Desde mis años de juventud, las calles del barrio de Barracas, al sur de la ciudad, me recuerdan a una misteriosa mujer que conocí, allá lejos, en los años cuarenta del siglo pasado. Se llamaba Eugenia Alberti, era algunos años menor que yo, trabajaba como costurera en una casa de moda y vivía junto a su padre en una modesta pensión de los arrabales de la ciudad. Su madre había muerto siendo ella una niña. La conocí por una triste casualidad: su padre era obrero de la fábrica a la que yo patrocinaba como abogado. Este hombre un día se accidentó en su trabajo y quedó lisiado. Entonces le inició un juicio a los dueños, y yo, como era mi obligación, tuve que defenderlos. Su hija lo acompañaba permanentemente y durante el tiempo que duró dicha querella mantuve con ella y el abogado de su padre largas charlas, en las que descubrí a una mujer exteriormente pequeña y frágil, pero con una fortaleza y abnegación dignas de admirar.
El abogado de su padre y yo mantuvimos largas discusiones, en las cuales frecuentemente intervenía Eugenia, ya sea para dar cuenta del estado de salud de su padre, que estaba postrado en su cama, o para mantenerse informada sobre el rumbo que tomaba la querella. Debo confesarles que desde el primer momento me quedé perplejo al ver la voluntad y la fortaleza que tenía esa mujer pequeña y al parecer debilucha, que sin embargo soportaba con estoicismo y gallardía la enfermedad de su padre, y trabajaba de sol a sol para mantenerlo.
Pero desgraciadamente, el padre murió unas semanas antes de que el pleito quedara concluido. La empresa que dirigían mis clientes debía indemnizarlos con una gran suma de dinero. Con la muerte del obrero la suma debería ser aún mayor. Yo sentía que debía defender lo indefendible.
Cuando ví la expresión de dolor de la muchacha al comunicarme la muerte de su padre hice todo lo posible por ayudarla, ya que la posición económica de la joven era francamente desastrosa, y a mi humilde entender el accidente se había producido como consecuencia de las denigrantes condiciones en las que se trabajaba. No obstante ello, finalmente la empresa ganó el juicio.
Desde el momento en que terminó la querella me quedé preocupado por esa joven que había sido castigada por el destino y por los mezquinos intereses humanos. Después de quince días de estar dubitativo decidí ir a verla, ya que tenía la dirección del lugar donde trabajaba. Al llegar a un pequeño taller de confección de ropa ubicado en San Telmo, me ví acorralado en la puerta por una señora, que me preguntó inquisitorialmente adonde iba. Le dije que quería ver a la señorita Alberti.
Cuando me dejó pasar a la pieza donde trabajaban unas diez muchachas, me acerqué a Eugenia y me senté en una silla que tenía al lado. Contrariamente a lo que yo esperaba, ella no me miró y siguió con la vista clavada en la aguja y el pedazo de tela que tenía en las manos. Noté que sus compañeras comenzaban a murmurar con malicia y cierta envidia, y eso me impulsó a romper el silencio. Recuerdo que a viva voz, y sin quitarle la vista de encima, le pedí perdón por lo que había pasado con su padre, y le dije que yo había hecho todo lo posible por perder el juicio.
Por supuesto, ella no me creyó ni una palabra, y aunque siguió con la vista clavada en su trabajo ví como se le llenaban los ojos de lágrimas, no sé si por recordar a su padre o porque pensaba que me estaba burlando de su dolor.
Las compañeras se quedaron perplejas con mi alocución, ya que seguramente habrán imaginado que estábamos hablando de común acuerdo en algún código secreto entre nosotros. Pero no le hablaba en ningún código secreto. Simplemente eran las palabras de un hombre que estaba arrepentido y que, aunque aún no se daba cuenta, también estaba enamorado. Eugenia tenía los ojos húmedos y no quiso levantar la vista ni contestarme nada. Estaba muy acongojada. Me retiré cabizbajo, pero me prometí a mi mismo volver a verla y ayudarla. Durante varias semanas estuvo revoloteando en mi mente esa joven a la que inconscientemente le había hecho daño. Sentía la necesidad de ir a hablarle y disculparme con ella, pero no sabía como hacerlo. Me condolía de ella al imaginarla trabajando en esa pieza oscura y asfixiante, sentada en su silla, cosiendo y bordando por unos pesos miserables. A medida que pasaban las semanas me inquietaba mas pensar en la pobre muchacha, así que un viernes por la tarde me decidí y fui nuevamente a buscarla a su trabajo.
Había algo que me atraía a ella. Me sentía culpable por lo que le había pasado, quería redimirme. Esa mujer misteriosa, de aspecto suave y sencillo, me estaba haciendo perder la cordura. ¿Qué quería, qué esperaba de ella? Tal vez, sin darme cuenta, envidiaba su fortaleza, su energía. La quería y le había hecho daño. ¡Qué impotente me sentía! Creo que mas que amor me inspiraba compasión, una gran pena. Y ella, ¿qué sentiría por mi? Odio, rencor, resentimiento… o quizás nada. Los pensamientos me abrumaban. Quizás había encontrado una persona que estaba tan sola y desamparada como yo. ¿Sería así el amor?
Como si fuera un detective improvisado, urdí un plan. Estaba seguro de que entrar en donde ella trabajaba no serviría de nada. Me tendría que topar con la supervisora y habría un clima tenso, seguramente sus compañeras se pondrían a hablar por lo bajo y la haría pasar un mal momento. Si la esperaba en la puerta se pondría nerviosa, tal vez agresiva. Entonces decidí aguardar que tomase el tranvía 22, que la llevaba hasta su casa, y seguirla de lejos con mi auto, sin que se diera cuenta.
Y allí estaba. Era un viernes de invierno, a las siete menos cuarto de la tarde. Caía una tenue garúa que hacía brillar los adoquines de la calle y que hacía sentir el frío hasta los huesos. Yo estaba dentro del auto, a unos veinte metros del taller donde ella trabajaba. Desde las siete en punto comenzaron a salir algunas de las muchachas. Esperaba con ansiedad. Ella fue la última en salir, a las siete y cuarto. Apagué mi cigarrillo y me quedé aguardando el próximo movimiento. Salió, cerró la puerta del pequeño taller y caminó unos metros por la vereda empedrada, en dirección contraria a donde yo estaba.
Avancé unos metros para no perderla, ella vió mi auto pero sin prestar atención. Se quedó esperando el tranvía. Tenía la cara triste, la vista clavada en el empedrado de la calle.. Ví que estaba llorando (o quizás, esto lo imaginé mas tarde al recordar la sensación que me produjo ese momento). Sentí por ella una gran angustia. El 22 no llegaba. Yo la observaba desde la vereda de enfrente. Ella no me veía. Estaba oscureciendo y la garúa amenazaba con transformarse en lluvia. La calle estaba inhóspita. Ella seguía con la vista clavada en las piedras de la calle, como si hubiera en ellas un secreto misterioso que trataba de averiguar. Después de interminables minutos al fin llegó el tranvía. Lo seguí en su recorrido algunos metros por detrás, por la calle Bolívar hasta Patricios, el límite entre Barracas y La Boca, donde se confundían el hedor del riachuelo con el aroma de los malvones de los patios de las casas y el olor a humo que emanaban las chimeneas de las fábricas. Cuando el 22 dobló en la calle Brandsen descendió Eugenia. Paré el automóvil y la seguí con la mirada. Después de caminar unos veinte metros con paso cansino, llegó a una modesta pensión. Había varias personas sentadas en sillas en la vereda, que la saludaron atentamente. Yo dudé algunos instantes sobre si debía entrar a verla o mantenerme alejado de ella.
La lluvia se hizo mas intensa. Dejándome llevar por la emoción y aún sin decidir qué hacer, bajé de mi automóvil y caminé un par de cuadras, hasta la avenida Montes de Oca. Recién en ese momento me dí cuenta de que no llevaba paraguas. Confundido y apenado, entré en “La banderita” y pedí un café con leche, mientras miraba como las gotas de lluvia brillaban sobre las ventanas y pensaba cual sería el final de esta historia. Luego de divagar durante mas de una hora, finalmente decidí no molestarla. En ese preciso momento, entendí que nuestros mundos eran opuestos. A ella pertenecía la vitalidad del sur, la entereza para afrontar las dificultades, la dignidad para ponerse de pié, dia a dia, a pesar del infortunio. Mi mundo, en cambio, era el de los libros, las reuniones sociales, los comentarios frívolos sobre los usos y costumbres de los otros, la vida mundana y vacía de la clase a la que pertenecía. Sacarla a ella de su mundo sería como trasplantar a una flor silvestre, que crece libre y pura en el suburbio, a un lujoso, prolijo pero opaco invernadero.
Quizás por cobardía, quizás por no querer confrontar la imagen onírica que tenía de ella con la realidad, lo cierto es que jamás volví a acercarme a esa muchacha. Tomé el último sorbo del café con leche, salí del bar y decidí que era mejor quedarme con el recuerdo de esa lejana noche, en ese lejano barrio, con esa lejana lluvia que aún hoy, al recordarlos, me dan ganas de llorar. Caminé unos metros por Montes de Oca hasta mi auto, las gotas de lluvia se sentían como alfileres. El viento traía en el aire traía un vago olor a chocolate, que escupía la enorme chimenea del “Águila”. Me subí a mi automóvil y volví a mi vida cómoda, placentera, inconmoviblemente banal. Nunca volví a ver físicamente a esa mujer, aunque no dejó de estar presente en mi mente ni un solo día. Todavía la imagino como esa noche de invierno del ´44, con la cara triste y la vista clavada en las piedras de la calle, como si hubiera en ellas un secreto misterioso que trata de averiguar. Y siento compasión, no por su vida, sino por la mía. ¿Sería así el amor?
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