrañas escapó.
Le dije que mi padre había muerto, que debía ir a verlo.
Ella seguía recostada, acariciándome mientras el sonido hipnótico del reloj de péndulo me anunciaba el avanzar del tiempo. Algo en aquel sonido constante y monótono me llenó de un indecible terror.
, pensé para mí.
Entonces lo divisé en los recuerdos, cuando era niño y él me llevaba los domingos al parque en el centro de la ciudad. Él hablaba con algunos hombres con los cuales se encontraba, hablaban, principalmente, de política y alguno de otro amor furtivo. En esos paseos dominicales supe que mi padre tenía siete hijos con siete mujeres diferentes a mi madre, su esposa. Mi madre no sabía más que de uno de aquellos hijos –una hermosa niña de ojos almendrados que murió en un accidente a los siete años -; mi padre asistió, junto con todos sus hijos al funeral, mi madre no asistió, pero llevó el duelo como si hubiera perdido alguno de sus hijos.
Me recosté sobre el brazo, dándole la espalda a mi mujer, quien me miraba y acariciaba la espalda.
-Debes ir… olvida la pelea –dijo ella.
-Aún no puedo perdonarlo –dije con amargura.
-Lo sé –dijo ella hipando –después de todo, él también es mi padre… ¿no es así?, fue un destino terrible no lo que ha ocurrido.
-Sabía que tenía hijos con otras mujeres, al menos, una niña… ella murió cuando yo tenía nueve años. Aún puedo recordar sus ojos, pues no pudieron cerrárselos, tan vivos, tan rebosantes de luz y a la vez tan impávidos y llenos de muerte –dije.
-Él era nuestro padre…
-También fue el destino terrible quien nos hizo conocernos en aquella fiesta al sur del País, ¿Quién sabría las posibilidades?, que tú, hija de mi padre, nos conoceríamos en aquel lugar y la fatalidad nos uniría.
-Nuestro destino –dijo ella a media voz, supe que le dolía aún.
Me giré y le vi el rostro, sus ojos entrecerrados y anegados en lágrimas me veían con una triste resignación.
Nos conocimos en aquella fiesta, en aquel cálido ambiente lleno del aire marino y del susurro de la palmeras, del piar de las aves costeras, bajo un abrazador sol que parecía regar hierro derretido por las calles, allá, muy cerquita del mar, donde su color turquesa, inmenso como un segundo cielo me hicieron sentir tan pequeño y a la vez tan importante. Te recuerdo sentada en una silla de mimbre tejida, con la mirada perdida en el horizonte marino, una media sonrisa se dibujaba en tu boca y una paz llenaba tu rostro. Tuve un miedo terrible al acercarme a ti, dejé a la mujer con quien charlaba y me dirigí directamente hacia ti. Pero algo evitó que te hablara de inmediato. Yo no te quería a ti, como te quiero ahora, no, quería contagiarme de esa paz que brillaba en tu rostro. Como un sediento viajero que deambula por las dunas arenosas del desierto y encuentra, maravillado una fuente de agua. Me atreví a hablarle. Después ella se fue con sus amigas y no la volví a ver hasta pasados cuatro días, cuando, coincidimos en un restaurante con miras al mar. Allí, un amigo que las reconoció propuso compartir mesa. Reemprendimos la charla pospuesta. Vivías en aquel lugar con tu madre, quien había vuelto a la casa paterna, resignada a ser, por el momento una madre soltera.
Me hablaste de los cuadros que habías pintado las últimas semanas, de los problemas que habías tenido para reproducir un efecto azul para el mar de atardecer, aquel azul purpúreo que según tú, solamente aparecía una vez cada cinco décadas. Yo te hablé de mi profesión –acababa de titularme en Economía y empezaba mi primer trabajo -; allí hablamos hasta que la tarde se extinguió y el sol burbujeo cuando se ocultó.
Fuimos a otro restaurante donde tocaron música tropical y bailamos, tú, preocupada por la hora, y yo, preocupado porque quisieras irte.
Me armé de valor y te invité a salir para el día siguiente.
Nos despedimos bajo un cielo despejado y claro.
Seguimos nuestra relación y finalmente anuncie mi compromiso contigo, para entonces tú estabas encita de nuestra primer hija. Nos casamos –pues mi padre no te había reconocido y, tu madre nunca hizo esfuerzo en que lo hiciera -. Permanecimos en aquel tropical lugar año y medio y, después decidimos ir a ver a mis padres, pero mi padre había salido a quién sabía dónde; desapareciendo seis meses para reaparecer y encontrarnos con la fatídica realidad: me había casado con mi media hermana, y no solamente eso, teníamos una hija.
Maldije a mi padre, mi madre lo maldijo también.
Él, aterrado, salió sin rumbo.
No volví a ver a mi familia. No podía dejar a mi mujer, aunque fuera mi hermana.
-El mal ya está hecho –me dijo una vez mi madre por vía telefónica.
Pasaron los años y vinieron otras dos niñas, todas, gracias a Dios sanas. Me asaltaba el temor por las noches que tuviéramos un hijo con algún problema. Tú padeciste mucho más, pues algunas noches no conciliabas el sueño.
Nos apartamos de todos, nos fuimos a donde nadie nos conocía, y sí, salimos del país. Nos fuimos a Sudamérica, para no volver (pues esa era nuestra resolución).
Ya de pie, con el torso desnudo, fui a la ventana. Mis ojos despejados y bien abiertos vieron el río, allá, algunas lanchas de motor regresaban de la pesca nocturna. Sentía el golpe del aire salino, el batir de las olas en el muelle. La luna menguaba y yo la veía, con renovado optimismo, regresé mi rostro a ella y le dije:
-Iremos, iremos al entierro de nuestro padre, ¡pero esta vez no abandonaremos nuestra patria!; ya hemos dejado mucho atrás, por la culpa. Pero nosotros culpa no tenemos, quizá vergüenza… iremos, iremos al entierro de nuestro padre…
El sol tardaría algunas horas en elevarse en el horizonte nubloso y prepararíamos las maletas y todo lo necesario.
Miré el espejo y vi mi resolución mientras decía, una y otra vez:
-Iremos, iremos al entierro de nuestro padre.
Lo decía mientras el abrazador del día se elevaba. El sol emergía finalmente, titubeante en el horizonte.
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