Ridículo en sus límites, sin manías vírgenes,
creó primero un final triste para la pasión.
El argumento era viejo, y el muy joven, todavía.
Sonaba a agravio contra una verdadera mujer.
De buen corazón, se propuso una creación,
algo especial, que retumbara en la ciudad.
Dos enamorados en un laberinto o algo así.
Algunas veces, lo pensaba perfecto, otras,
un extraño castigo marchito por el miedo.
Entonces, aburrido de sí mismo, y sin nada
coherente que decir, se tronaba los dedos
y paseaba en bicicleta sobre la luna llena.
Le calzaba zapatos de tacón a las gaviotas
y sentía que, con una canción de té con leche
le llegaba la inspiración a su existencia.
Su simpleza, era un telegrama de cuarzo
que le repartían en el minuto treinta y uno,
tenía su corazón en luminosas sombras
y en los bolsillos, razones para seguir siendo
un novato de plástico temblando sueños.
Ni bello ni sublime se regenera en líquenes
con los que va cubriendo la tibieza de su piel. |