La heroicidad me nacía con el impulso que me arrojaba lejos del calor de las sábanas y frazadas. Ya en pie y abominando de este singular arresto de valentía, tiraba manotazos al aire para alejar ese frío sordo que me encogía entero y me hacía temblar como un quiltro sin dueño. Mientras me aseaba, pensaba en todas esos rostros despreciables con los que me encontraría una vez más, personajes inveterados con los que debería compartir una larga jornada, recibir sus nefastas órdenes, soportar con estoicismo sus arranques despóticos y acceder una y otra vez a sus contradictorias indicaciones sin pensar en chistar siquiera. A menudo fantaseaba con pasar de largo por la puerta de entrada y perderme en la lejanía pero ello era algo impensable puesto que estaba muy endeudado y ese miserable dinero que recibía con cuentagotas ayudaba en parte a cubrir precariamente mis recortadas necesidades. Pagar la pieza en la pensión me llevaba las tres cuartas partes de mi renta, por lo que también miraba a la dueña con ojos asesinos mientras esbozaba una hipócrita sonrisa cada vez que me topaba con ella.

Esa mañana pensé en realizar un acto trascendente que al final del día me hiciera sentirme satisfecho conmigo mismo. Ya dejado atrás el trauma de restregarme la cara con la gélida esponja, me preparé una taza de café que dejé a medio terminar para salir corriendo a esperar ese microbús que siempre parecía estarme jugando una mala broma, ya que pasaba veloz cuando yo estaba a diez metros del paradero.

Francisco Williams hizo un gesto imperceptible para responder a mi saludo y pasó por mi lado con su tranco de elefante. Todos esos personajes despreciables que de algún modo u otro habían tenido autoridad sobre mi, ostentaban esos apellidos rimbombantes que tan importantes suenan al oído profano pero que tan mal le hacen a esas espaldas acostumbradas a prosternarse ante su paso. Los Friendman, Harrison, Walter, Randolph, Holloway y tantos otros colonizadores de mi vida, se sucedían sistemáticamente en mi historia, siempre subyugándome con sus odiosas voces de mando. Apreté mis puños con indignación. Esa servidumbre debería acabar de una buena vez.

Reuniendo todo mi valor, abrí con fuerzas la puerta de la oficina. En mis manos llevaba una llave inglesa que apretaba con rabia, con dolor, con ansias ciegas de reivindicación. Williams me miró por sobre sus pequeños anteojos y me preguntó con su voz bronca que estaba haciendo allí. Avancé un par de pasos ya haciendo abstracción de ese acento tan repulsivo y cuando estaba a punto de descargar la herramienta sobre el cráneo del abominable individuo, sentí que las fuerzas me abandonaban y que mi vista se nublaba. Creo que caí desmayado y que se produjo un gran revuelo en la empresa.

Días más tarde, recibía mi desahucio y casi al unísono el diagnóstico del médico. Mi vida desde ese momento estaría marcada por una angustiosa espera que me iría anquilosando implacablemente. La cuenta regresiva había comenzado hacía bastante tiempo y era menester que me pusiera en manos de la medicina, sino para detener el devastador avance, para poder ordenar mis precarias ideas cuando llegara el momento del adiós.

A los Friendman, Harrison, Walter, Randolph, Holloway y tantos otros que dominaron por siempre mi existencia como espantosas aves rapaces, ahora se suma a la lista el despiadado mal de Parkinson, mi último patrón, aquel al que le rendiré sin excusas ni embozadas maldiciones lo único que a el le interesa: esta existencia descolorida que al final de sus días ya carecerá de absoluto sentido…