Cuando le pusiste dentro una mujer un balcón la noche tu sangre
Todos aquellos niños muertos que nunca llegaban a nacer como una maldición por alguna culpa recóndita, venida quizá de atrás, pensaba ella, y su rostro cada vez más severo y yerto y las huellas de la devastación que iban haciendo de su piel un mapa surcado por interminables grietas producidas por el dolor, y sin embargo el empeño constante por volver a intentarlo, el obsesivo afán por continuar intentándolo otra vez, la última, siempre la última y las miradas y las conversaciones en voz baja y los prolongados periodos de inmovilidad sobre el lecho, la soledad, la visión de las deformes manchas del techo, como una premonición, como monstruos que se mezclan con el sueño y los pequeños ruidos de la casa que van trepando hasta agujerearle el tímpano como un berbiquí y las manchas de sangre y después el vacío, las puertas entreabiertas, el silencio, un silencio espeso que se derrama por todos los rincones donde ya nadie habla, sino que mira furtivamente y la casa se puebla de ojos que miran, piensa ella, y otra vez la culpa con su sabor amargo que va destilando el día interminable y la noche y el vacío en el exiguo espacio de tener que vivir y amar.
Juan Yanes |