Paisaje con campesinos
Leopoldo Jahn Herrera, Noviembre 2.000
Juan José Carmona era un hombre de costumbres. Luego de la muerte de su esposa, diez años atrás, había convertido su vida en una interminable sucesión de eventos cuidadosamente ordenados unos detrás de otros con la rigurosidad de un protocolo diplomático. Esa fue la única manera con la cual logró llenar los espacios de su vida que María Claudia había dejado vacíos. Por lo menos durante los primeros años. La Cátedra de Metodologías Educativas en la universidad se ocupaba de llenarle el resto. Sus estudiantes lo adoraban, pero debido a la edad ya le costaba seguir dictando sus exigentes cursos y tener que evaluar cien exámenes cada tres meses, además los trabajos de investigación que eran obligatorios para poder aprobar la materia. La única razón por la cual no aceptaba la pensión vitalicia que le correspondía luego de treinta años en la facultad era el miedo que tenía de enfrentarse él solo a las miles de horas vacías que le quedaban por delante.
“Paisaje con campesinos”, era el título de la impresionante obra que estaba colgada en la sala de espera del rectorado de la Universidad Rómulo Gallegos. Debía medir algo así como 2 por 3 metros, y mostraba una extensión de campo verde en la cual la figura de un niño volaba un papagayo morado, mientras que una mujer anciana, presumiblemente su abuela, lo miraba de cerca. Las figuras eran muy pequeñas, casi insignificantes, pero sin embargo los rasgos de sus caras eran lo suficientemente definidos como para advertir que se estaban riendo, estaban felices. ¿Y quien no lo estaría en un paisaje como aquel?. Un viento bastante fuerte golpeaba las copas de unos altos eucaliptos, doblando sus esbeltos tallos, a la vez que desordenaban el cabello de la anciana, que intentaba infructuosamente mantenerlo en su lugar. El fondo del cuadro mostraba una imponente montaña, que a todas luces debía ser El Ávila, flanqueando una Caracas inmaculada en la cual se podía correr y volar un papagayo. Estaba tratando de leer la firma cuando lo interrumpió el Rector.
- No. No es un Cabré, ni tampoco un Golding. Su autor es completamente desconocido, pero sin embargo la obra es muy buena. ¿No te parece?- Le dijo Ignacio Tortolero, su amigo de hace tantos años, como adivinándole el pensamiento – Pasa, tenemos que hablar.
Media hora después, Juan José Carmona salía de la oficina del Rector de la Universidad Rómulo Gallegos, su entrañable amigo, con un cheque en la mano y la garantía de una generosa pensión.
“Ve y haz un viaje, escribe ese libro que tienes en la cabeza desde hace tiempo, retírate al campo, como siempre lo has querido”, le había sugerido Ignacio luego de haberle explicado, de la manera más sutil que se le había ocurrido, que ya no podían contar con él como profesor activo. Pocos días después salió de viaje para Europa, donde visitó España e Inglaterra. Muchos museos y castillos, así como tres comidas al día sentado en un restaurante únicamente acompañado por algún libro de Bioy Casares ó de Vargas Llosa. Una vez que regresó a Caracas, esa ciudad en la que había vivido la totalidad de sus setenta años, sintió como la urbe se le venía encima. Los edificios, las autopistas, las interminables colas de carros y la pobreza. Todos esos accesorios de la ciudad que lo habían acompañado durante tanto tiempo parecían agredirlo cada vez que regresaba a ella. Sin embargo, no se atrevía a abandonarla, nunca había podido. Ni siquiera ahora, en su vejez, cuando podría ir a visitar a su hijo, Antonio, y poder pasar más tiempo con él. El problema era que aquel condenado hijo suyo, en su eterna búsqueda de libertad espiritual, se había ido a vivir a un lejano pueblo merideño, donde subsistía “de la tierra viejo, de donde venimos y adonde vamos”, como le decía, orgulloso, cada vez que se acercaba a un poblado con teléfono para llamarlo.
Mes tras mes acudía a la Universidad a cobrar su cheque, y cada vez que pasaba por el rectorado se detenía a mirar la extraordinaria pintura que adornaba la pared. Se embebía contemplándola, y mientras lo hacía, el mundo a su alrededor parecía disolverse, como si su realidad se convirtiera en la del cuadro. Cada treinta días repetía el ritual, y cada treinta días le parecía estar más cercano a aquel paraje lleno de verde y azul. Casi le parecía sentir el viento, que amortiguaba los rayos de un sol radiante. En más de una oportunidad juró haber sentido por un instante el inconfundible olor de los eucaliptos traspasar el lienzo.
El negro Onofre, el legendario conserje del rectorado, donde había trabajado por más de cuarenta años y para nueve rectores diferentes, compartía con Juan José la admiración por la pintura. De hecho, estaba allí en el mismísimo sitio en el cual se encontraba ahora, cuando él pasó por primera vez el trapeador por los pasillos del rectorado. “Profesor Carmona, es como si la condenada tuviera vida”, le decía de vez en cuando. “A veces pareciera que el niño está a punto de salirse del cuadro con papagayo y todo”. El niño. A veces miraba intensamente a aquel chico de quizás ocho años y trataba de imaginar que era el nieto que Antonio nunca le dio. “No voy a traer a un hijo a este mundo para que viva tan apartado de todo como yo”, le decía Antonio, quien estaba feliz con su monte, sus vacas y su mujer, en un poblado de un solo teléfono.
Durante una de sus idas al rectorado, mientras se tomaba un cafecito, Onofre le dijo algo que no pudo olvidar. “Yo soy un negro ignorante profesor. Pero yo creo que para usted ese cuadro es como el cielo. Todo lo que se ve allí, todo lo que se desprende de él, es puro, es hermoso, como debería ser el cielo. Mi abuela, allá en Barlovento, me decía que el cielo era como uno quería que fuese, que cuando uno moría, iba al sitio en el que más le gustaría estar. ¿Yo?, Mi cielo sería una cabaña de madera al tope de una pequeña colina, con vista directa al mar Caribe, adonde bajaría día a día para pescar mi comida. Un sitio donde rara vez llovería, y una playa donde el único ser vivo además de mí sería una negrita que dejé olvidada hace mucho por allá en mi pueblo”.
El cielo. Juan José hacía tiempo que se había olvidado de la posibilidad de morir, a pesar de su corazón supuestamente débil. Su vida se había convertido en una rutina. Desayuno con galletas María y un café negro sin azúcar. Salida a la calle, donde compraba el periódico y leía únicamente los titulares y los resultados deportivos. Tomaba el metro hasta la estación de Sabana Grande, en donde se sentaba jugar ajedrez con otros viejos como él mientras criticaban al Gobierno y se contaban mutuamente sus enfermedades o se jactaban de sus nietos. Entre ellos Pastor, un español que había manejado un taxi por treinta y cinco años y con al menos veinte hablando de irse para España de nuevo, pero nunca lo había hecho porque si no hubiese tenido que perderse los partidos semanales de fútbol de su nieto, la estrella del equipo Infantil “A” de la Hermandad Gallega. Que envidia le causaba a Juan José. Un nieto. Hacía años que se resignó a no tener ninguno, pero todavía soñaba con uno como el de aquel cuadro, volando su papagayo morado sobre un cielo impecablemente azul.
Fue durante una caminata vespertina por el boulevard de Sabana Grande que Juan José presintió que su corazón estaba por dejar de latir. Lo supo con la misma certeza con la cual las aves emigraban al sur en invierno, o con la cual las tortugas salían de la arena y se dirigían al mar al nacer. Su seguridad era la de aquellos elefantes africanos que emprenden una larga caminata para morir en un sitio que sólo ellos conocen. Eran ya las siete de la noche en un día encapotado de Julio y lo único que le esperaba en su apartamento sería la cena, preparada por la señora Hilda, la inefable mujer de limpieza que le guardaba en el horno, cuidadosamente cubierto con papel de aluminio, su plato de comida nocturno, el cual se sentaría a comer acompañado por el sonido de la televisión y algún programa de concursos de los que daban a aquella hora.
Las primeras gotas de lluvia comenzaron a caer sobre su cabeza y apuró el paso, dirigiéndose hacia la universidad en donde pensaba aguardar a que cayera el aguacero de una vez por todas para poder ir luego a su casa. Se tomaría un café de la máquina que seguramente algún profesor tendría encendida mientras corregía exámenes, y quizás se topara con alguno de sus antiguos alumnos o con el negro Onofre para echar una conversadita ligera. Entró apuradito al pasillo del rectorado, aquella edificación colonial con techo de caña brava y pisos de terracota que le era tan familiar, y no se encontró con nadie. El vigilante, que lo conocía muy bien, le advirtió que la mayoría se había ido temprano esa tarde, y que había todavía un poco de café en la taza de la máquina. Juan José caminó por los conocidos pasillos mientras un frío inusual se apoderaba de su cuerpo, produciéndole escalofríos. Se sirvió un vasito pequeño de café humeante, el cual bebió lo más rápido que el calor se lo permitió, y se detuvo enfrente de la pintura. Aquella fría noche, con ese palo de agua cayendo afuera, el cielo azul del paisaje en el lienzo le parecía aún más azul, y el verde más verde. La sirena de alarma de algún carro se había disparado con el bramido de un estruendoso trueno, y su intenso y desagradable sonido cortaba el ruido de la lluvia al caer. Sintió que las manos se le entumecían y que el pecho se le endurecía de una manera inusual. Miró fijamente el cuadro, intentando sentir el calor de aquel sol, la frescura del viento y el olor de los eucaliptos. Poco a poco, y como había sucedido otras veces, el ruido de la sirena se fue apagando, así como el de las gruesas gotas del chaparrón de afuera. Comenzó a oír unas risas a lo lejos, y un viento cálido le envolvió el cuerpo. No quiso mirar alrededor, pero sentía como una hierba alta, al ser movida por el viento, acariciaba sus piernas produciéndole un leve cosquilleo. El olor mentolado de los eucaliptos se hizo presente, y ya el frío había desaparecido, sustituido por una oleada de cálidos rayos de sol que casi le encandilaban. Parecían ser como las cuatro de la tarde, y al voltear hacia arriba miró un cielo del azul más perfecto que podía imaginarse. Como a cincuenta metros de donde estaba podía ver al niño y a la anciana riéndose mientras trataban de controlar el vuelo de su enorme papagayo, elevado al menos treinta metros sobre el nivel de la tierra. En un instante, el niño, cuyas facciones todavía no podía detallar bien por la distancia, pareció divisarlo, y luego de entregarle el cordel a su abuela, ahuecó las manos en torno a su boca y le gritó desde lejos: ¡Abuelo!.
A la mañana del día siguiente, la actividad en la universidad volvía a su rutina después de una agitada noche en la cual la cantidad de agua que cayó era tal que inundó los pasillos descubiertos del rectorado. Onofre sacó sus implementos de trabajo rezongando por tener que doblarse tanto para haraganear. Su espalda le reclamaba cada brazada que daba para echar el agua empozada hacia afuera. Además, alguien había dejado la máquina de café encendida toda la noche. Luego de una hora de fuerte trabajo, en la cual no había avanzado tanto como hubiese querido, se detuvo unos minutos a descansar, mientras esperaba a que los maltrechos y viejos músculos se recuperaran para poder seguir haciendo su trabajo. Se sentó en el banco de madera antiguo justo al otro lado del pasillo y enfrente del famoso cuadro que tanto admiraba y contempló el familiar paisaje. ¡Quien pudiera disfrutar de un día como ese!. La temporada de lluvias en la Capital duraba ya casi todo el año, y cielos azules como aquel eran raros de ver. A un viejo achacoso como Onofre cuando el viento le pegaba en el cuerpo le aparecían viejos y recurrentes dolores en diferentes sitios. Las articulaciones se le endurecían y las puntadas en sus rodillas le recordaban las miles de horas que había realizado faenas de limpieza en su vida. Seguro que en un sitio como aquel de la pintura, con ese sol radiante, no sentiría malestar alguno. Continuó mirando largo rato el cuadro hasta que le pareció notar algo extraño en él. Se levantó lentamente, como lo hacen los viejos, para acercarse más, dado que su vista no era lo que solía ser. Miró detenidamente la pintura para tratar de descifrar que es lo que había de diferente en ella, pero le costó decidir que era.
No fue sino hasta pasados varios minutos que se dio cuenta de que quizás algún bromista estudiante de arte había pintado en el cuadro, aunque con una calidad sorprendente, la figura de un viejo quien tomando de la mano a la original mujer, reía mientras contemplaba al niño volar su papagayo morado.
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