A Descerebrada siempre le gustó jugar con arena. Cuando era niña horneaba pan o pasteles en un horno de barro que se conformaba con soñar ser de barro mientras era de arena. Tardaba más menos media tarde en construirlo para poder jugar.
Solía sucederle aquello en todos sus juegos. Se demoraba tanto en los preparativos que cuando se disponía a disfrutar de los resultados había anochecido y debía ordenar sus juguetes para ir a dormir.
Ahora nadie la envía a dormir y sigue de largo cada uno de sus entusiasmos hasta agotarlos. Pero no siempre tiene el valor de seguirlos.
Caminó por la playa hasta volverse un punto, mirado desde el inicio de su andar, y extrañó haber dejado a alguien allí, para tener a quien saludar a la distancia.
Se detuvo a pasos de un grupo de niños construyendo un castillo. Tenía foso y un largo canal para dejar subir al mar hasta rodear la construcción. No pudo evitar pedir permiso y sumarse a la tarea. Luego de media hora sus colaboradores habían abandonado y ella seguía decorando ventanas con pedacitos de conchas.
Se preguntó de qué huía y si era razonable hacerlo. Descubrió que era razonable, pero se quedó con la molesta sensación de recorrer una parábola que en algún momento volvería a cruzar su eje y quién sabe qué ocurriese entonces.
Se dispuso a caminar de vuelta, pero un viento frío la golpeaba de frente. Decidió caminar de espaldas y esperar lo mejor.