La lejanía de la ciudad hacía cada vez mas audibles los susurros que su belleza irradiaba sobre los sordos oídos de nuestros corazones.
Su perfección, que se veía eclipsada en el día por la majestuosa presencia del sol, por la noche resplandecía cual estrella caída del firmamento, con el fin de trastornar nuestros sentidos.
La luz de la luna, con su tenue iluminación, permitía hacer destallar aquellos ojos suyos, verdes como el césped aun húmedo en una mañana fría, y de tanta profundidad como un agujero oscuro a través de la maleza amazónica.
A esto, se le sumaba una tez blanca y suave como la nieve al deshacerse, que se transformaba en un bonito marco para la obra maestra que era su mirada.
El viento, al pasar cerca suya, se fragmentaba en mil pedazos para poder transcurrir, en su longevo recorrido, a través de los caminos que formaban sus cabellos rubios, los cuales se curvaban y entrelazaban entre ellos mismos en una danza aérea tan elegante como su figura.
Agregar también, que el mero roce con sus gruesos labios pálidos se sentía como saborear el mas dulce de los chocolates, y su textura, podía ser descrita sencillamente, como la suavidad de un pan recién horneado.
Ahora, y tras décadas compartiendo oscuras veladas junto a su persona, simplemente espero y deseo con ferviente fuerza, que aquella que por las noches se descubre, no vuelva a subir a los cielos, como deidad que es, para abandonarnos en la soledad del anhelo de su fragancia y se quede junto a mí, abrazada hasta la eternidad, perdiéndonos en los paraísos de nuestro amor, sobre las arrugas de sus sábanas rojas.
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