Catman
La casa junto al pantano
Capítulo 2
La vivienda, que databa del siglo dieciocho, se hallaba construida sobre un promontorio del terreno, a escasa media milla del pantano.
Por tal motivo, los padres de John Sanderson habían podido comprarla por una suma mucho menor a lo que era su verdadero costo.
A casi nadie le agrada vivir cerca de las fétidas aguas de un bañado, pero los Sanderson no eran una familia adinerada y esa fue la mejor opción para obtener un lugar donde residir.
Alguien podría preguntarse: ¿Quién construiría una casa en ese lugar? Tal vez, en el momento de la construcción el pantano no existía, o quizás en un principio, ese lugar no era otra cosa que una laguna.
De todos modos, el estero era lo suficientemente profundo y facilitaba el trabajo de John.
Se trataba de una edificación de piedra que constaba de una planta baja y un piso superior, mientras que el sótano había sido concebido primordialmente para que oficiara de bodega, y para albergar algunos trastos que no eran de utilidad en la vivienda principal. En un rincón a la derecha, había una perforación de aproximadamente doce pies de profundidad, por un pie y medio de diámetro, cubierta por una alcantarilla de hierro. El motivo de ese pozo, era para facilitar a los dueños de casa la limpieza del lugar, y ahora servía bastante bien a los propósitos de John cuando debía deshacerse de los restos humanos que desechaba el tío Edward, con excepción de la parte ósea, que tenía que alojar en bolsas de arpillera y transportarla luego hacia el pantano, ya que no era posible arrojarla al pozo.
Se acercó a la mesa que se hallaba junto a la pared izquierda, tomó un par de guantes de cuero, raidos por las exigencias del trabajo, y se dispuso a efectuar la horrible tarea.
Aparte de agotadora, la labor de limpiar el sótano era verdaderamente repugnante, no se trataba solamente del hecho de acarrear cubos con agua desde la bomba que se hallaba a más de doce yardas de distancia, sino también por el higienizado del lugar. El acto de remover con la escoba los fragmentos de vísceras y trozos de epidermis, las deposiciones mezcladas con orina del tío Edward, más los nauseabundos fluidos desprendidos de los cadáveres que noche a noche el hombre devoraba frenéticamente, podían llevar a una persona al desequilibrio mental.
El camino al infierno es mucho más corto que el que conduce al paraíso. No hay dudas al respecto.
Con relación al ataúd y las ropas del cadáver, el asunto no era tan complicado, trasportaba todo hacia una especie de hondonada que se hallaba a unas cincuenta yardas de la casa, rociaba los desperdicios con un poco de combustible y les pegaba fuego, considerando que era la manera más fácil de deshacerse de la evidencia.
Mientras se ocupaba de la limpieza, Edward se mantenía agachado en un rincón de la estancia, junto al cubo con agua donde el hombre podía saciar su sed. En su deteriorado cerebro, aún conservaba algo de cordura, algún vestigio de lo que había sido antes del lamentable suceso que lo llevó a semejante miseria, y sabía que no debía agredir a su sobrino, pues era él quien le proveía el cotidiano alimento.
Cargando sobre su hombro derecho y a modo de mochila, llevaba la bolsa que contenía los restos óseos del cuerpo que un par de horas atrás, su tío había engullido hasta saciarse.
Siendo aproximadamente las cuatro de la madrugada, se apresuró en vaciar el contenido del saco dentro del lodazal, y de inmediato, doblando la tela en cuatro partes, emprendió el regreso.
Tratando de ganar tiempo, puesto que a las ocho de la mañana debía estar en el lugar donde trabajaba, obvió el baño en la tina y se higienizó lo mejor que pudo, extrayendo agua de la bomba.
Se acostó desnudo y no tardó mucho en conciliar el sueño, aunque las pesadillas que comenzaron a atormentarlo casi de inmediato, no le permitieron el descanso que tanto necesitaba.
Despertó sobresaltado, no había escuchado las campanadas del reloj de péndulo y éste marcaba ahora las siete y cuarenta y cinco de la mañana.
Un sudor frío inundaba su rostro y trató de quitar de su mente aquel horrible sueño en que veía al tío Edward escapar de su prisión, dirigirse hacia el pueblo y comenzar a masacrar a varios de los parroquianos, engullendo con cada dentellada trozos de carne de distintas partes del cuerpo de las víctimas.
Hacía algunos años que él y su tío trabajaban en la talabartería del señor Tyson. Edward, hombre robusto, de unos cuarenta y cinco años de edad, era quien tenía conocimientos en la confección de los distintos cueros que se utilizaban para cada una de las necesidades.
Edward Sanderson era capaz de elaborar desde un simple par de guantes, hasta botas de difícil hechura, para aquellos clientes que deseaban trabajos especiales.
John, de mediana estatura, cabellos rojizos y rostro casi infantil, se encargaba de las ventas atendiendo a las exigencias de los parroquianos que visitaban el lugar.
Por aquel entonces, tío y sobrino vivían moderadamente bien, sin llegar a la abundancia, podían poseer aquello que necesitaran.
Eran aproximadamente dos millas y media la distancia que lo separaba del pueblo y trató de acelerar el paso.
Cuando ingresó a la tienda, el señor Tyson se hallaba detrás del mostrador luciendo en su rostro un gesto de preocupación.
Se saludaron mutuamente y enseguida, Bernard Tyson, ahora algo más distendido, dijo:
-Hacía tiempo que no llegabas tarde, John.
-Perdone la tardanza, señor Tyson,- se disculpó. –No estoy descansando bien últimamente.
-Mucho trabajo en la casa desde que falta tu tío ¿he?
-Así es, desde su ausencia las cosas se complican un poco.
-Comprendo,- asintió con la cabeza, tomó el sombrero que se hallaba sobre el mostrador y agregó: -Te dejo a cargo entonces, me marcho a atender algunos asuntos.
-Vaya tranquilo señor Tyson, usted sabe que hasta las cinco de la tarde estaré acá.
Lo observó marcharse y movió la cabeza de derecha a izquierda. John sabía cuáles eran los “asuntos” que el dueño de la talabartería debía atender.
Bernard Tyson, de unos cincuenta y cinco años, vestía una camisa de color gris oscuro, pantalones negros de algodón que sujetaba con un par de tirantes por encima de sus hombros, y un par de botas marrones que irónicamente habían sido confeccionadas por Edward Sanderson.
Era un hombre delgado, de elevada estatura y lucía un grueso bigote que atusaba con su mano izquierda casi constantemente.
Como siempre decía: “No era hombre de una sola mujer” y por eso jamás se casó.
Pasaba gran parte del día en la taberna bebiendo un par de pintas de cerveza y jugando naipes con algunos de sus amigos, inclusive almorzaba en ese lugar, y luego, alrededor de las cuatro y quince de la tarde, con paso decidido se encaminaba hacia el prostíbulo que se hallaba a dos calles de la taberna.
Satisfechos sus deseos sexuales, regresaba a la cantina, bebía una medida de whisky y marchaba hacia su negocio, justo a tiempo para que John pudiese dar por finalizado su día de trabajo.
En pocas palabras, siempre que el dinero le alcanzase para reponer los cortes de cuero que necesitaba en la tienda y tener un pasar despreocupado, Bernard Tyson, era un “alegre” holgazán.
Avanzando por el camino que lo conducía a su vivienda, John Sanderson se preparaba mentalmente para la tarea que debía realizar esa noche. El tío Edward necesitaba “cenar”, de eso no cabía duda alguna, y se preguntaba cómo era posible que ese repugnante y horroroso trabajo se convirtiera en algo casi rutinario en su vida.
Hay un dicho que reza: “Quien está en el infierno, no supone que existe el cielo.”
Continúa...
Tanto el nombre de los personajes como la historia aquí narrada son ficticios. Cualquier semejanza con la realidad, con personas vivas o muertas, es pura coincidencia.
|