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CERQUITA AL CIELO

LA PARTIDA
Casi no había dormido esa noche, la tensión por no perder el tren me había tenido en ascuas. Sin embargo fue fácil levantarme a buena hora, sin ningún apuro y estar listo a tiempo para partir al corto viaje de cinco días.
Empezaba a clarear la nueva mañana cuando caminaba ya por el centro de la ciudad. Había desayunado ligeramente y decidí comer algo antes de abordar el transporte en dirección a la carretera central.
Nadie debería saber que viajaríamos juntos al centro del país. Los tiempos no estaban para anunciar nuestra naciente relación que no sería comprendida a poco más de tres años de mi separación matrimonial. Eran otros tiempos.
A ella la llevaría su padre hasta la estación del tren de Desamparados, en el centro de Lima. Para evitar un inesperado encuentro, yo abordaría el mismo tren en su camino hacia el centro del país, en Chosica. El tren partía de Lima a las 07:30, por tanto debería estar en esa localidad alrededor de las 08:00 de la mañana.
En aquellos tiempos en que no había teléfonos celulares en uso, no había forma de saber si había abordado el tren al momento de la partida y en esa incertidumbre me corroía la impaciencia, partiendo desde mí estomago hasta esa áspera sensación de sequedad en la boca.
Los minutos se hacían eternos y cualquier sonido, remotamente parecido al de un tren, hacía que el corazón se me largara a cabalgar desenfrenadamente.
Cuando al fin, precedido del consabido creciente traqueteo llegó el tren, y en medio de su progresivo detenerse en el andén un barullo de voces me distraía en el afán de percibir en que vagón llegaba.
No reconocía las voces y menos lo que vociferaban, tampoco los tres rostros que asomaban por una de las ventanas y que aparentemente buscaban a alguien, sin saber quien, para dirigir sus voces de aviso.
Tal vez porque en los demás vagones reinaba la calma, subí a ese vagón, y ahí estaba ella. Al final, no me extrañaba que siendo una persona tan extrovertida y con esa gran facilidad de entablar amistad, ya tenía de “cómplices” a dos hermanas y una prima que viajaban también a nuestro destino, la ciudad de Huancayo, en la sierra central peruana.
Continuaron el viaje ellas cuatro ocupando dos asientos frente a otros dos asientos, a ambos lados de la mesa, tocándome tomar un lugar al otro lado del pasillo, compartiendo un asiento doble con una joven señora, muy amena en su conversar, y aficionada como yo a la resolución de crucigramas; una pareja de esposos de alguna avanzada edad, completaban el cuarteto.
Entre resolución de palabra y palabra, sin dejar de observar extasiado el pictórico paisaje, a pesar de las seis o siete veces ya visto anteriormente, a ratos me quedaba contemplándola, al otro lado del pasadizo, rememorando como la había conocido.

LA VISIÓN
La vi por primera vez, una mañana, temprano. Iba por la vereda del frente: Yo volvía de comprar un diario, ella corría hacía su colegio. Vestía su Uniforme Escolar Único color plomo, impuesto por un pasado gobierno militar; pero de un plomo un tono más claro que el oficial, mas no fue por eso que llamó mi atención: fue su larga y lacia cabellera, que atada a la nuca en una “cola de caballo”, bamboleándose a su paso, pugnaba por avanzar más abajo de su cintura. Me había quedado parado al filo de la acera mirándola de lejos alejarse más y más, concentrado en recordar su delgada figura y una adivinada tímida sonrisa.
Ella no me vio ni esa ni las otras mañanas que volví a pasar por ahí, regresando de comprar el diario.
Antes de salir hacia la universidad, acostumbraba caminar unas cuadras, en dirección al mar, hasta un puesto de venta de revistas y periódicos a tres cuadras del malecón, hasta donde luego, generalmente, me llegaba para mirar, allá abajo, el Pacifico regando con sus tranquilas aguas nuestras costas. Volvía a casa leyendo, esperando encontrarla en el camino, las noticias del día.

Una tarde que no tenía mucho o nada que hacer, estando parado a la puerta de mi casa, me saludó desde la vecina iglesia un ex condiscípulo que aún continuaba en el seminario menor; se acercó a mi puerta, estuvimos charlando un rato y luego me invitó a integrarme a la organización de un movimiento juvenil parroquial que se estaba formando. Por consideración a su amical acción pastoral, y más por curiosidad que por intención de formar parte de esa organización, acepté concurrir a la convocatoria.
Ese día, a pesar de encontrar a algunos amigos, además de otros conocidos, las perspectivas de quedarme no eran mayores hasta que la vi llegar, acompañada de una de sus hermanas. También había aceptado integrar el naciente Movimiento Juvenil; Coincidentemente, mi ex condiscípulo era su profesor de Religión en su colegio secundario.
Desde que ella ingresó al Salón de Actos no sentí a nadie más alrededor, sólo tenía ojos para ella. No puedo asegurar de que trató la reunión ni que se propuso ni que aceptamos, sólo estaba concentrado en garabatear una hoja de papel con un dibujo de su rostro; nunca fui buen dibujante, pero alguna ayuda suprema debió llegar a mi que me permitió plasmar en algunas líneas sus agradables facciones… también porque algo me decía muy dentro de mi que hablándole no captaría su atención, en cambio, al final de la reunión fue ella quien estaba interesada en ver lo que había dibujado.
Absorto en sus pobladas cejas, su clara tez y su viva mirada, escuchaba sus palabras, lejanas, lentas, ausentes, como detenidas por tiempo. Arrastrando la R en una especie de acento francés, no la escuchaba, sólo la oía queriendo grabar el momento.
Con el tiempo nos fuimos conociendo, en las reuniones, en las charlas en el patio parroquial después de la Misa Dominical de la Juventud, o en la puerta de su casa y sobretodo por las cartas que nos escribíamos casi diariamente, no obstante haber sólo 288 pasos y medio desde la puerta de mi casa a la suya.
Nuestro correo era la Pato, su mejor amiga, y compañera de aula en el colegio, transformada en fiel testigo y confidente de mis sinsabores y alegrías reprimidas, porque el amor que nació, nació disfrazado de amistad.


EL VIAJE
Me sentí volver al tren al detener éste su marcha en San Bartolomé, lugar muy conocido por estar ahí localizada la tornamesa, sistema rotatorio sobre la cual se cambian el sentido de la dirección de la locomotora para emprender la más directa y empinada, distraída y hermosa, subida en zig-zag a nuestros andes sin dejar el valle del río Rímac.
El traqueteo del tren al moverse sobre el ferrocarril iba desgajando paisajes inmensamente coloridos que iban como derritiéndose en los abismos cada vez más profundos. Muy pronto se empezaron a ver las cumbres nevadas y a la vista las ventanas se presentaban como bellos cuadros de pinturas colgadas en las paredes del vagón, en las que no faltaba una vicuña o una llama quietas, altivas, como posando para la foto. Tampoco faltaban los carneros ni algunas acémilas, mientras en las alturas se divisaba el majestuoso vuelo de un cóndor interrumpiendo el diáfano claro azul de nuestro cielo serrano.

Como al medio día, es justo decirlo, una mitad del pasaje íbamos divertido gozando de las alturas y la otra mitad las sufría, abrumados en sus asientos, haciendo equilibrio con su respiración para no caer en brazos de Morfeo y consecuentemente en los del soroche. Mientras algunos pedían oxigeno, o algún pedazo de algodón mojado en alcohol para respirar mejor, otros pedíamos la lista de los platos ofertados para el almuerzo. Antes de saborear mi pedido, un suculento Lomo Saltado, la miré: no había pedido nada y movía su cabeza como diciéndome: “no perdonas tu lomo saltado… ¿no?”

Empezada la tarde después de pasar Ticlio, a 4758 metros sobre el nivel del mar, llegábamos al tramo más alto de la vía, atravesando el túnel Galeras a 4782 metros, pasando a la vertiente oriental y con ello también a la estación Galeras donde se hace otro intercambio de vías, iniciando el descenso hacia el valle del río Mantaro.
El viaje se desarrolló normalmente; normalmente en lo que se espera de un viaje de casi 12 horas y de monótono andar ferroviario para recorrer los pocos más o menos 300 kilómetros, pero en contraste muy ameno y encantador por la multitud de paisajes que a lo largo del camino disfrutamos todo el día, cubriendo más de una veintena de estaciones, atravesando 58 puentes y 69 túneles, y superando al menos 6 tramos en zig-zag. Después de pasar La Oroya a 3726 metros y Jauja, a 3552 metros, pasadas las 5 y 30 p.m. llegamos a Huancayo.

Ella se despidió de sus nuevas amigas, acordando encontrarnos temprano al día siguiente para desayunar y tal vez hacer algunas visitas en grupo. El clima era frío, pero aún resistible con el muriente calor de la tarde.
Para guarecer nuestra primera noche juntos, tomamos una habitación en un Hotel central


Diferente fue la segunda vez que hicimos ese mismo recorrido, haciéndolo en un tren nocturno, en viaje de negocios.
Eran todavía épocas de terrorismo cruelmente reinante en algunas zonas del país y para ingresar a la estación central había que formar una larga fila. – ¡Tenemos pasajes para el miércoles 12! -me dijo y ese miércoles estábamos con el equipaje a cuestas formando parte de esa fila. Pasamos el “estricto” control y las revisiones del caso sin mayor problema y nos instalamos cómodamente en nuestros asientos… hasta que llegaron otras dos personas que tenían nuestros mismos números de asientos. Después de idas y venidas y mucho desconciertos, llegamos hasta la oficina de la administración (suponíamos y protestábamos que había habido doble venta). En salomónica solución el administrador nos designó nuevos asientos.
Partimos de Desamparados a las 07:00 p.m. Después de hacer el gélido viaje, prácticamente en una refrigeradora rodante, llegamos a Huancayo cerca de las 05:00 a.m. Al descender del tren y no encontrar al empresario que nos iría a recibir, tuvimos que cobijarnos en el gran salón de la estación integrándonos, sin más remedio, al concierto de castañueleo de dientes que reinaba en el ambiente ocasionado por los no se cuantos bajo menos cero grados de esa época del año y de esa hora. Todos los allí acurrucados, que se me figuraban como carámbanos, éramos un sólido grupo de puños cerrados y de cuerpos cubiertos con toda laya de abrigo encontrado a disposición.
Mientras esperábamos fueran por nosotros, mirando y remirando el boleto descubrí, con un pequeño temblor, que nuestros boletos eran del 12, sí, pero el 12 había sido el día anterior, martes.


AGUA FRIA – AGUA CALIENTE
Lo primordial en un hotel en ciudades sobre los tres mil metros, es contar con agua caliente y aunque no es necesario ni mencionarlo, siempre uno termina pidiendo -“una habitación con agua caliente, por favor”-
Ella se me adelantó y entró primero a la ducha y cuando pegó un desgarrador grito, pensé de inmediato que se había quemado. Corrí a verla y estaba tiritando acurrucada en una esquina de la ducha.
-¡Brrrrrrr! ¡Está helada el agua! –comentó pálidamente.
Baje y subí con el administrador que insistía que si había agua caliente. Giro la llave de agua caliente y yo la sentía fría. Giro la de agua fría y entonces comprobé que la primera si dispensaba agua “caliente”.
Al día siguiente y en los siguientes, concurrimos a un Servicio Público de Duchas, en donde encontrábamos el agua casi deliciosamente hirviendo y a la que no queríamos dejar después de más una hora de mágicos masajes acuáticos, del que salíamos casi-casi como pollos cocidos.


CAMINADO TIERRA HUANCA
Las mañanas siempre frías, heladas, eran demasiado reto para nuestras ropas de invierno costeño que apenas nos protegían medianamente. Desde media mañana hasta media tarde el calor era soportable y esperanzador… caminado por las veredas con sol, que a la sombra era volver inmediatamente al gélido clima de invierno.
La primera mañana nos servimos un delicioso simple desayuno: café con leche fresca de vaca y pan con tejadotas de queso fresco de cabra. (Me provocó el recuerdo… veré que encuentro en la cocina)
Salimos del pequeño restaurante y nos encaminamos al encuentro con las dos hermanas y la prima. Preguntando y repreguntando llegamos a la iglesia a donde habían llegado. El motivo del viaje de las tres era un seminario o algún otro tipo de encuentro religioso, no católico.
Compartimos la visita al convento de Ocopa, al Criadero de truchas de Ingenio, en donde ante la mirada incrédula de los demás, yo pedí un “Churrasco a lo pobre” por favor, que las pobres truchas no tenían porque pagar el “pato” para saciar mi hambre. (Habiendo otras carnes, prefiero dejar a los peces en sus aguas).

Los demás días, las amigas siguieron su programación y nosotros hicimos nuestras visitas en nuestro pleno libre albedrío. Estuvimos recorriendo sin rumbo y sin metas por el sólo hecho de vivir el momento y el lugar, así estábamos comiendo unas deliciosas empanadas en Concepción, como haciendo una visita rápida a Jauja, o prácticamente metidos en los archivos parroquiales de la iglesia de Chupaca, como unica posibilidad de, por ese medio, lograr encontrar a una amiga, antigua empleada del taller que trabajábamos.
También nos perdimos alguna noche en el Cerrito de La Libertad, que aún no contaba con las atractivas novedades de hoy en día, disfrutando de románticas melodías, envueltos en las tinieblas que lograban ocultarse de las luces de colores en alguna discoteca de la época.

LA VUELTA
En la quinta mañana, estuvimos a primera hora en la estación del tren, cargados de hermosos momentos compartidos en esos días de disfrute de libertad y apetecible mutua compañía.
No volvimos a ver a las amigas en ese viaje. Ella si logró re-contactarse con ellas y se vieron más de un par de veces, ya en Lima.
Las doce horas de bajada en ese largo tren, fueron un reforzamiento de la admiración y disfrute de contemplar a cuatro ojos tanta belleza natural del país. Más palpable se hacía el concepto que país viene de paisaje, pero país sin límites ni fronteras, con la única excepción de la división Cielo/Tierra.
Llegamos a la húmeda, descolorida y triste Lima, con su gente siempre individual sin contemplación al medio que lo rodea. Que distinta se veía comparada con los frescos recuerdos de nuestra bella y hermosa serranía.
El reloj de la estación marcaba casi las seis de la tarde de ese lunes, comienzo de una semana, testigo del comienzo de una vida diferente para los dos.
Caminamos hasta la Av. Abancay, ella abordaría un bus hacía Barranco, yo caminaría hasta mi vivienda.
Un beso, una mirada:
-¡Chau Peky!
-¡Chau Cari!

Texto agregado el 11-03-2013, y leído por 135 visitantes. (0 votos)


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