La “Tócame un Tango” curioso apelativo de mi abuela Mema a todo aquel o aquella que presentara una cierta tendencia a la locura, no la insana, sino la descocada, esa que le pone los pelos de punta a tanto pelafustán que presume de ser centrado y sabelotodo. Hoy y ayer, ayer, tanto como hoy. Pues bien, la Edelmira, Mirita para los más cercanos, caía de lleno dentro de esa categoría, dadas sus grandes dotes vocales, que la catapultaron a la primera fila de cualquier coro que entonara cualquier cosa. Allí, como era bien dotada y nadita de fea, provocaba comezón en los contenidos varones de los años cincuenta y la urticaria instantánea de las mujeres, letal pandemia que involucraba una buena porción de pudor y un noventa y nueve por ciento de fiera envidia.
La Mirita tenía un pasado bastante escabroso y ese historial colocaba en alerta a las atemorizadas féminas y les abría el apetito a sus esposos, quienes, en ausencia de sus cónyuges, la saludaban con reverencias, conformándose con el sensual batido de pestañas de la doña y una repasada a sus bien formadas nalgas, de las cuales nacían dos formidables piernas.
Se dice que la mujer había estado casada con un turco, el que haciendo alarde de un machismo enfermizo, la obligaba a atender su boliche, dedicarse a las tareas hogareñas y a menudo, ser sirvienta de las continuas fiestas que organizaba el hombre, incluyendo a la nutrida colonia invitada, más alguna que otra amante disimulada. Está demás comentar que la mujer no tenía derecho alguno a participar en estos ágapes.
Por todo lo expuesto, se puede inferir que la rebelión de la Mirita se produjo de manera similar al furibundo estallido de un volcán que se consideraba extinto, siendo sus consecuencias nefastas y radicales. Según una señora, que considerando su ascendiente sobre las demás, sumado a que vivía en las cercanías de la mujer, ésta, hastiada hasta las masas del abuso de su esposo, lo dejó en ridículo en una de sus tantas fiestas, se desnudó, bebió y se acostó con un guapo mozuelo, antes de partir con sus pocos bártulos con rumbo indeterminado. Esta versión, se contraponía con la de otras señoras, que juraban que la mujer nunca estuvo casada con un turco, sino con un carnicero italiano que estuvo a punto de atravesarla con un estilete el día en que la sorprendió besándose con un cliente. Sea como fuere, la legendaria Mirita, la “Tócame un Tango” según mi abuela, se fue a vivir en una casita del pasaje y desde el primer día demostró que era algo alocada, desinhibida y parlanchina como ninguna otra.
Sé de muy buena fuente que mi abuelo, pícaro el hombre, salía todas las tardes de casa, con el pretexto de acudir al centro de pensionados, una simple excusa para visitar a las numerosas amiguitas que tenía el caballero. Pues bien, una de ellas fue la Mirita, hecho que se supo varios meses más tarde de boca de una vecina que los sorprendió in fraganti ingresando al entonces moderno cine Metro. El escándalo que le hizo mi abuela fue descomunal, ya que, enfurecida, estuvo a punto de irse a vivir con una tía, lo que sólo fue evitado mediante un sufrido acuerdo que consistía en que cada vez que mi abuelo saliera, debería llevarme a mí. Esto evitaría cualquier descarrilamiento del viejo, so pena que yo lo delatara. Cumplió bien la promesa o por lo menos disimuló bastante bien, puesto que yo, a mis imberbes cinco años, fui sobornado con sendos sándwiches y unos cuantos caramelos, además de un alza significativa de mi renta mensual. Está claro que entre hombres podemos entendernos lo más bien.
Esto no fue obstáculo para que la Mirita continuara con sus escandalosos lances amorosos, ya que luego fue el viejo Pulgar, un octogenario señor que se las daba de galán, pero cuyos pasos se entorpecían cada día más a causa de una creciente artrosis. Pese a todo lo complicado que pudo haber sido esto, el romance duró más que ninguno otro y sólo acabó cuando al señor se lo llevaron con los pies por delante al cementerio General. Entonces, la Mirita buscó consuelo con don Fernando, pero también hubo escandalera, ya que la esposa lo supo todo y salio a la calle en enaguas para mechonear a la “mujerzuela” que estaba inmiscuyéndose en su matrimonio. Todos supieron de esta indecente disputa, lo que acabó con la Mirita, o la “Tócame un Tango”, en el hospital, llena de magulladuras y con don Fernando castigado de por vida “ya que una indecente malea a un hombre y lo transforma en un estropajo” según palabras de la histérica castigadora.
Años más tarde, la Mirita fue vista de nuevo por el barrio, pero ya no era la misma. Ahora lucía gorda y acabada, con el cabello ceniciento y su sonrisa marchita. Con todo, el sólo recuerdo de sus andanzas le confería un merecido prestigio y siendo la que era, aún provocaba escozor en las mujeres. Ya nada había que temer, sin embargo, porque la mujer padecía de un mal incurable que se la llevó a la tumba en muy poco tiempo. Nadie acudió a su funeral, ni siquiera algún amante agradecido. Fue el escuálido pago para una mujer que se emancipó después de una existencia desafortunada, hecho que no figurará en ninguna reseña feminista como sería de justicia…
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