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El Banquito
Leopoldo Jahn, Septiembre 2.000








Qué bolas el frío de esa mañana.

Roberto se había levantado aquel día, como lo hacía cada domingo, para preparar el desayuno a todos en la casa. Le encantaba cocinar. Iba a hacer una comida criolla con arepas, carne mechada y caraotas negras. Había traído todo desde Caracas en el viaje de tres días que efectuaba cada mes para reportarse a la disquera, y no había tenido problema alguno en aduanas.

Miró el reloj, y se dio cuenta de que eran apenas las siete y media de la mañana. Maite no estaría despierta hasta las nueve, y quizás los niños lo harían más tarde. Por eso es que había decidido ir a dar un paseo al Central Park, un lugar que siempre lo inspiraba en sus composiciones. Se enfundó en su grueso sweater de lana y salió a la calle, donde notó en realidad el intenso frío que hacía. A pesar de tener seis meses viviendo en Nueva York, no se había acostumbrado todavía a mirar las predicciones del tiempo. Comenzó a caminar las dos cuadras que lo separaban del parque buscando en las alturas de algún edificio uno de esos avisos luminosos que decían la hora y la temperatura. Cuando por fin lo encontró, el mismo decía 48°F. ¡Coño de la madre con esos Fahrenheit!, pensó Roberto. Todavía no sabía hacer la conversión directamente, pero 48°F eran bastante fríos.

Pensó en el disco, y en su otro proyecto, y sintió un vacío en el estómago. Nada parecía estar funcionando para él. Ya tenía bastante tiempo de retraso en la grabación de su CD y lo estaban presionando para que terminara de una vez mientras que los problemas que la producción del otro trabajo para la disquera iban en aumento. La decisión de haber viajado a Nueva York ya no le parecía tan buena como al principio. Lo único bueno que le había sucedido hasta ahora había sido la oportunidad de tocar en varios locales nocturnos de Soho, el Latin Quarter y Manhattan, dónde había logrado conocer verdaderas estrellas de la música latina e internacional.

Caminó por el parque, lleno a esa hora de trotadores, caminadores, paseadores de perros, aquellos que hacían Tai Chi, Tae Bo, o cualquier otra cosa que se pusiera de moda para mantenerse en forma. Esos gringos se la pasaban inventando nuevas maneras de bajar el riesgo de cáncer, de enfermedades coronarias, artritis, diabetes, etc. En resumen, ellos creían que algún día iban a encontrar la fórmula de vivir para siempre. Roberto seguro que no.

Caminó por unas veredas muy tupidas de árboles, buscando encontrar un lugar un poco más sólo, en el cual se pudiera concentrar para ver si se le ocurrían ideas para ese álbum que estaba produciendo para un nuevo grupo juvenil formado por cantantes de Venezuela, Puerto Rico, República Dominicana y Cuba (en realidad, el cuarto joven era mayamero, pero no se podía pedir mucho más en aquellos días). El grupo se llamaba los “Latin Boys” y se suponía que debían ser una respuesta latina a los “Backstreet Boys”. Le tocaba a él, a Roberto, crearles un sonido, una identidad, lo cual era bastante jodido, cuando ninguno de los cuatro mariquitos tenía un background musical adecuado, sino que habían sido escogidos simplemente por su imagen. Eran unos consentidos malcriados de mierda, que lo veían a él, Roberto, con una especie de desprecio generacional. ¿Qué se creía aquel viejo dándole órdenes a ellos, los chicos mas “cool” del momento?. Ellos no entendían de horarios, responsabilidades y compromisos. Aquello le tocaba únicamente a Roberto. Si llamaban de la disquera para presionar, era Roberto el que recibía el chaparrón. Los niños eran intocables, nada era su culpa. Ni las llegadas tarde, ni las frecuentes inasistencias, ni la evidente incapacidad musical. Ellos eran las estrellas.

Al fin encontró un lugar ideal. Era un banco de madera ubicado entre unas formaciones de piedras en lo alto de una pequeña colina. Alrededor de las enormes rocas, flanqueándolas, había unos árboles muy altos. Al mirar este conjunto, parecía como si aquel banco rodeado de piedras con los gigantes verdes por detrás fuera un trono desde el cual dominaba una buena parte del parque. Y estaba alejado de las rutas comunes de los agitados y sudados corredores matutinos. Se sentó en el centro del húmedo banco de madera y estiró los brazos, descansándolos cómodamente sobre el respaldar. Miró hacia abajo de la colina y vio un campo de fútbol, donde ya se habían comenzado a reunir varias personas para jugar. Cerró los ojos y comenzó a divagar sobre su proyecto. En su musicalmente organizado cerebro, veía pentagramas en los que ubicaba y borraba notas, guardándolas en una especie de disco duro cerebral donde no se perdía ninguna de sus anotaciones. Estaba de lo más concentrado, cuando una voz lo interrumpió.

- ¿Would you please make me some space on the bench?.

Abrió los ojos, un poco sorprendido, para ver a un hombre viejo, probablemente de más de ochenta años, totalmente enfundado en una gabardina negra y con una bufanda roja alrededor del cuello. Era bajo, y a pesar de la edad se mantenía perfectamente erguido. Tenía el pelo completamente blanco, y un pequeño y fino bigote del mismo color sobre el labio superior. Y era latino. Oh si, el color oliváceo de su piel y el acento que utilizó lo delató.

- Como no señor. Siéntese – Dijo amablemente Roberto al extraño, quien sin sorprenderse por que le hablara en español aceptó la invitación y se sentó a la derecha de Roberto, que se arrimó hasta el extremo del banco.

- Nunca lo había visto por aquí. Vengo todas las mañanas del mundo a este parque y me siento en este banco a ver los juegos de fútbol allá abajo. Es la primera vez que encuentro un acompañante – Le dijo el hombre.

- Tiene razón de escoger este sitio. Es único. Yo particularmente venía a encontrar algo de inspiración para mi trabajo. Soy músico.

- ¿Músico? – Le dijo el viejo sorprendido – Yo también solía serlo. Esa es la razón por la cual me vine a vivir en esta condenada y helada ciudad. Tengo cincuenta años aquí y todavía no me acostumbro al frío en el invierno, sobre todo a mi edad. Y ¿sabes qué?, he intentado regresar al Caribe, pero no puedo salir de esta ciudad. Una vez que llegaste acá, es muy difícil acostumbrarte a cualquier otra. Mucho gusto hijo, me llamo Antonio - El viejo extendió una huesuda y fría mano a Roberto, quien le devolvió el apretón y se presentó.

- Mi nombre es Roberto. Estoy grabando un disco personal y produciendo a la vez otro. Allá en Venezuela como que no hay estudios lo suficientemente buenos y me mandaron para acá. En realidad ha sido una experiencia diferente, aunque un poco más complicada de lo que creía.

Durante las próximas dos horas los dos hombres siguieron hablando, compartiendo sus experiencias. Roberto estaba fascinado por aquel hombrecillo y la cantidad de nombres grandes de la música con los que había tocado. Parecían mentiras sus historias, en las cuales nunca hablaba de él mismo como protagonista, sino de los hombres con los cuales había tocado. “Antonio Plaza”, era el nombre completo, y por más que hacía esfuerzos, Roberto no lo podía ubicar en el tiempo. Era un músico de oficio, que tocaba el piano para bandas de renombre y como acompañamiento de grandes músicos, pero que nunca había querido, o quizás podido, sonar por su propio nombre. En esa conversación, Roberto encontró varios tips que lo ayudaron con su trabajo. Aquel hombre sabía de composición.

Finalmente se despidieron, y Roberto tuvo la convicción de que el domingo siguiente lo encontraría en el mismo sitio.

La semana transcurrió normalmente, con largas sesiones en el estudio que terminaban tarde en la noche. Lidiar con aquellos mimados llenos de zarcillos y pulseras era bien difícil, sobre todo por sus limitaciones musicales. Los ingenieros de sonido tendrían que hacer magia para que sonaran bien en el corte final. Esa semana, además, tuvo que despedir a sus hijos, que los habían visitado durante el receso de carnavales, pero tuvieron que volver a sus estudios en Caracas. Eso lo desanimó un poco a él y a Maite, quien prefirió acompañarlo y darle apoyo a Roberto en su trabajo que quedarse con sus hijos en Venezuela. Había sido una decisión difícil.

El siguiente domingo se encontró de nuevo en el parque con su improvisado amigo. Y los domingos de los próximos diez meses también. Había logrado abrirse ante aquel hombre como no lo pudo hacer nunca con nadie. Ese señor hacía algo que a él le encantaba: lo escuchaba. Y lo aconsejaba también, primero como hombre, y luego como músico. Sus anécdotas no tenían fin, y muchas de ellas quizás fueran inventadas. No importaba. Roberto pensaba oírlas todas, una por una. Se daba cuenta de que Don Antonio era un ser muy solitario. Su matrimonio de treinta años había culminado con la muerte de su esposa veinte años atrás, pero no dejó hijos. Vivía en algún lugar del Bronx que nunca quiso decirle con exactitud, como si le diera vergüenza hacerlo. Notaba en Don Antonio el mismo entusiasmo que él en sus reuniones dominicales. Evidentemente este solitario ser encontraba fascinante que aquel joven le escuchara sus historias, y además, lo veía como a un alumno que disfrutaba sus clases magistrales. Lo mejor de todo era que, con el paso del tiempo, las cosas en su trabajo fueron encajando perfectamente. Su disco salió finalmente y tuvo muy buena acogida, y el trabajo con los “Latin Boys” iba viento en popa. Había logrado meter a los coñitos en un sólo carril, y el CD estaba en vías de salir a la calle en el tiempo previsto. No podía decidir exactamente cuales eran las palabras de Don Antonio que le habían hecho click en el cerebro, pero definitivamente este singular personaje había influido decididamente sobre Roberto como para que encaminara su trabajo en la dirección correcta.

Al principio, Maite le recriminaba el que todas las mañanas de domingo se las dedicara a aquel extraño, pero con el tiempo se dio cuenta de que esos momentos eran sagrados para su esposo, que hallaba relajación en esas dominicales reuniones. Además, lo encontraba más centrado, más seguro de sí mismo. Roberto estaba ahora enfrascado en otra producción, un disco de jazz con Michel Camilo, y su estadía en la ciudad se estaba haciendo cada vez más larga y peligrosamente permanente, pero la situación financiera y personal de ambos era inmejorable, y sabía que los encuentros con Don Antonio tenían mucho que ver con eso. Además de todo, la relación de Roberto con su papá era muy distante, y este señor había aparecido de la nada para convertirse en el consejero de su marido. Y aparentemente lo hacía muy bien.










Transcurrieron diez meses desde que Roberto había conocido a Don Antonio. Ya era diciembre y el frío de invierno estaba entrando. Roberto estaba un poco preocupado por como le afectaría aquel invierno al viejo, aunque desde hacía algún tiempo lo notaba más fuerte y decidido, como si hubiese tomado un segundo aire en la vida.

Ese peculiar domingo, Roberto llegó a la hora acostumbrada, las ocho en punto. Pasó media hora, y nadie aparecía. Era extraño, porque nunca se retrasaba, aunque quizás ya la edad no le permitía andar con la velocidad de costumbre. Una hora. No había señal de Don Antonio. De pronto, una preocupación lo asaltó. No tenía idea de cómo ubicarlo. Si ese señor caía enfermo, no había manera de que se lo hiciera saber. Quizás estaba en algún hospital público, acostado en una cama y sin nadie que le hiciera compañía. ¿Porqué no había previsto eso?. Es verdad que Don Antonio era esquivo con relación a su vida personal, pero tampoco él había sido lo suficientemente insistente al respecto. Ahora, quizás tendría que esperar una eternidad para volver a verlo, si es que lo volvía a hacer. Roberto estaba abatido. En ese momento, una figura, no la de su amigo, apareció de repente junto a él.

- ¿Roberto Domínguez? – Le llamó por su nombre aquel desconocido. Tenía como sesenta años, de aspecto distinguido y bien trajeado. Y era igualmente latino. – Me costó encontrar este lugar, pero al fin llegué. Soy el abogado de un buen amigo suyo.

- Menos mal que apareció alguien. Estaba preocupado por Don Antonio. No tengo manera de ubicarlo en caso de que enferme o algo salga mal. ¿Está todo bien entonces?.

El hombre lo miró unos segundos, como buscando las palabras correctas que decir en aquel momento. Daba la impresión de estar bastante sorprendido. Finalmente pareció encontrar las palabras que buscaba.

- Don Antonio murió hace tres meses. Lo lamento mucho. Yo estoy aquí para traerle esta carta, que él dejó con una fecha específica y un lugar en donde ser entregada.

Se dejó caer sobre el banco, mientras el abogado seguía hablando.

- En ese sobre hay una dirección, y una llave. Es de su casa. Por favor llámeme cuando vaya a ir para allá para así dejar asentado que se llevó sus pertenencias, si es que lo va a hacer. El pobre hombre no tenía bienes de fortuna, pero le dejó una gran caja con discos, partituras, fotos y recortes de periódico que insistió en que Ud. conservara porque seguramente los apreciaría.

Sin decir más, el abogado, que luego descubrió que se llamaba Luis Itriago, dio media vuelta como para irse, pero Roberto lo detuvo.

- ¿Cómo que hace tres meses?, La semana pasada estuvo sentado aquí conmigo, en este mismo banco. No es posible. Seguro que se equivoca.

- No es ningún error, se lo aseguro. Yo estuve con él durante sus últimos días para arreglar todos los asuntos legales. Desde hace un año él ya sabía que iba a morir de un cáncer terminal, y el diez de septiembre acabó todo. Ese mismo día se aseguró que yo tuviera la carta en mis manos y me hizo jurar que se la entregaría el primer domingo de diciembre. Dijo que tenía que esperar a que cual terminaría un trabajo muy importante. ¿Lo terminó?

- Si, en realidad eran dos y los terminé hace un par de semanas, pero ¿Con quien he estado hablando yo los últimos tres meses entonces?, no creo posible lo que usted me está diciendo. ¿Seguro de que se trata del mismo hombre?

- Mire señor Domínguez, yo fui el abogado de Antonio Plaza, alias Totoño Plaz, por más de diez años. También sabía que venía a este parque todos los días para no quedarse sólo en su apartamento. Supe cuando comenzó a frecuentarlo a usted los domingos, y que se sentía muy feliz de tener a alguien con quien compartir sus historias. El no tenía a nadie en la vida, y usted fue como el hijo que siempre deseó. No sé que me quiere decir con que lo vio estos tres meses. Yo sólo cumplo con mi trabajo y el mismo termina cuando usted se lleve la caja de los recuerdos de Don Antonio, así que si me perdona, me tengo que ir. Es domingo, y quisiera estar con mi familia. Ya sabe como contactarme. Adiós.

El hombre se dio la vuelta y se fue sin que Roberto pudiera pronunciar palabra. Estaba totalmente confundido. Todo este tiempo había sido amigo, sin saberlo, de uno de los íconos de la música neoyorquina. Totoño Plaz (evidente diminutivo de Antonio Plaza) había tocado en las grandes bandas de Nueva York. Era una leyenda. Además ¿Qué era esa mierda de que había muerto hacía tres meses?

Luego de unos minutos, Roberto abrió el sobre con su nombre. Encontró una llave con un llavero que decía “21B”, una tarjeta del abogado, y una carta de una sola página. Comenzó a leer.

Querido Roberto:
Lo que más lamento de irme en este momento, es que realmente estaba disfrutando tu compañía de cada domingo. Pero Dios lo tenía planeado así. Muero sólo, pero dándole gracias al Señor por haberme dado un hijo durante los últimos siete meses de mi vida. Siento mucho el no haberte dado más detalles de mí, ni mi dirección, pero no me pareció justo para ti. Tu tienes tu vida, tu esposa, tus hijos, tus amigos y tu trabajo, y no necesitabas a un viejo con una enfermedad terminal que te causara una angustia innecesaria.
Me diste más de lo que te imaginas. Contigo tuve un amigo, un confidente, un alumno, un hijo. Los últimos años los había pasado sólo, y justo cuando me diagnosticaron el mal del que me iba a morir, apareciste tú, con esas ganas de vida y de consejos, con una maravillosa gama de experiencias por vivir, y con tanto tiempo por delante. A través de ti pude recordar mis mejores años, revivirlos, y me alegró mucho el haberte sido útil en tus proyectos.
Si te puedo dar un último consejo, es que vivas la vida día a día, sin que el pasado sea para ti una carga, y planificando el futuro. No te quedes sólo, puesto que una vejez solitaria es lo peor que puede sucederle a alguien. Tu tienes hijos, así que cultiva esa relación con ellos para que en un futuro puedas contar con su compañía, y con tus nietos, para que te llenen las horas y los días. Mantén a tu esposa a tu lado. No hagas caso de tentaciones pasajeras que te den satisfacción instantánea pero que te puedan causar un daño permanente.
Te dejo, como si fueras mi hijo, todas mis posesiones, que no son muchas. El apartamento hay que vaciarlo para el último del mes, así que tienes dos semanas para sacar lo que gustes. Espero que algo de lo que encuentres te sea útil.


Un amigo,



Antonio Plaza,
Totoño.




“Totoño”. O sea, Totoño Plaz, el famoso pianista cubano. ¿Porqué nunca le había dicho quien era en realidad?, Ese nombre era bien conocido en el ambiente latino. Había grabado docenas de discos y su nombre era asociado con los grandes como Tito Puente y Machito. ¿Cómo era posible que aquel viejo fuera Totoño?, ¿Porqué había muerto sólo un hombre tan famoso?. Todas estas preguntas le rondaban la cabeza, junto con la confusión provocada por la muerte en sí de su amigo. Sintió un gran vacío en su vida, y en el momento no se le ocurrieron medios para llenarlo. Inmediatamente, se dirigió a la estación más cercana del metro, y tomó el primero de tres trenes que lo llevarían al Bronx desde allí.

Durante el largo viaje trató de darle sentido a lo ocurrido durante los últimos meses de su vida. Había encontrado un amigo, un consejero, dentro de aquella hostil ciudad en la cual todos querían pasarte por encima. Aquel hombre le había ofrecido lo mejor de sí, sin decirle quien era en realidad. Quizás para mantener la pureza de aquella relación sin dañarla con elementos externos. Logró comprender que su anciano amigo no quería ser querido por quien había sido, por lo que había significado musicalmente, sino por su persona y lo que podía ofrecer como ser humano.

Finalmente llegó al viejo edificio en donde se encontraba el misterioso “21B”, y luego de evitar a un par de borrachos que dormían en la entrada, subió por las escaleras al segundo piso. El ascensor parecía estar dañado. Una vez arriba, entró en el apartamento. Era pequeño. Muy pequeño. En todas las paredes de la sala había fotos del difunto en diferentes etapas de su vida, acompañado por grandes músicos y personalidades de la ciudad. En una de ellas, se encontraba sonriente al lado de Willie Mays, y en otra estaba brindando, whisky en mano, con Louis Armstrong. Había varios discos de oro, y en una pared había un mueble de madera repleto de discos de acetato y CD’s de pared a pared. Se acercó para examinarlos y encontró selecciones de música de toda índole, y discos de años tan remotos como 1945. Entró a la única habitación del apartamento, la cual tenía únicamente la cama, una mesita de noche, el closet, y un baúl de madera. Sin pensarlo, se dirigió hacia el baúl y lo abrió. Contenía cientos de cartas, partituras originales, recortes de periódicos de todo el mundo en donde reseñaban sus conciertos, y varios álbumes de fotos. Estaba concentrado en la revisión de los papeles, cuando sintió una presencia en la habitación. ¿Es que acaso había dejado abierta la puerta del apartamento?. Lentamente se volvió hacia la puerta del pequeño cuarto, y allí mismo vio a Don Antonio. Estaba envuelto en su usual gabardina y con su bufanda roja, y tenía una sonrisa en el rostro.

- ¿Don Antonio? – Dijo un confundido Roberto - ¿Qué es lo que sucede?, Un hombre que dijo ser su abogado fue al parque esta mañana y me dijo...

- Ya se lo que te dijo. Y se que estás confundido, pero cálmate y te explico lo que pasa – lo interrumpió Don Antonio con una pausada voz – El Dr. Itriago no te mintió. Hace tres meses que he muerto. El cáncer pudo más que yo, y no se porqué, supongo que por mis plegarias, El Señor me concedió un tiempo de gracia para visitarte domingo a domingo hasta que terminaras tus proyectos. Sentí que me necesitabas, y tuve miedo de que mi desaparición afectara tu trabajo. Es curioso, pero por muchos años fui una persona amargada, eso hace la soledad con los viejos, y de pronto te encontré, el hijo que siempre quise tener. Por lo menos durante siete meses fui el padre de alguien, marqué la diferencia en la vida de una persona, y Dios me premió dejándome terminar mi trabajo. Hoy es mi último día de gracia, y sólo vengo a despedirme. Reza mucho Roberto, para que algún día puedas acceder a la vida eterna. Quizás entonces podamos volver a vernos y ¿Quien sabe? toquemos una que otra descarguita en el cielo.

Dicho ésto, y sin dar oportunidad a que Roberto respondiera, la figura de Don Antonio salió por la puerta del apartamento.

Fue realmente la última vez que lo vio.








Hacía ya varios años, muchos años, que Roberto había regresado de Nueva York a Caracas, en donde siguió con su fructífera carrera musical. Al final se dedicó casi exclusivamente a la producción de discos para nuevos talentos. Parecía tener un don para detectar en algún artista su potencial. Luego de trabajar incansablemente por más de treinta años había decidido salir de la locura de la ciudad para irse a vivir en una pequeña casa que se había construido en Margarita, sobre una colina que tenía vista directamente sobre Playa El Agua. Ya sus dos hijos se habían casado e independizado, y el trabajo de Roberto lo podía hacer perfectamente desde su pequeño estudio y enviarlo a través de correo electrónico a las oficinas de la disquera en Caracas y Nueva York. De hecho, abandonar ese pequeño paraíso que se había construido en la playa le daba una inmensa flojera, y se la pasaba invitando a sus amigos para que lo visitaran. De cuando en cuando se reunía con el viejo grupo del Colegio Cervantes en interminables maratones de dominó en el porche de la casita mientras que las mujeres salían a comprar pendejeras para los nietos en Porlamar. Armando, Cristóbal, Leonardo, J.J. y los demás ya estaban en situaciones de retiro, y buscaban cualquier excusa para aparecerse, botella en mano, en casa de Roberto y Maite, donde eran siempre bienvenidos.

Desde una hamaca, guindada en el porche de madera de la casa, se sentaba todas las tardes a mirar el espléndido paisaje que tenía enfrente. La colina sobre la cual se ubicaba la casa quedaba al final de la playa, y de vez en cuando algunos de los turistas que frecuentaban la zona subían por ella para divisar desde allí la hermosa vista. En toda la punta del cerro, justo sobre el despeñadero de grandes rocas sobre el cual golpeaban las olas unos cuarenta metros mas abajo, había un banco de madera. Roberto lo había mandado a hacer lo más parecido a aquel sobre el cual había pasado tantas horas con su viejo amigo Don Antonio en el Central Park. El banquito en realidad no lo usaba tanto él, que prefería ahorrarse la caminata de treinta o cuarenta metros y quedarse tumbado en la hamaca de su porche, aunque sí lo usaban quienes subían la colina desde la playa.

Una mañana de agosto, cuando todavía no había comenzado a llegar la marabunta de gente que por esas fechas inundaban la playa, le sorprendió ver a un joven, de unos treinta años quizás, contemplando el paisaje sentado en el banquito. No era frecuente que a las siete y media de la mañana hubiese gente por allí, y Roberto decidió visitarlo. A veces le gustaba conversar con las personas que llegaban hasta allá arriba. De todas maneras Maite no lo había llamado todavía para desayunar. Sorteó la angosta vereda que llevaba desde la casa hasta el banquito, y miró hacia abajo para ver en la playa a los trotones matutinos pujando y bufando mientras veían regularmente sus cronómetros y sus relojes cardiovasculares.

- ¿No es un poco temprano para que un turista caraqueño esté por estos lados? – Le dijo Roberto con el tono más amable que conocía. El desconocido se sobresaltó un poco por lo inesperado del encuentro. Tenía el pelo negro y corto. Y su físico no era el de uno de los triatletas tempraneros que frecuentaban la playa a esa hora de la mañana.

- Perdone señor. ¿Estoy acaso en su propiedad?. Discúlpeme, yo creía que este sitio era público. Ahora mismo me voy.

- No te preocupes hijo, este lugar si es público. Mi casa comienza desde esa reja. Afortunadamente los que suben hasta aquí lo hacen para admirar la vista, y no con otras intenciones. Nunca he tenido problemas. Dime ¿Qué te trae hasta aquí a esta hora de la mañana?.

- Pues, debo confesarle que en estos días no he dormido mucho. Soy músico ¿Sabe?, me contrataron para grabar un CD, mi primer trabajo, y no estoy seguro de que saldrá bien. Si es un fracaso, mi carrera musical podría terminar antes de empezar. Vine acá para pensar, a ver si logro poner las cosas en su lugar.

Roberto sonrió al oír aquello.

- Pues ¿Sabes qué?, hoy estás de suerte. Yo también soy músico. Algo retirado, pero sigo jodiendo todavía un poco. ¿Quieres desayunarte algo?, ven conmigo a la casa, mi mujer seguro que ya tiene las arepitas listas, y siempre hace demasiadas. Por cierto, te voy a contar una historia. ¿Has oído hablar alguna vez de Totoño Plaz?. Seguro que no. Era un famoso pianista cubano que vivió en Nueva York hace mucho tiempo. ¿Por qué no me cuentas de tu trabajo?, tengo una vida en este medio, y seguro que podremos hacer algo al respecto. ¿Que te parece? – Roberto siguió hablando, mientras dirigía al joven desconocido hacia su casa, desde donde Maite se asomaba por la puerta para avisarle a su marido que el desayuno estaba listo. Abajo, en la playa, los trotadores tempraneros resoplaban. Roberto miró de nuevo las figuras esbeltas corriendo por la playa y se recordó de otros trotadores, hacía muchos años y en otro sitio.

Seguro que pensaban que con esa corredera iban a lograr vivir para siempre.

Texto agregado el 11-08-2004, y leído por 181 visitantes. (2 votos)


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