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El hombre estaba enamorado. Sabía de eso por las imágenes que se le venían a su mente y por una inusitada inseguridad que le atacaba ahora, siendo que él siempre había sido una persona muy resuelta. Su cabeza, ahora, estaba pendiente de aquella mujer subyugante, tierna y deliciosa, de la cual le agradaba todo, desde su cautivadora sonrisa hasta el lunar ese que se destacaba sobre su ceja derecha.

Pedro, que así se llamaba el hombre, tenía un grave dilema. Sabía que encontraría miles de tarjetas a su disposición para elegir la que más se acomodara a su sentimiento, sabía que un hermoso ramo de flores, un poema o la canción de cualquier intérprete romántico, lo socorrerían con largueza, pero eso a él le desacomodaba en absoluto ya que quería expresar este hermoso sentimiento con sus propias palabras. Pero con ellas era muy torpe.

Aún así, se juramento a intentar escribir un poema y en ese empeño, invirtió todo el tiempo que quiso, porque también era un hombre muy voluntarioso. Pese a que ni siquiera era muy diestro con el lápiz y su ortografía era horrorosa, llenó hojas y más hojas con insufribles versos, más propios de un párvulo que de un hombre absolutamente enamorado.

Cuando hubo empleado muchas horas, varias resmas de papel y una veintena de lápices por lo menos, se dio cuenta que lo suyo no iba por el camino de la lírica y en ese punto transó y se compró un manual para escribir poesía que encontró a precio de oferta en una feria artesanal.

El libro terminó más ajado que como lo había adquirido, pero su estilo, si es que lo tenía, no mejoró un ápice. Decidido a no tener que recurrir a un moderno Cirano de Bergerac para que le escribiera hermosas poesías o las declamara a su amada a la luz de la luna, leía las suyas en voz alta y quien hubiese puesto oído, habría escuchado algo parecido a esto:

-Tú sabes que te amo, eso lo sabes
Te amo, te amo, te amo
Tú sabes que te amo…

O cosas aún peores que esa:

-Eres una flor, eres una rosa
Eres linda, eres deliciosa

Como se puede ver, su estilo era basto, sin técnica alguna y su voz, la perfecta para esta anacronía porque era destemplada, sin inflexión alguna. En suma, Pedro era un verdadero desastre en el campo de la poesía y la oratoria.

Susana, por su parte, era una mujer sencilla, que gustaba del romanticismo y le agradaba Pedro pero, como toda mujer, esperaba que éste le dijera algo lindo que le indicara que el hombre estaba verdaderamente interesado en ella. Y Pedro, en cambio, sólo le sonreía desde lejos, le enviaba besos que soplaba en su mano rústica pero no se animaba a abrir su boca delante de ella.

Hasta que apareció un tercero en discordia, un avezado poeta que encandiló de inmediato a la mujer con sus floridos versos y abundantes requiebros. Pedro, despechado, quemó todos sus manuscritos, hizo trizas el manual para aprender poesía y un buen día desapareció de la ciudad, perdiéndose todo rastro de él.

El bueno de Pedro viajó por el mundo, conoció las más diversas culturas, los más remotos lugares y pasaron muchos años hasta que un día decidió regresar a su país.

Todo había cambiado en la ciudad, enormes construcciones reemplazaban ahora a los antiguos caserones. Su barrio ya no era el mismo, donde antes se emplazaba su casa, ahora se alzaba un moderno edificio de departamentos. Nada era igual, los jóvenes de ese tiempo eran ahora los ancianos que posiblemente retozaban en las plazas. Hacia allá se dirigió Pedro para tratar de reconocer a sus antiguos vecinos.

El hecho fue que hasta los viejos eran nuevos en aquel barrio y los otros seguramente habían fallecido o se habían mudado a otras localidades.

Sentado en un banco, Pedro miraba todo con nostalgia, recordó a su antiguo amor, la bella Susana, que ahora viviría quizás donde, ya que su casa y todas las colindantes habían desaparecido para dar paso a un enorme supermercado. Al borde de las lágrimas, Pedro se contempló en las aguas de una pequeña pileta en la cual retozaban las palomas. Se vio viejo, barbado, irreconocible para cualquiera que lo recordara en sus años mozos. Y sin saber como ni por qué, las siguientes palabras brotaron de su garganta gastada:

Ancianidad, manto cruel que cubre la lozanía de mis años vigorosos
crisol de canas y surcos que disfrazan al que fui, al ser que amó
a la mujer más bella que algún día la naturaleza pudo concebir,
a la hembra que no pudo deshabitar de su corazón, ni huyendo
a las más excelsas regiones de la tierra ni a los confines del olvido…

Y sin poder ocultar su llanto, se alejó a paso lento hacia un punto indeterminado.

Una anciana que escuchó todo esto, enjugó a su vez sus lágrimas y se dijo para sí:
-Si él sólo me hubiera dicho una sola vez que me amaba, le habría entregado de inmediato mi corazón.

Y también ella se alejó, en dirección contraria , aún con los ojos bañados de melancolía…













Texto agregado el 23-03-2013, y leído por 387 visitantes. (8 votos)


Lectores Opinan
24-03-2013 Hermoso relato, triste e inspirado. Me gustó! galadrielle
24-03-2013 Hermoso, emotivo, bien escrito y tan real; para amar y ser amado, solo hay que dejar el alma libre, a mi parecer no es mucho lo que ayuda la poesía. El final lo más triste de la historia. Mis 5 *S Ignacia
23-03-2013 Valoramos las cosas en función de lo que creemos. Por eso equivocamos muchas veces. A veces ni hacen falta versos, y además también con las manos, los gestos, la mirada se hacen poemas...lo peor es no hacer nada. Saludos felipeargenti
23-03-2013 todo requiere practicar, aunque creo que la poesía requiere mucha inspiración, muy bueno. carlosB
23-03-2013 Ay amigo, con razón, el Yar aúlla cada vez que te lee. Se le eriza a uno el alma con esta historia tan extraordinaria como narrativa y tan humana por su profundidad. Y qué hermosos versos logró escribir después de todo, pero es que fue su alma la que lloró. Te abrazo. SOFIAMA
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