El gusto por la lectura nos hermanó desde siempre. No era la lectura docta, de Chéjov, Nietzsche o Dostoievski, que esa la dejaríamos para un poco más adelante. Por ahora, basta mencionar que nos enviciamos fieramente con El Llanero Solitario, con El Pájaro Loco, Archi, Walt Disney, Roy Rogers, Gene Autry y tantos otros que nos llenaron la sesera de aventuras y divertimento al por mayor. Eran las revistas de historietas, tan en boga en nuestra niñez y a las que hoy se les conoce con el gringo apelativo de cómics.
Mi primo y yo, nos acomodábamos en el comedor de la abuela Mema y nos enfrascábamos en la lectura de estas entretenidas historias gráficas como quien se engulle un pan con mermelada. En este menester nos pasábamos largo rato, degustando esto que nos apasionaba. Lo hacíamos en completo silencio, concentrados en esas coloridas viñetas que nos trasladaban al oeste, al océano, a oscuros labiérnagos y a incontables lugares que estimulaban nuestra imaginación.
Eran los tiempos del cambalache de revistas, para lo cual, existía un sinnúmero de boliches con ejemplares disponibles para tal efecto. De acuerdo a nuestro gusto refinado, era indispensable que las revistas cambiadas fueran pulcras, sin arrugas de ningún tipo, ya que, de lo contrario, no nos concentraríamos en la lectura. Así de complejos éramos y pagábamos con gusto la diferencia para traernos una revista menos manoseada.
Llegué a coleccionar cientos de ejemplares, los que guardaba en una cómoda que se hacía demasiado pequeña para mi ambición. Esto, lo he contado en otra ocasión, pero como el recuerdo de aquellos tiempos me solaza, no tengo empacho en repetirlo. De acuerdo a los precios con que se transan estas historietas en la actualidad, de haberlas conservado, hoy sería casi millonario, pero, como decía mi abuela, nadie es adivino pues.
El lugar en donde realizábamos los cambios de historietas se encontraba a la vuelta de la esquina y era un cuchitril pequeñísimo, atendido por un señor delgado que estaba postrado en su silla de ruedas. Él, anémico y triste, recibía nuestras revistas y las examinaba con displicencia. Luego, nos pasaba un turro en equivalente estado de conservación y comenzábamos la búsqueda de nuestros favoritos. Era apasionante aquello de sentir nuestros dedos manipulando esas portadas coloridas y nos dolía la exigencia de elegir sólo unas pocas. Pero, entre alegres y melancólicos, partíamos raudos a la casa de la abuela para enfrascarnos en otra sección de lectura.
Nunca olvidaré la tarde en que concurrimos como siempre con mi primo al localcito de cambio, cada uno con su turro de revistas bajo el brazo. El señor de triste mirada nos dio a elegir los montones correspondientes y buscamos con fruición los títulos que nos harían felices por un buen rato. Mi primo, más impaciente que yo, finalizó con éxito su búsqueda, pagó y salió corriendo para comenzar pronto la lectura. Yo, más exigente y también menos ansioso, continué revisando los montones. En eso estaba cuando aparecieron tres chicos trayendo a alguien apañado entre sus brazos.
-¡Aquí está el ladrón, don Julio!
No pude contener la risa al percatarme que el “ladrón” era nada menos que mi primo, quien, al salir a toda carrera, fue perseguido por otros chicos que se encontraban en el lugar.
Pasado el mal rato y entre mis carcajadas y la solapada vergüenza de mi primo, llegamos a la casa de la abuela con una nueva historia para contar, tan divertida que parecía que se había escapado de las hojas de una de nuestras historietas.
Pocos años más tarde, comenzamos a saborear lecturas más serias, las que nos alentaron a escribir y a narrar todo lo que se nos pusiera por delante, cada uno con su estilo, pero con la misma nostalgia que hasta el día de hoy nos hermana…
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