PASAJES DE INFANCIA (Novela) - Capítulo VIII
Adiós al albergue
En Cuaresma los días son de soles y de brisas: el patio amarillo y silencioso, la monotonía de horas de clases, la algarabía de niños en el recreo, la acostumbrada serie “Fantasmagórico” o “ Ciudad Gótica" de Batman, las aburridas horas de siestas después del almuerzo; y como siempre, a cualquier hora del día, los ladridos insistentes de Guardián, que anunciaban la llegada de alguien frente al portón del albergue.
Habían pasado ya meses y aún no me había podido recuperar de la herida causada por el alambre de púas en el tobillo del pie izquierdo; y tampoco me había podido librar de las horribles pesadillas nocturnas, que me agobiaban cada noche.
Aquella mañana de domingo, Andrés, yo y otros niños nos paseábamos tranquilamente por los alrededores del campo yermo, donde solíamos jugar en las horas libres. Íbamos rozando y acariciando levemente las gramillas y florecillas silvestres que, humedecidas aún por el rocío nocturno, crecían y se esparcían libremente por todo el rededor del campo de juego. A un lado, las alambradas que dividían la casa del señor Mamparo, como le decíamos los niños al señor de las vacas; al otro, las altas palmas, que movían presurosas sus pencas, trayendo suspiros y alientos desde lejos. A la distancia, manchas verdes y azules que traían el recuerdo de un lugar lejano o del lugar donde nacimos.
Poco después de contemplar el paisaje y entretenernos un poco merodeando el lugar semi desolado del campo de recreo, fuimos a descansar bajo la mata de guama. Allí, por igual, la mañana transcurría en la misma monotonía de siempre, acompañada tan sólo por el taciturno silencio del patio de hojas mustias y amarillentas. Algunos de los niños permanecíamos sentados sobre las piedras que rodeaban o circulan la mata de guama; otros, sobre las gruesas raíces que sobresalían del tronco del árbol. Algunos pájaros llegaban y chillaban sin cesar, disfrutando del festín sobre las ramas más altas, y nosotros los niños los contemplábamos, desenvainando también para extraer el codiciado fruto.
Hacia nosotros llegaba el murmullo suave de la brisa, que se revuelve juguetona entre las pencas de palmas vecinas. Allí permanecimos largo rato, en la quietud del patio silencioso, en la morriña que golpeaba nuestros recuerdos, medio cabizbajos, tomando una que otra rama cargada del fruto anhelado de aquel árbol prodigioso y admirado que fue testigo de nuestros días bajo la dura infancia pasada en el albergue infantil. Así estábamos, un poco alelados por la monotonía, cuando de pronto se acercaba hacia nosotros una figura de blanco, con manto y vestido largo. Es la silueta de la hermana novicia, Sor Evangelista. Yo estaba sentado en una piedra lisa y grande, junto al tronco del árbol, con una pulpa de guama entre las manos. Mi corazón empezó a latir muy de prisa, tuve el presentimiento y la sensación de que algo nuevo iba a pasar, de que algo iba a cambiar en la rutina del albergue, así que me sentí algo asustado al ver a la hermana vestida blanco con su inacostumbrada visita al patio. A pesar de todo exhalé un poco profundo, me contuve, porque al fin y al cabo se trataba de la sana y humilde monjita. La veía siempre deslizarse suave y silenciosa por los pasillos, con voz dulce, tarareando a veces una linda y acostumbrada canción de las que cantaban las que cantaban en el convento, y de las cuales escuche alguna vez aquellas hermosas melodías en coro que parecía voces de sirena o de auténticos ángeles bajados del cielo del cielo.
Apenas habían pasado unos segundos donde había transcurrido una eternidad, como en los sueños, mientras disfrutaba del plácido momento que me hizo olvidar de pronto la inesperada llegada. Casi sin darme cuenta la hermana me tomaba de la mano y me conducía por un pasillo. Al llegar a la salita de espera, sorpresivamente noté que alguien me esperaba, se trataba de una de mis tías, y cuán alegre me sentí al verla, más aún porque no pude notar en ella, en su mirada, ninguna preocupación. Me miraba plácida y contenta, con el cariño de siempre, luego me abrazaba, sintiendo que me decía algo muy quedo y que apenas podía escuchar, lo decía muy bajo quizás por no impresionarme: “Hoy vamos para el campo. – le escuché que decía - Ahorita mismo hablé con la hermana Sor Evangelista, y posiblemente podremos ir a casa”.
Pero yo no entendía bien sus palabras, quizás se refería a que debía irme a casa, y que después, en unos días más, regresaría de nuevo al albergue. Entonces escuché que me decía nueva vez: “Ahora sólo debemos hablar con la Madre Principal del Albergue, luego iremos al Noviciado donde tía Sor Gertrudis, hablaremos con ella para escuchar si está de acuerdo en que vayamos definitivamente a casa para quedarnos, quizás podremos hacerlo todo hoy.
Fue mi tía Sor Gertrudis, por razones de protección y cuidado, quien decidió que me trajeran a vivir al albergue, motivos que no alcanzaba a comprender por las circunstancias de mi niñez. Pero como todos saben, me martirizaba la idea de tener que regresar al albergue, refugio que por razones obvias hacían cada vez más dura y difícil mi infancia, y lo peor de todo, sin que casi nadie llegara a comprender.
Al rato llegamos al Noviciado donde mi tía Sor Gertrudis. Yo estaba sentado muy serio sentado en un sillón, y notaba como mi tía Elida hablaba quedamente con ella sobre la decisión o no de retornar al albergue. - Hemos hablado con la Directora del Albergue, y solo esperamos que tomes la decisión, sólo debemos llamar allá e informar - le decía mi tía Elida.
Yo estaba atento a cada palabra, por un lado contento de saber que existía la posibilidad de poder ir a casa, pero por otro, el temor o sobresalto de tener que regresar. Ellas me miraron fijamente, y en efecto, sin rodeos, me dijeron las palabras que yo no quería escuchar:
“ Te llevaremos un tiempo a casa a pasar unos días, pero después debemos regresar, es lo mejor para ti". En ese momento no pude pensar bien, el temor me agobiaba nueva vez y de pronto empecé a sentir todo el peso del mundo sobre mí, aquellas palabras me herían profundamente, porque regresar otra vez al albergue era como volver a un lugar imaginario que nunca deseaba.
En aquel momento tenía que hacer algo, a pesar de sentirme conturbado. El llanto ahogaba mis ojos y toda mi alma, mi cuerpo temblaba con desesperación y ellas me miraban sorprendidas y un poco angustiadas. Mi rostro expresaba una mezcla de dolor y tristeza. Así que mi tía Sor Gertrudis, con cierta incertidumbre y tratando esta vez de hacerme comprender, y me dijo: “¿Pero, ¿por qué estas así? Todos allá te quieren, las monjitas, tus amigos.”
A pesar toda mi tristeza, pense que aquel era el momento para decir algo, y traté de responder con estas palabras:
“Pero mi familia también me quiere”, alcancé a decir casi llorando.
Y con estas palabras increíblemente sinceras pude convencer a mis tías, que alcanzaron a comprenderme, por lo que decidimos volver de nuevo a casa para mi total felicidad.
Ya todo parecía normal mientras me desplazaba a casa y miraba por la ventanilla. No supe cuando llegué a la parada de autos porque iba demasiado contento, y así me decía para siempre "adiós al albergue".
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