Oscarito se secaba el sudor de su frente. Parecía que esa luz verde era más corta que otras veces y apenas alcanzaba a pedir un par de monedas a unos autos. Sí, porque Oscarito con su polera verde luminosa, sus pantalones pescador y un gorro de bufón, animaba todos los días la calle Lyon en Santiago muy cerca del río Mapocho, presentando su show de malabarismo a los conductores que se quedaban atascados en la luz roja del semáforo. Llevaba más de un año, mostrando sus cualidades cirsences con sus pelotas hechas con calcetines rotosos que luego pintó de rojo, azul y blanco como la bandera chilena. A sus nueve años era un profesional del malabarismo, porque debío dejar los lápices y los cuadernos para trabajar por su familia y mantenerla.
Oscarito no sabía de lujos, sólo de esfuerzo. Su madre estaba enfermísima y hace exactamente dos años había dejado de trabajar por un problema a los huesos que día a día le complicaba más la vida, incluso para poder caminar; por otro lado, su hermana sólo tenía 3 años y era un bebé que necesitaba al menos su leche para poder subsistir. De su padre, lo último que vio y que recuerda con tristeza, una reja gruesa de la cárcel. Tenía sólo 4 años, pero rememora ese lugar y su cara, de prisionero, con tanta angustia que se prometió que nunca terminaría de esa manera. No sabe qué será de ese señor, sólo que cada cierto tiempo algún carabinero o policía se acerca a su casa a preguntar por Oscar Ordenes. Desapareció por completo.
Ya la noche esparcía sus primeras estrellas y el día de trabajo no fue bueno. Oscarito tenía la cara sucia de tanto transpirar. Si cada una de esas gotas significara una moneda de cien pesos él ya sería millonario, pero las cosas no se dan exactamente como uno las quiere. Pensó que por el hecho de ser casi Navidad podría juntar más dinero, pero la competencia en las calles se hacía insostenible. Había desde acróbatas, hasta liciados mendigos que a veces eran falsos discapacitados. Osarito conocía al Tatín Rodríguez, un hombre de unos cuarenta años que con unos lentes oscuros y un bastón mendigaba en la misma calle donde él trabajaba. Era un hombre con todas sus facultades y sentidos buenos; de hecho, tenía tan buena vista que podía ver que cuando había algún carabinero a más de cinco cuadras. A veces se arrancaba, porque podían llevarlo detenido por engañar a la gente. Corría con todas sus fuerzas. Tatín, generalmente, ganaba el triple de lo que recibía él, pero Oscarito prefería ser honrado y no seguir las malas costumbres del engaño. Y claro, ese día, Tatín se llevo casi todas las monedas. Oscarito recibió no más de cuatro mil pesos, siendo un malabarista de excepción, que a su corta edad podía hacer malabarismo con pelotas y con lo que le pasaran, desde zapatillas hasta sombreros y demases. Además, una vieja gorda que aparecía a veces, llegó con sus lechugas y le reclamó que no le espantara los clientes, que era su calle. La gorda era la Marta, la esposa del Traguilla, el mal llamado “jefe de las calles”, porque amedentraba a cualquier que quisiera usar una calle para trabajar. Para poder estar ahí, debían pagarle el diez por ciento de lo que recibían. Es decir, es día, más encima, Oscarito tendría que darle 400 pesos a la gorda Marta, además de recibir sus amenazas.
La gorda Marta, tenía unos cachetes que casi le explotaban y unos ojos como huevo frito recién cocinados y sus piernas casi no sostenían su cuerpo cuando se movía. Ella vivía en una población, cerca de la casa de Oscarito, pero tenía auto, una casa de tres pisos con todas las comodidas que pudieran existir. Sus hijos iban a un buen colegio y eso era gracias a lo que le pagaban a su marido Traguilla por usar las calles. Si tomamos en cuenta que en Providencia había al menos unas cien calles que eran usadas para vender cosas, realizar shows y mendigar, el traguilla recibía cerca de 100 mil pesos diarios por no hacer nada, sólo robándole a la gente, porque nadie se atrevía a enfrentársele. Pero Oscarito no podía hacer nada, pues era un niño pequeño y no le quedaba otra que sacar esos 400 pesos de sus bolsillos.
Ante de llegar a su casa, compró una caja de leche y una marraqueta para su hermanita Liliana. Además, llevó unos fideos para la comida. Tenía fe que mañana sería su gran día, pues era vísperas de Navidad y quizás ganaría más dinero para comprarle un par de zapatitos a su hermana que tanto los necesitaba. Había juntado para eso. Los zapatos costaban 10 mil pesos y sólo le faltaban 3 mil para lograrlo. Se imaginaba a la pequeña lilicita corriendo con esos zapatos blancos que vio en una tienda. Para su madre, compraría un gran pavo para la cena de navidad.
Apenas entró a su casa, se le abalanzó lilianita con su corona de princesa y le dio un gran abrazo. “Hermanito, hermanito”, gritaba con todo su cariño la princesa Liliana que esperaba a su hermano el príncipe Oscar. Mientras, su madre emocionada miraba desde el sillón. Oscarito se acercó a ella quien dio un tímido “gracias”, entre un agradecimiento extremo y vergüenza por no poder ser ella quien mantenía la casa. Él no atinó más que a abrazarla con todo el amor que tenía por su pequeña familia. Los tres se acostaron en una pequeña cama. Mañana sería el gran día para Oscarito.
El 24 de dieciembre, este niño malabarista se levantó más temprano que siempre. A las seis de la mañana ya estaba listo para emprender su rumbo a Providencia. Llevaba como siempre puesto en su cabeza el gorro de bufón y sus pelotas. Caminaba por la calle haciendo malabarismo y nunca se le caía una bola. A las siete de la mañana ya estaba en el semáforo, mientras las calles estaban llenas, porque la gente iba al trabajo. Oscarito era un bailarín con sus pelotas y se movía al compás de las bocinas de los conductores deseperados por llegar a sus trabajos. Para suerte de él, una buena cantidad de autos le dieron de propina mil pesos y en treinta minutos ya tenía en sus bolsillos diez mil pesos. No podía estar más contento. Miró hacia el cielo, estaba amaneciendo, con una sonrisa, agradeciendo a Jesús por su buena fortuna que continúo durante toda la mañana. A las 12 de la tarde ya tenía cerca de 40 mil pesos de ganancias. Todo era inédito, pues era primera vez que recibía y tenía tanto dinero en sus bolsillos. Se imaginaba todas las cosas que podría comprar para Navidad a su pequeña familia. No pensaba que nada malo podría ocurrir.
Ya eran las dos de la tarde y en los bolsillos de Oscarito ya no cabía ninguna moneda más, ni billete más. Estaban gordos como un sapo. Había llegado la gorda Marta con sus lechugas y el falso ciego a la calle. A Oscarito ya no le importaba, porque tenía tanto dinero que hasta podía volver a su casa y hacer las compras que tanto quería. La gorda Marta observó los bolsillos de Oscarito y vio lo bien que le había ido, mientras ella ni siquiera una lechuga había vendido, mientras el Tatín tampoco corría con suerte. La envidia en ellos se hacía incontenible, pues de cada auto que pasaba, al menos recibía una moneda. Oscarito sintió como lo miraban y como era un niño inteligente, decidió que debía marcharse para no arriesgarse. Pero cuando la gorda Marta vio la pronta retirada de él se le acercó para aprovecharse. Ella le obligó a darle la mitad de sus gananacias, porque según el Traguilla, ese día por ser Navidad, cada uno debía donar la mitad por el uso de la calle. Era muy fácil robarle a un niño y la pérfida gorda no dudo en hacerlo, pero él no soportó esto y salió corriendo. Para ella era imposible perseguirlo, pero Tatín en un par de cuadras lo alcanzó. Se había confabulado con la mujer. Sin piedad le quito todo su dinero y se quedó nuevamente sin ningún peso. Nunca sintió tanta pena como aquella vez y lloró sin poder resistirlo en uno de los rincones más alejados, en una callejón soilitario y oscuro, sólo acompañado de sus pelotas de malabarismo. Su rabia y pena era tan grande e intensa que lanzó una de sus pelotas lo más lejos que pudo, la roja; después, tomó la azul y la lanzó hacia otro lado y, por último, la blanca la arrojó con sus últimas fuerzas y se acostó en la calle y quedó dormido.
Mientras Oscarito dormía, soñó con un hombre grande, gordo, barba blanca, un gorro y vestido entero de rojo. Resonaban en sus oídos los “jo, jo, jo…” Era el Viejito Pascuero. La risa de él era tan potente que despertó de golpe. Ya era de noche y el callejón estaba oscurísimo, pero la gran sorpresa para él fue que a su lado se encontró con unos zapatitos blancos, una mochila llena de comida y tres pelotas profesionales de malabarismo: de color rojo, azul y blanco que iluminaban todo. No podía creerlo. Las tomó y comenzó a hacer malabares. Le resultaba tan fácil y podía hacer los trucos más difíciles que existían con esas bolas mágicas. Ya eran casi las once de la noche. Debería llegar lo antes posible para ver a su familia. Tomó la mochila y los lindos zapatitos y se fue malabareando. La poca gente que aún quedaba en las calles no podía creer lo que veían y lo aplaudían sin cesar. Con esas pelotas mágicas sería el mejor malabarista del mundo y podría darle a su mamá y hermanita lo mejor que existía.
Casi llegando a su hogar, vio que en la casa de la gorda Marta y el Traguilla todos los trabajadores de la calle y los mendigos estaba lanzando tomates a las ventanas. Había más de cien personas. El Traguilla tuvo que salir y devolver todo el dinero que alguna vez había robado, mientras el falso ciego el mismo día en que robó a Oscarito sufrío un accidente por escaparse de los carabineros. Un auto lo atropelló y desde ese día ya no podría caminar más, aunque su vista continuó intacta.
Oscarito pasó la Navidad más linda con su familia que nunca antes tuvo. Mirando por la ventana de su casa, mientras su hermana corría con sus nuevos zapatos, pudo ver a lo lejos el trineo del Viejito Pascuero y como el niñito Dios ya estaba en el pesebre.
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