En medio del cuello aflautado del encendedor, nació una llamita anaranjada que osciló tenuemente. Nada especial, si se quiere. Lo guardé en mi bolsillo para tenerlo a mano cuando aquella misteriosa mujer, a la cual nunca le vi el rostro, preguntase por él. Cosa que no ocurrió.
Retrocediendo en el tiempo, recuerdo a Nancy como una chica simpática, pequeñita, pero con arrestos de tigresa, cuando algo la agredía. Entonces, era incontrolable, despotricaba por todo y al parecer yo era el único que tenía la facultad de calmarla, puesto que bastaba que le dijera algo chistoso para que una finísima lluvia cayese desde alguna parte del cenit para apagar ese diminuto volcán iracundo. Fuimos compañeros durante diez años, aprendimos a conocernos al revés y al derecho, fuimos cómplices en todo, reímos con ganas y también celebramos juntos en algunas fiestas ocasionales. Había una manifiesta afinidad entre ambos y, sin que existiese ningún compromiso amoroso de por medio, siempre estábamos unidos. Recuerdo que una tarde, ella me mostró una profunda cicatriz que nacía en su pecho y moría Dios sabe donde. Allí, me confesó que le habían realizado una delicada operación al corazón y que le habían insertado una válvula. Decía que en las noches se asustaba a morir, cuando su cardias comenzaba a latir con desenfreno, porque temía un colapso fatal. Yo, no le daba mucho crédito, porque suponía que ella era un poco hipocondríaca.
-Guido, tú piensas que bromeo, pero te lo digo en serio: cualquiera de estos días puedo morirme.
-Ni te lo sueñes- le contestaba yo, conminándola a quitarse esos lúgubres pensamientos de su cabeza. Y recurría a mis caricaturas, para sacarle una sonrisa que destacaba unos adorables hoyuelos en sus sonrosadas mejillas.
-Cuando me muera, te voy a proteger desde el más allá- me dijo una tarde. ¿Y sabes porque te voy a proteger? ¡Porque eres un malvado que se ríe de mi desgracia y no toma en cuenta mis palabras! ¡Por eso te voy a proteger! ¡Porque si no lo hago yo, nadie más lo hará. Y se largaba a reír y eso era un hecho inusitado para los demás, a quienes les mezquinaba lo que a mi me entregaba con creces.
-¿Y se puede saber de que manera voy a saber yo que me vas a proteger?- le pregunté una tarde gris en la que nos tomábamos una taza de café en su escritorio.
-Lo sabrás, porque alguien te entregará una representación de mi espíritu.
-¿Representación de tu espíritu? ¡Qué cosa más rara! Me da escalofríos- le dije.
-Nunca me temas, porque yo estaré en algún lugar velando por ti. Yo y tres soles.
-¿Tres soles?
-Si. Eso te indicará que soy yo la que acude a protegerte. Me encogí de hombros ante eso que consideraba una excentricidad en ella.
Nancy se casó, tuvo dos hijos y después dejamos de vernos por largos veinte años, puesto que me cambié de trabajo y nuestros rumbos se bifurcaron irremediablemente. Cuando la encontré en el centro de la capital una víspera de Navidad, la noté más delgada, su rostro denotaba cansancio, pero cuando recordamos aquellos tiempos, pude ver los traviesos hoyuelos de sus mejillas, aún presentes en su sonrisa. Era ella, pero, indudablemente, no era la misma. Los años no habían pasado en vano.
Hace poco menos de un mes, me enteré de su fallecimiento. Su corazón, al final, le cobró la cuenta tantas veces postergada y en medio del dolor de los suyos, fue sepultada en el Cementerio General.
Quince días después, una extraña mujer a la que nunca pude verle el rostro, puesto que su tupida cabellera rubia se lo ocultaba casi por completo, ocupó uno de los computadores del cibercafé. Poco después, se fue, cancelando el importe y al rato, al revisar el equipo y limpiar el mueble, me percaté que había un encendedor cubierto con una funda de cuero. Lo tomé para guardarlo. Un escalofrío me recorrió el cuerpo cuando vi que en uno de sus extremos estaba inscrita la palabra Nancy, rodeada de tres soles. Sentí que lo sobrenatural había acudido a mí esa tarde y pude imaginar el rostro de Nancy sonriéndome desde la eternidad. Con dedos trémulos, accioné el encendedor y la llamita naranja que emergió desde la pequeña ranura, osciló suavemente. Pensé –“la representación de su espíritu” y sobrecogido por una sensación inexplicable, guardé el aparato en mi bolsillo.
Aún permanece allí. Para que la rubia sin rostro acuda a buscarlo. Tengo casi la certeza, sin embargo, que eso no sucederá…
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