Desde el fondo de la fotografía Marilyn me mira y ríe mostrando sus dientes blanquísimos, con sus deseables labios rojos que se antoja morder, el lunar inconfundible junto a su boca, el cabello de rizos dorados que caen suavemente enmarcando el rostro perfecto, sus ojos semicerrados llenos de coquetería, la blancura de sus hombros desnudos y el nacimiento de sus senos que permite admirar su generoso vestido. Es una imagen que me deja con la boca abierta, con un punzante deseo de creer que no está muerta y que en algún momento del tiempo y el espacio, existió esa mujer tan bella, tan sensual, tan deseada, tan admirada, tan infeliz. Esto último no lo sé con certeza, lo imagino, quizás lo invento dolorido por el conocimiento de su trágica muerte. No importa si se suicidó o la mataron, ella era una mujer incomparable y se fue como el brillante cometa que era, dejando tras de sí su huella, una estela de luz larga e interminable.
No quiero poner aquí datos biográficos, cuántas y cuáles películas hizo, con quien se casó, si era o no amante de JFK, si éste o alguien más la quitó de en medio porque estorbaba o empezaba a ser incómoda. Marilyn era mujer, una mujer bellísima que quizás por lo mismo no pudo ser comprendida y sí tratada como objeto, un objeto hermoso y delicado que muchos deseaban poseer, pero tal vez no comprender.
Cada vez que miro la imagen de Marilyn, una extraña angustia acosa mi interior, es como un sentimiento de impotencia, de frustración, por no haber coincidido en tiempo y lugar con ella. No pretendo pasar por tonto o desequilibrado, pero aseguro que de haberla conocido, era una mujer de la que perfectamente me hubiera enamorado. Todo. Sin excepciones ni remilgos.
Hasta hoy, permanece en mi recuerdo y mi deseo, en el recuerdo y el deseo de muchos. Nos quedan de ella, infinidad de fotografías, películas, entrevistas, qué se yo. Y lo más importante: el amor, no, el enamoramiento que miles, sentimos por ella. Marilyn Monroe, era una mujer.
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