Sol de justicia
Salió de la ciudad castellana donde vivía, sobre las siete de la tarde del primer jueves del mes de septiembre. Partía a una convención que su empresa iba a celebrar en su sede central de Madrid; por lo que para estar a las 8 de la mañana en un céntrico hotel, su empresa le había reservado una habitación en el mismo. Eso había dicho en casa. La verdad era que, aprovechando un día libre que le habían concedido por sacar de un apuro a su subdirector en una auditoría, se dirigía a ese pueblo de la costa almeriense, hasta hace poco de pescadores, donde había pasado los mejores momentos de cada verano.
Eran días más calurosos de lo normal. Incluso con el aire acondicionado conectado, el sol que se colaba casi horizontalmente por la ventanilla calentaba la piel del conductor. Era un sol de justicia. Al día siguiente, con sus primeros rayos, daría fin a esa situación injusta que se prolongaba durante 20 años.
Rodeó Madrid por la carretera de circunvalación, mientras sonaba Radio Futura; esas canciones que tanto se repitieron aquel verano. Tenía hambre y paró en uno de tantos centros comerciales que asedian la capital. Se cuidó mucho de no beber ni una gota de alcohol y de tomar un café muy cargado; el viaje era largo. En ningún momento durante la cena su pensamiento se apartó de la mujer que le esperaba.
El resplandor que emitía esa luna casi llena le hizo contemplar la llanura manchega de una forma desconocida para él. Se llevó una grata sorpresa, al parar a llenar el depósito, y ver que, a pesar de ser la una de la madrugada, estaba abierta esa tienda de pueblo donde siempre compraban dulces, embutidos y vino a la vuelta de las vacaciones; y que por ese motivo siempre le había parecido tan triste, tanto la tienda, el pueblo, como esa llanura conquense. Esa noche, sin embargo, se le antojó una tienda maravillosa; compró dulces típicos y una botella de moscatel, pensando que podría constituir el desayuno propicio para ese momento tan especial que le aguardaba junto a esa mujer.
Hace veinte años que se conocieron, siendo adolescentes. Él veraneaba todos los años en el pueblo donde vivía ella. Desde entonces habían coincidido casi todos los años; al principio compartían pandilla, después se juntaban, de forma esporádica, en alguna fiesta y en los últimos tiempos se saludaban o conversaban poco rato, ya cada uno con su propia familia. No obstante, en ninguna de aquellas ocasiones habían dejado de recordar cuando el año en que se conocieron, en un juego nocturno en la playa, no sin las risas pícaras de sus amigos, los dos coincidieron en el mismo deseo, aunque sin reconocer, por vergüenza, que en el deseo de cada uno aparecía el otro. A finales de este junio, cuando coincidieron en la panadería, y volvieron a rememorar ese momento, se despojaron de la timidez que les había ocultado tantos años y decidieron cumplir su deseo.
Por fin, dentro de unas horas, a las 6 de la madrugada, se verán en el muelle; y en el barco de una amiga común, partirán rumbo a alta mar. Después de navegar varias millas, no sin cierto pudor, por esos largos años que han hecho madurar sus cuerpos y sus almas, se desnudarán; se acomodarán cada uno en una hamaca; se darán la mano; y verán amanecer, como en aquel deseo que ambos reconocieron a medias aquel día; después se habrán mirado a los ojos, se abrazarán, se besarán y harán el amor con toda la pasión atesorada durante estos veinte años.
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