El precio
Hacía menos de un año que Adrián había vivido dedicado a cuidar su pareja entre la esperanza y la resignación. Ahora espera, condenado a muerte, en la penitenciaría de San Quintín el momento de la ejecución.
La luz impura del foco eléctrico, ubicado en el pasillo, apenas ilumina el centro de la mazmorra y dilata las sombras de los rincones. Adrián columpia en un trozo de periódico, donde él es noticia, el cigarrillo que le fue concedido como última voluntad. Sus facciones dibujan una mueca estúpida imbricada con una sonrisa. La ejecución está programada a las ocho de la noche y el sentenciado balancea su reacción como al cigarro.
En el pabellón de condenados a muerte hay diez reos. Todos, excepto él, habían matado al ardor de la pelea. Están convencidos que esa cualidad les autorizaba a menospreciar al que mata cobarde y alevosamente. La homosexualidad de Adrián es otro ingrediente que lo estigmatiza. No perdían oportunidad para humillarlo y, si las condiciones se hubieran dado, no habrían dudado en asesinarle con sus propias manos.
En la celda de enfrente, al otro lado del corredor, Tai Tran, un vietnamita grueso y escandaloso, que en venganza había apuñalado al amante de su esposa le grita para exigir el valor que a muchos les faltó en la hora final.
–¡No seas cobarde al enfrentar tu muerte! Hay que morir con dignidad. ¡Por lo menos al morir intenta ser hombre!
El insulto de Tai, seguido por una carcajada estridente, es un aguijón que infunde valor y le hace enderezar la espalda encorvada.
Los cerrojos de la reja principal se accionan automáticamente, el sonido metálico que producen, esta vez, es premonitorio de muerte. Por todas las maniobras de los celadores, los sentenciados saben que las veinte horas están cerca y es el momento en que Adrián irá a la cámara de inyección letal.
Dos guardias y un capellán, éste último porta en ambas manos una biblia abierta, entran y se dirigen directo a la celda de Adrián. Uno de los guardias anuncia, “llegó tu hora prisionero”. Adrián se levanta y sale al pasillo. Antes de iniciar su paso hacia la muerte arroja el cigarro a Tai. El preso le grita desagradecido, “podrías haberlo fumado, no creo que se te hubiera hecho vicio”, y vuelve a reír con burla.
Adrián quiere responder algo pero no sabe qué. Mientras camina por el corredor de la muerte gira la cabeza de un lado a otro, ninguno de los sentenciados se muestra para despedirlo o alentarlo como había ocurrido con otros ejecutados. Él es diferente, había matado a un indefenso y por ello lo desprecian. La falta de solidaridad doblega su temple, las piernas se aflojan y el capellán le auxilia para que no caiga. La penumbra encubre su debilidad.
Llegan a la cámara de ejecuciones. El recinto está abarrotado. La ejecución es noticia. Empleados de la cárcel, periodistas y curiosos conforman el grupo. Adrián los observa y los gestos de indiferencia de algunos y de reprobación de otros lo aturden. Teme derrumbarse en el último momento. No hay espacio para el arrepentimiento. El miedo a la muerte copa todo su ser.
Lo conducen a la camilla, lo atán. Transcurren algunos minutos mientras encuentran una vena para aplicar la inyección. El tiempo se alarga en perjuicio de Adrián, hubiera preferido un procedimiento más rápido. Levanta la vista y se cruza con la mirada de una mujer. Es la madre. Súbitamente todo es brumoso e irreal. ¿Por qué lo van a ejecutar? ¿Cuál es su crimen?
Suda copiosamente.
Le llega el recuerdo cuando Otón ya había perdido toda capacidad motriz a causa del Síndrome de Guillain-Barré. Los sonidos guturales de Otón lo despertaron aquella noche decisiva, se levantó de la cama y se acercó a la de Otón que con la mirada imploraba piedad. Se inclina para besar su rostro y le susurra. “Te amo tanto que no puedo negarte nada”.
Su último pensamiento, que coincide cuando oprimen el interruptor de descarga de líquidos mortales, es el instante en que desactiva el respirador artificial de Otón.
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