Descerebrada se enamoró una vez y aún recuerda la torpeza infinita que se instaló en sus miembros en aquel tiempo. Las cosas caían de sus manos, se tropezaba con las puertas y reía intempestivamente en momentos inoportunos.
Fue un enamoramiento de esos imposibles que, por imposibles, tienen todo el sabor del chocolate robado a la abuelita o la leche condensada a escondidas detrás de la puerta de la cocina.
Aún así, él no pasó a formar parte de su lista de amantes. Tal vez, porque algo tan bueno en fantasía no puede llegar a cumplir las expectativas en la realidad.
Mucha fue su sorpresa cuando al entrar a internet para comunicarse con su supuesta cita, dio con él en un perfil de búsqueda amorosa.
Se levantó de la silla por reflejo e intentó dominar sus nervios. Comenzó a golpear las puntas de sus índices entre sí, rítmicamente, como suele hacer cuando no encuentra un argumento decisivo para avanzar o salir corriendo.
Se sentó de vuelta, cerró los ojos y trató de recordar detalles. Era más joven entonces y todavía podía oler ¿A qué olía él? Le causó gracia notar que él olía poco, que no tenía una piel de avellana, ni de almendra, que era más bien un olor de mañana, como salir al jardín justo después de amanecida y oler el aire fresco y una pizca de pasto húmedo y otra de agua y una nota aún más insignificante de tierra mojada.

Apagó el computador y decidió que ese fin de semana se iría a la playa, a caminar por la arena, descalza.