Adulterio
Me sorprende. La cama aún lleva las huellas cálidas que el otro es su ausencia dejara.
Fijo la mayor naturalidad posible. Se acerca, me mira con resignación, melancolía. Intenta sentarse en la cama, pero no lo hace. Creo que adivina; la expresión de su rostro no es la misma.
Desde mi posición lo veo ponerse ligero de ropas, da algunas vueltas por la habitación antes de acomodarse en el butacón.
-¿Qué te dijo el médico?- le pregunto
-Nada. Esto no tiene remedio. –me responde.
Me mira directamente a la cara. Ya no soy capaz de sostenerle la mirada. Le pido que se acueste, que todo tiene solución, menos la muerte y me pregunto si no estará pensando en ella. Me responde que lo mejor que hace es irse para casa de su vieja ante que un día me encuentre...
No lo dejo terminar. Me recuerde la conciencia de sólo pensar que sospeche de mí.
Se disculpa. No tiene todavía fundamentos para tales sospechas, pero insiste, que hay que ser materialista, que toda mujer necesita...
Lo vuelvo a interrumpir. Esta vez fingiendo indignación ¿qué puedo hacer? Me vuelvo a mirar en su mirada que me pregunta si verdaderamente soy lo que quiero aparentar: una esposa fiel.
Recoge sus cosas, las echa en un maletín. Me faltan fuerzas para retenerlo. Se va.
Hace dos días que se fue, pero no estoy sola. Me abrigo en la virilidad de otro hombre, pero no dejo de experimentar cierto remordimiento al pensar que ni marido tiene la certeza de que necesita amor físico, más cuando se trata de un hombre con el que estoy espiritualmente divorciada.
Vuelve a sorprenderme, pero esta vez la cama no está vacía. Siento una sensación extraña al verlo frente a mí, en brazos del otro que palidece ante la imponente figura de un marido impotente.
La escena se hace eterna. Rompo a llorar. Dios ¡que me trague la tierra!
- No llores- me dice. Estoy seguro, -no le queda más recurso que la ironía- que hasta ayer me eras fiel.
Paris, 23.XIII.76
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