Murmuró palabras tiernas en su oído mientras los dos yacían desnudos en la cama. Ella lo observaba con aquella típica (estúpida) expresión en la mirada. Acarició su pecho con ternura una vez más. Él sonrió. Seguramente ya estaba pensando en otra.
Escuchó divertido como aquella mujer pronunciaba sensualmente el nombre que se había inventado.
Se sentía viril mientras recordaba el orgasmo de su amante.
Era un hombre de suerte. Llevaba una existencia rutinaria, pero intensa. Se veía agradable y, si se esforzaba, hasta podía resultar atractivo; pero en verdad no tenía nada de especial.

Sin embargo para ella era maravilloso, y yo me harté enseguida de ver cómo lo idealizaba.
Quería convertir lo imposible en realidad. Aquel deseo era inconcebible, se lo advertí desde un principio. La eterna lucha entre su optimismo y mi sentido común.
Yo he sido siempre práctica y desconfiada. Ella, pletórica de sueños.
Para mí, aquello no tenía sentido, no valía la pena. Para ella era imprescindible arriesgarse por lo que le importaba. Nunca logramos comprendernos.

Y así nos fue. Condenadas a odiarnos, éramos incapaces de ver las carencias de la otra. No pudimos aceptar que todos nuestros enfrentamientos eran inútiles.

Hoy sabemos que gane quien gane, la victoria siempre se convierte en fracaso.