Rojo y negro
El calor y la humedad no me dejan dormir por las noches, la camiseta que uso se me impregna a la piel y constantemente tengo que despegarla a tirones. La noche es el momento que más temo entre todos, me siento desplazao y ruin.
Una bandera descolorida, que en otros tiempos fue roja y negra y que fue utilizada en la huelga de las minas cuando mi padre murió, sirve de división en el único cuarto del hogar en que vivo con mi madre. A través de esa improvisada cortina las sombras se contraen y se dilatan. Mi madre se niega a darse cuenta de que su hijo se ha espigado, mi altura sobrepasa ya la inocente tela.
Mi cama está en la esquina, lejos de las miradas celosas del hombre que la visita durante la noche, pero antes de dejarlo entrar se acerca sigilosamente a mí, quiere comprobar que me he quedado dormido, me sopla las pestañas, entonces ejecuto un manotazo como si un mosco, sobre mi cara, me chupara la sangre e intentara matarlo. Ella cree que estoy dormido, mas, piensa que no profundamente, entonces regresa a su cama, sentada se dibuja negras medialunas sobre las cejas, y unta sus mejillas con polvos rojos que chispean brillantes alumbrando en la oscuridad, mientras prudentemente espera un poco más para abrir la puerta. Hundo en la almohada mi cabeza pero dejo libre mis ojos, quiero fijarme en ella como se miran las estrellas, a hurtadillas a través de los pequeños agujeros del techo.
Cada vez que quiero retrasar la entrada del hombre, pero sobre todo estar más tiempo con mi madre, le pido que me cuente otra vez sus cuentos, entonces me susurra la historia maravillosa de cuando los hombres negros vinieron del mar, se liaban paños rojos en la cabeza, sus ojos eran de color impuro, rojos donde debieran ser blancos y profundamente negros en la parte café. Mi padre llegó con ellos. Cuando tenía menos edad, creía que mi color se debía a que él me cargaba cuando llegaba sucio de la minas de carbón.
Por fin se decide, permite la entrada del hombre, una sombra negra la rodea, sus brazos la aprietan junto a su cuerpo. Yo simulo dormir y veo las sombras que se revuelven y gimen. Entre tanto, con habilidad inusual que exige práctica, aplasto los moscos que me chupan la sangre.
Por las mañanas amanezco con manchas rojas en mis manos y sobre la cara. Minutos después, las sombras yacen inmóviles boca arriba en el jergón de mi madre. Imagino que les gusta ver el trozo de cielo que los huecos del techo dejan ver.
No siempre es así, a veces discuten, entonces el hombre se marcha enojado y al otro día no hay para comer, pero por la noche regresa con flores rojas y hay comida abundante.
—¿Por qué siempre hay flores rojas? —le pregunto a mamiíta.
—Es el color del amor —responde.
La miro en silencio mostrándole interés en que continúe, pero calla, no agrega más, así asumo que es algo que debo aprender solo, como aprendí a orinar sin mojarme las piernas, ni los pantalones cortos.
Ya casi soy un hombre, empecé a trabajar en el muelle, puedo hacerme cargo de mi mamiíta y de los gastos de la casa. No está tan mal por el momento, pero lo que realmente quiero es ser un pescador y navegar por el mar. Allí conocí a la hija de un pescador, es algunos años mayor que yo, pero yo soy más alto. Ella voltea para verme con una mirada que me acalora y me estruja las tripas. Se da cuenta de mi perturbación, sonríe, y al alejarse balancea más sus caderas.
Hace una semana, mientras mi madre y su pareja realizaban su habitual entretenimiento, recordé a la hembra del muelle, esa mañana había abierto un par de botones de su blusa para mostrarme sus pechos blancos y redondos como las pelotas de beis. Debían de provocarme, y lo hicieron, pero es su sonrisa la que me altera. Al traerla a mi mente, mi miembro se expandió hasta lastimarse dentro de la trusa. Me masturbé pensando en ella. No me di cuenta que mi madre estaba frente a mi cama, debí haber hecho mucho ruido o movimiento. Me cubrí hasta la cara con la sábana, intentando ocultarme de mí mismo la vergüenza que me provocó que me viera y que pudiera pensar que soy un descarao fisgón. Durante el día no me hablaba, estaba emputaa. Aquella noche, el tendero, un hombre joven y soltero, le había llevado la serenata con el fin de enamorarla, aproveché para que habláramos, le dije que me parecía un buen hombre, que me gustaba para ella, no me respondió. A la siguiente, era la visita de su pareja, no vino. Salió a fumar al fresco de la madrugada, salí detrás de ella, me senté a su lado, lloraba, le pregunté por qué estaba triste, se mantuvo callada. Entonces le dije que ya sabía lo que era el amor y que también me hacía sufrir. Me abrazó y lloró más. Después sonrió y con lágrimas aún en sus ojos, me dijo:
—Ah, sí, mi hijo está creciendo... Es ya todo un tolete.
Ese hombre que la visita también pincha en el muelle, tiene esposa e hijos, lo descubrí, ellos fueron a visitarlo. Me acerqué un poco, me hice notar para que se diera cuenta que lo había visto. Cuando se fueron, se me arrimó, me sujetó del brazo izquierdo y me lo torcía mientras me amenazaba para que no le chivateara nada a mi madre. Dolió, pero más me dolía que le mintiera a mi mamiíta y la hiciera sufrir. Del bolsillo derecho de mi pantalón saqué mi pequeña navaja y por arrebatao se la clavé en las costillas. Ahora sabe a qué atenerse.
Ya no soy un niño, tal vez por eso no medí mi fuerza porque mis manos se tiñeron de rojo, más que cuando mato muchos moscos.
|