Es curioso como recuerda uno algunas cosas y otras las olvida.

Recuerdo aquella mesa del rincón que elegiste al fondo de la sala. Jugamos a esquivarnos amurallándonos con el azucarero, la vela y las cartas. Antes del primer sorbo nos torturamos con sonrisas mudas, mientras esperábamos el chillido de la tetera. Me ganaste el primer asalto derrumbando mis medias verdades mal atrincheradas. Protesté rotundo enseñando las encías con indolencia ensayada. Luego batiste tus ojos en retirada para volver al momento con recuerdos por la retaguardia. Armado con el valor del que sabe que no pierde nada, me acoracé tras la cuchara con reliquias de pequeños triunfos desplegados en abanicos de tela perforada. Tuvo que ser claro el farol, ya que abriste tu pétrea coraza y desnudando los labios entreabiertos me silenciaste con los racimos de tus manos, tornando la pobre moneda de mi cara y sacando la cruz que mi mueca enmascaraba. Perdí mis armas en la niebla de tus palmas, y sepulté mi orgullo, y rendí mi tierra, y entregué mi trono y lo poco que me restaba.