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EL MICRO DE CHAVEZ.

La bruma que envolvía los angostos valles, impedía al amanecer llegar con toda su claridad a los rincones más escondidos de la tranquila campiña. Los cerros de la costa todavía no mostraban sus líneas más prominentes y solo el canto de un gallo presagiaba la llegada de un nuevo día. Sin embargo, a pesar de la oscuridad aún reinante, las quebradas se llenaban de un potente sonido que se multiplicaba por el silencio aún imperante. Los intervalos que se producían entre un bocinazo y otro, anunciaban a todos los habitantes que el micro de Chávez estaba iniciando su matutino recorrido. Los posibles viajeros calculaban de acuerdo a éstos estridentes pitazos, la distancia que aún los separaba del paradero al cual debían llegar para abordar su único medio transporte disponible y si era necesario o no, apurar sus cabalgaduras para llegar a tiempo.
En aquellos años la ruta que debía recorrer ésta verdadera institución, se había ido abriendo en la medida que los trabajos en el camino de San Javier a Constitución avanzaban en demanda de unir ambas ciudades en forma expedita, pero la lentitud con que éstos se efectuaban dejaban grandes sectores campesinos aislados y que debían hacer tremendos sacrificios para poder asomarse a la restringida ruta que atendía la popular micro. Para que decir de la calidad de los caminos que iban quedando a disposición de los vehículos, cada viaje era una odisea distinta y cuando se llegaba sin novedad al destino, un sonoro aplauso coronaba el término del viaje. Los ejes rotos, neumáticos reventados, trampas de barro, salidas del camino, roturas de freno, rotura de dirección, en fin, toda la gama de percances que pueden existir en una ruta tan inhóspita como era aquella aventura de viajar hasta el pueblo más cercano y en micro.
Pero aquella mañana aún naciente, me tocó usar los servicios de la tan mentada góndola, el potente bocineo retumbaba en todos los cajones que iba dejando atrás, de modo que perfectamente se podía saber en que lugar se encontraba, al momento de pitear. Mi acompañante terminó de entregarme la última indicación de la probable posición y a ojo calculamos lo que aún nos restaba por atravesar y como era un largo trecho, apuramos los caballos galopando el resto del trayecto llegando a solo escasos minutos del arribo al paradero de La Micro de Chávez.
Sin haberla visto nunca antes me la imaginaba al igual que aquellas que transitaban por las calles de las ciudades, de aspecto limpio, bien presentada, con sus vidrios completos y en general con un aspecto agradable, pero por sobre todo, su gran tamaño infundía seguridad al abordarla y con esa imagen muy presente esperé la aparición de mi única alternativa de transporte hasta el pueblo.
La última loma que debía tramontar el vehículo, demandaba de su motor un potente rugir haciendo su avance bastante lento en relación con lo que aún nos faltaba para llegar a destino. Los demás pasajeros que junto conmigo esperaban el arribo tomaron sus bolsas y canastos y se aprestaron a estar atentos a la llegada, pero aún la góndola no asomaba su nariz por la cima de la loma aún pendiente, los nerviosos paseos ante la demora buscaban mitigar la ansiedad por el atraso y los inequívocos deseos de estar pronto en San Javier para disfrutar de las tentaciones que en éstas tierras no existían.
Por fin asomó la luz de dos faros qué ayudaban a despejar la visión de la niebla que aún se mantenía arrastrada por los bajíos, detrás de ella apareció el micro de Chávez, su aspecto casi fantasmal no tenía nada que ver con lo que en un principio me había imaginado podía ser. Apurados por subir pronto a su interior y continuar el viaje, no reparé en todos los detalles, pero uno si qué no pasó por alto, en la medida como íbamos subiendo, mis predecesores saludaban cordialmente al chofer




como si fueran grandes amigos, por su lado, éste además de devolverle sus saludos preguntaba por el resto de la familia que había quedado en casa. La familiaridad que existía entre unos y otros estaba muy cerca de la amistad y todo esto fue refrendado cuando al final de la fila que esperaba por subir, se asomó un muchacho y desde el primer escalón de la puerta le dijo, Oiga On Chávez, dijo mi amá qué por favor le trajera un quintal de harina de San Javier y aquí está la plata, y sin más, se bajó de la pisadera pensando que ese era todo el trámite. Con toda parsimonia el chofer tomó el dinero y lo envolvió en un papel dónde estaba escrito el encargo y lo puso en una cajita de cartón dónde estaban los pedidos de otras familias, normalmente las solicitudes de encargo iban desde un sobre de Aspirinas hasta una cama de tienda.
Apenas logré sentarme pude continuar con el examen visual del interior del vehículo, de su exterior era poco más lo que se podía agregar porqué el barro del camino tapizaba toda la carrocería y en la parte delantera solo se distinguía los faros de las luces y los parabrisas del chofer. En cambio al interior se contemplaba además del sabor a campo, toda la gama de equipajes que repletaban las parrillas que colgaban de los costados del techo y que por el peso de los bultos amenazan con descolgarse en cada hoyo del camino dónde el micro estrellaba sus ruedas, éste permanente peligro nos acompañó durante todo el trayecto. Cada barquinazo que los hoyos del camino obligaban a dar al vehículo, las parrillas se cimbreaban esperando el momento justo para caerse, para los pasajeros éste era un acostumbrado vaivén y ninguno prestaba atención a tan inminente peligro. Los asientos aún disponibles pronto se fueron ocupando y a mitad del trayecto no cabía nadie más, la cantidad de gente que aún esperaba por un espacio debió conformarse con esperar otro día para viajar.
Lentamente fuimos avanzando en demanda de nuestro destino, los apretujados pasajeros no podían moverse de su posición sin invadir otros espacios también ocupados, de modo que los movimientos realizados para esquivar algún hoyo hacían bambolear a todo el pasaje con las debidas consecuencias. La falta de los vidrios laterales permitía que el viento que generaba el desplazamiento se colara al interior entumeciendo a quienes habían conseguido asiento en la ventana. Por el interior se podía ver que el peso de la parrilla exterior ubicada encima del techo era más de la capacidad que los pilares interiores podían soportar y poco a poco éstos se habían ido incrustando en el armado que contenía el techo, los parches que se asomaban demostraban que ya se había detectado el problema y la solución dada era tan solo momentánea esperando que de repente hiciera crisis aplastando a los ocupantes del interior.
Pero lo más caótico estaba por suceder, hasta ese momento todo el camino recorrido estaba en lo plano y el esfuerzo de la máquina era normal. Avanzando lentamente fue dejando atrás El Boldo, La Pataguilla, Mingre, Sepultura y al final de la recta comenzó el sufrimiento, la subida de Tabon –Tinaja nos cerraba el paso y el sobrecargado micro se detuvo un instante para darle al motor toda la potencia que podía esgrimir antes iniciar la trepada. Apenas se reinicio la marcha una fuerte vibración se apoderó de todo el vehículo y a la vuelta de la rueda comenzamos el ascenso. El fuerte rugido del motor unido al tembloroso movimiento hacían del interior del micro una máquina infernal, pero nadie se extrañaba que esto sucediera porqué desde que comenzaron a viajar en ella, ésta novedad u otra aparecía durante el trayecto dejando a todos los pasajeros curados de espanto ante la gama de exabruptos e incomodidades que sucedían en cada viaje.
Sin embargo a mitad de la subida se sintieron los primeros síntomas que algo estaba fallando y que lo más probable era que no llegara arriba sin aliviarle un poco el peso al vehículo. La lentitud en el andar me dio la razón y unos metros más adelante sencillamente el micro se detuvo en medio de la subida. Sentado en la cuarta corrida pude apreciar como el ayudante




del chofer, bajo corriendo con unos trozos de madera en las manos y procedió a acuñar las ruedas traseras para evitar que el vehículo se desplazara pendiente abajo ante la imposibilidad que el motor pudiera sacarlo hasta la cima. Detenida la máquina oí como las primeras voces se alzaron para preguntar que estaba sucediendo y cual era la solución, por primera vez fijé la vista en el mentado chofer. Mientras estuvo sentado no era mucho el bulto que se apreciaba, pero una vez de pie y presionado por el percance
recién acontecido, me di cuenta que su edad bordeaba los cuarenta años y además tenía un problema en una cadera que le impedía caminar normalmente, de baja estatura pero de una gran cabeza coronada por una hirsuta melena lo hacían tener una figura graciosa, que según las malas lenguas le ayudaba al momento de ligar una mujer, pero una vez que salió de su poltrona, se paró en el comienzo del pasillo y con voz gruesa le anuncio al pasaje que los hombres debían bajarse porqué la micro llevaba mucho peso y el motor no era capaz de llegar con todos hasta arriba.
Las primeras pullas que salieron del conglomerado tuvieron que ver con la poca preocupación por la mantención de la máquina hasta el desinterés de los dueños por renovar el vehículo que ya había cumplido con creces su vida útil, en ese instante me enteré que el dueño del micro no era Chávez, sino que otra persona que por supuesto en éste momento no estaba presente. Con paciencia todos fuimos abandonando los asientos y ubicándonos al lado del vehículo para ver si éste era capaz de remontar el resto de la subida con las personas que habían quedado arriba. Pero un detalle vino a completar el cuadro recién presentado, apenas me puse al costado del camino lo primero que vi, fue la parrilla exterior que estaba atiborrada de bultos en el que sobresalían los corderos y chanchos vivos, que seguramente eran llevados para ser vendidos en la Feria de San Javier, sacos con trigo y chuchoca, en fin, el cuantuay de productos que transportaba ésta milagrosa parrilla tenían como objetivo hacer un poco de dinero para comprar las faltas que siempre existían en los modestos hogares de ésta gente.
Los que estábamos abajo esperamos que se ubicaran correctamente las cuñas que sujetaban las ruedas para que éstas no se movieran y que el chofer hiciera los primeros intentos por zafar el vehículo del atolladero en que se encontraba. El motor volvió a rugir como un león herido y la vibración se apoderó nuevamente de todo el armatoste, lentamente las ruedas se fueron despegando de los tacos y comenzaron a trepar el resto de la subida que tenían por delante. El grupo de pasajeros bajados, caminó detrás del micro mientras ésta lentamente tomaba el impulso necesario para llegar a la cima, los más festivos animaban con sus gritos los esfuerzos que hacían los fierros por llegar hasta la meta y una vez que la dificultad se hubo resuelto, nuevamente abordamos el vehículo e iniciamos el suplicio pero al revés, la pronunciada bajada llevó a rezar a más de alguna devota para que llegáramos al plan sin novedad.
Una vez que retomamos el viaje, la mayoría esperaba que ésta fuera la última dificultad y así pudiéramos llegar a San Javier a una hora en que todos pudieran realizar sus trámites sin el apremio del regreso. Los paraderos que fuimos dejando atrás mostraron que una micro era insuficiente para las necesidades que tenía la gente, en varios de ellos quedaron pasajeros esperando por una oportunidad y fue imposible subirlos por falta de espacio. Nada más se interpuso en nuestro camino y los amplios llanos de Vaquería nos anunciaron que estábamos próximos a llegar al destino. El camino había mejorado en su condición y tanto la amplitud como su superficie daban una mayor seguridad para los vehículos qué transitaban. Uno de los más entendidos pregonaba que pronto pavimentarían ésta ruta haciendo las delicias del viajar, pero, de los que estábamos cerca del agorero ninguno creyó en sus palabras, sobre todo después de haber vivido ésta verdadera odisea para llegar hasta el pueblo más cercano.




Sin embargo recién estábamos bajando para llegar al río Loncomilla, si bien a partir de la pasada del puente nos esperaba un camino pavimentado, el cansancio por tantos avatares pasados nos tenían al borde de la rebelión. Lentamente transitamos por los metros finales y cuando por fin el micro se detuvo, un suspiro de alivio salió de todos los pechos dando gracias a Dios por haber llegado sanos y salvos, con razón alguien dijo qué cada vez qué llegaban a San Javier y no habían tenido ningún percance, un espontáneo aplauso coronaba el término del viaje. El reconocer los bultos y canastos puso a casi todo el pasaje en la parte posterior a dónde terminaba la escala que servía para llegar hasta la parrilla, en la medida como se iban bajando sacos, canastos, corderos, chanchos, gallinas, pavos y todo lo que contenía el milagroso espacio, cada propietario iba pagando el importe correspondiente a sus bultos, lo que significaba casi el doble de un pasaje normal y recién caí en cuenta que el negocio de la micro no estaba tanto en los pasajeros sino en lo que ellos llevaban para vender en el pueblo.
Si bien la presentación exterior del vehículo era desastrosa, comparada con otros micros que también hacían más o menos el mismo recorrido no existía mucha diferencia y el barro que había salpicado en su trayecto las había igualado haciendo irreconocible el color original. Después de enterarme del fin de la operación me encaminé por las calles para realizar los trámites que causaron mi viaje, no era mucho el tiempo que ocuparía de modo que dispondría de la libertad necesaria para adentrarme en las costumbres de todos los viajeros que vinieron conmigo. A pesar de haber pasado casi la mitad de un año viviendo en la comarca, desconocía absolutamente la identidad de mis compañeros de viaje, si hasta de Chávez, que era una verdadera institución en el sector, solo había oído hablar en algunas ocasiones de él, de modo que sus rostros y nombres no me decían nada y podía pasar por encima de ellos sin lograr ubicarlos debidamente.
Mi condición de forastero conspiraba para que por lo menos me ubicaran y pudieran acercarse a mi lado y conversar de las cosas de siempre, si bien llevaba el campo en mi sangre no había ni nacido ni criado junto a ellos y esa barrera demoraría un tiempo en ser borrada de sus pensamientos, pero no tenía prisa y algún día sería como uno de ellos, de eso si que estaba seguro. Después de terminar mis diligencias regresé al lugar dónde me había bajado del micro y comencé por hacer las averiguaciones relacionadas con la hora de salida, ahí me enteré que el recorrido total del micro terminaba en Talca y que regresaba de dicha ciudad alrededor de la una de la tarde para ubicarse en el lugar que tenía señalizado especialmente, de modo que si hubiera querido podría haber seguido el viaje hasta la otra ciudad y haberme regresado en el mismo vehículo, pero de inmediato vinieron a mi memoria los percances ocurridos en la mañana y agradecí el no tener que seguir viaje.
La demora en el viaje, más las diligencia recién realizadas se llevaron toda la mañana, era el momento justo para buscar un lugar dónde almorzar y hacer la hora que aún faltaba para el regreso. Sin conocer mayormente las picadas dónde los viajeros pasaban por alto su falta de dinero, me encaminé buscando alguna cara conocida que me pudiera ilustrar sobre los derroteros que se usaban frente a éstas necesidades. Varias calles pasaron por debajo de mis zapatos y no encontré lo que buscaba, de modo que resignado a retomar mis antiguas costumbres, caminé hasta una fuente de soda para ordenar un sándwich y una bebida qué era lo que siempre pedía en éstas ocasiones. Al momento de doblar la última esquina antes de llegar a mi destino, me encontré de sopetón con mi compañero de asiento en el viaje de la mañana y sin esperar más presentaciones le pregunté como le había ido en sus diligencias. El hombre también falto de conversación, en pocas palabras me relató la misión que lo traía hasta el pueblo y que afortunadamente la tenía cumplida, de modo que ahora estaba disponible para cualquier cosa.
El diálogo duró poco y ha insinuación mía buscamos un lugar dónde poder almorzar tranquilos en




espera de la salida del micro, por cierto el hombre ducho en tantos viajes, me llevó por varias calles que nunca había transitado hasta la cocinería de una mujer oriunda del sector de Nirivilo y que la había instalado a la muerte de su marido. Esta casa era paradero obligado de todo el que viajaba en el micro de Chávez, de ese modo sus antiguos coterráneos cooperaban con la mujer para que se ganara el sustento y de paso, ella los agasajaba con las mejores comidas que uno podía esperar de un lugar así. Si bien la presentación del negocio no era de las mejores, el cariño y aprecio que se percibía en todas las actitudes de la mujer demostraban lo agradecida que estaba de todos. Los adobes desnudos que mostraban las murallas, miraban con nostalgia los tiempos pasados y las desvencijadas puertas que separaban los distintos recintos mostraban la misma pobreza que corroía las casas de los campesinos de mi tierra.
Los saludos que recibieron a mi guía apenas traspuso la puerta, dejaron en claro que era un personaje muy conocido y de antigua escuela, a todo esto ni siquiera sabía su nombre y dónde vivía, cosa que era muy importante en las relaciones entre coterráneos, pero ya habría tiempo para todo y lo más importante era asegurarnos una mesa dónde poder almorzar y conversar tranquilos, no teníamos apuro porqué aún faltaba mucho para la salida del transporte. Por fin ubicados en un rincón y con una mesa para los dos esperamos a que una de las niñas nos atendiera, mientras nos despojábamos de las mantas y sombreros apareció una niña que dijo ser hija de la dueña, primero saludó a mi reciente amigo y luego me miró y con todas sus letras, dijo no conocerme y nunca haberme visto por aquí, su franqueza llamó poderosamente mi atención y esperé que dejara de hablar para contestarle todas sus dudas. Como un caballero considerado me paré del asiento y me presenté, le recité mis nombres y mis apellidos con toda lentitud para que los recordara y también, le dije de dónde era, para que no tuviera dudas, sorprendida la muchacha por mi actitud, se ruborizó al no esperar de mí una reacción así, pero vanamente quiso disimular su bochorno y con sus mejillas aún teñidas de carmesí nos pidió que le dijéramos lo que almorzaríamos, los últimos pedidos que le hicimos antes que se perdiera por el corredor de la vetusta casa, no supimos si llegarían o no.
Una vez solos con mi reciente amigo volvimos a retomar el hilo de las identidades, él se presentó y me dijo que vivía muy cerca del paradero dónde había abordado el micro en la mañana y de paso, me dio a conocer todos sus conocimientos sobre mi familia que para nada le era desconocida. Éste nexo sirvió para agregarle al pedido del almuerzo una botella de vino para celebrar éste acontecimiento que según su confesión nunca pensó, que algo así le sucedería. El perfecto conocimiento que tenía de mi abuelo, mi padre y mis tíos le daban el crédito que dijo merecer al pedir la botella y roto el hielo de las presentaciones, seguimos conversando como si fuéramos viejos amigos a pesar de los años que cargaba sobre sus espaldas. Ángela, que era la muchacha que nos había atendido estuvo de pronto con una bandeja con todos los enseres necesarios para lo que vendría, por supuesto el trago fue lo primero que saltó a la mesa, sin demora las gastadas manos del campesino tomaron el envase y vació su contenido en dos vasos que en otra vida fueron botellas pisqueras. El primer trago fue por el gusto de no ser tan desconocidos y el segundo por la amistad que debíamos profesarnos a pesar de la diferencia de edad.
La infaltable cazuela de pava con chuchoca fue el primer apronte para éste almuerzo, el cilantro picado de la mano del ají machacado en una piedra, completaron los aderezos que nos ofrecieron, sin embargo, mi acompañante no estaba muy interesado en la comida, si no más bien en la bebida y después de cada cucharada de cazuela me miraba con esa cara de niño maldadoso y me repetía, cuando la comida es poca, cuchará y copa, y sin esperar compañía se empinaba el vaso con vino hasta el fondo, antes que finalizáramos el primer plato, la botella ya se había terminado y apenas regresó Ángela para retirar los platos,




antes que abriera la boca ya le habíamos pedido otra botella, a éste tren, pensé para mis adentros, no vamos a poder pararnos a la hora de tomar el micro, pero no era el momento de echar pie atrás, había logrado ganarme un excelente aliado, que seguramente me abriría muchas puertas y no lo dejaría solo ni por un instante, es más, los gastos que demandara todo éste almuerzo correrían de mi cuenta. El arvejado que venía a continuación demoró dos botellas de vino en ser devorado y a esa altura, mi amigo tenía los ojos nublados por el trago y su conversación era un tanto incoherente que no se entendía la mayor parte de sus palabras.
Mal estaba terminando Gabriel su almuerzo, la muchacha ya había levantado todo el servicio que ocupamos y sólo quedaba en la mesa otra botella vino y los dos vasos, de ese modo una vez que se terminara el contenido tendríamos que buscar el paradero del micro y acomodarnos en espera de la salida, pero mi amigo insistía en seguir pidiendo más botellas que seguramente no sería capaz de consumir y como era cliente habitual, ésta escena se repetía cada vez que aparecía por esos lados dejando a todos preocupados por su regreso. No bien pagué la cuenta lo invité a que nos moviéramos en demanda del
transporte y solo después de varios intentos logré sacarlo hasta la calle para que por fin tomáramos el rumbo correcto. Zigzagueaba tanto por la vereda que me vi forzado a tomarlo por un brazo para que mantuviera la vertical y no se fuera a azotar contra el cemento, pero después de caminar un trecho, nuevamente intentaba regresar a la cocinería a pedir otra botella porque ya le había dado sed, solo mi firme postura consiguió que por fin divisáramos el paradero y por supuesto nuestro transporte.
En la medida como nos acercábamos para subirnos a ella, le noté que había cambiado de color y el azul intenso de su carrocería que en la mañana sólo se podía adivinar, ahora relucía por la limpieza, la huincha amarilla que tenía por el costado denunciando los lugares por dónde hacía su recorrido por si algún despistado la abordaba por equivocación. Con mi compañero tomado por un brazo por fin llegamos a los primeros peldaños de la pisadera, Gabriel a esa altura de la tarde no sabía en que mundo se encontraba y apenas el ayudante de Chávez me vio con él casi en vilo, corrió a prestarme ayuda para evitar que se pudiera caer al momento de subirlo al interior. Forcejeando por izar un cuerpo pesado por el estrecho pasillo interior no paramos hasta dejarlo sentado y bien recomendado que no se fuera a bajar porqué el micro pronto haría su salida. No tuvimos que esperar mucho para darnos cuenta que esa recomendación estuvo de más, apenas se sintió acomodado apoyo su cabeza en el vidrio de la ventana y no supo más de su mundo.
Para recuperar el aliento volví a la calle. Quería contemplar desde abajo como se desarrollaba el regreso de los pasajeros que en la mañana vinieron al pueblo, el ajetreo de personas que subían y bajaban, que acarreaban bultos y bolsos para depositarlos en la parrilla de encima del techo, aumentó su frecuencia a medida que la hora de acercaba. Varios hombres más llegaron en pésimo estado apoyados solo en el espíritu de sobre vivencia. Las mujeres eran las únicas a las que se veía acarrear innumerables bultos como verdaderas hormigas, aquí estaba estampada la indeleble marca de sus nuestros ancestros, los hombres en su mayoría durmiendo la borrachera mientras que sus mujeres asumiendo la responsabilidad final de llegar hasta el hogar con las faltas más indispensables. La mayoría de ellas tuvo que recoger minuciosamente los huevos de sus gallinas o resignarse a vender un chancho que tenía otro destino, pero aún así, se dieron maña para gastar los últimos cobres en algunas golosinas para sus hijos que esperaban ansiosos su regreso.
Los últimos instantes antes de dar la partida fueron frenéticos, gritos de mujeres pidiendo un poco más de tiempo y otros preguntando por pasajeros que aún no habían arribado. Tan repleta como en la mañana, ahora haría su salida desde San Javier con rumbo a Nirivilo, las mismas aprehensiones matutinas aparecieron antes que dejáramos el pavimento y pensé que




los primeros barquinazos acomodarían al pasaje que venía de pie. La mayoría de los hombres dormía plácidamente su borrachera porqué sabían de antemano que Chávez los despertaría al momento que tuvieran que apearse en su destino. Toda la familiaridad que envolvía ésta circunstancial relación dejaba conformes a unos y otros, ambos se cuidaban mutuamente y eso les permitía todas éstas licencias y otras, mucho más delicadas. Mientras el chofer daba las últimas miradas a su pasaje buscando que ninguno de sus pasajeros se hubiera quedado en tierra, se sentó frente al volante y con la prestancia de quien domina su oficio puso en movimiento al pesado vehículo repleto de gente y bultos.
Lentamente nos fuimos alejando del paradero, era conocida la circunstancia en que los pasajeros por hacer una compra de última hora se quedaban en tierra dejando escapar su única posibilidad de retorno, previendo ésta situación los primeros movimientos fueron de una lentitud exasperante. Pero bien valía la pena tomar éstas precauciones sobre todo al sentir los gritos de alguien que ya se había quedado abajo. Detenidos a poco de haber comenzado el viaje, esperamos al rezagado y casi en vilo lo introdujeron al interior del ya atestado vehículo. Los comentarios que generaban éstas demoras poco a poco fueron bajando
su tono, hasta que al interior del micro solo se sentía el ronronear del motor devorando la distancia que nos separaba de nuestros destinos.
Una vez enfilados por el camino de regreso los baches del camino me parecieron casi inexistentes, mi atención estaba puesta en la cantidad de hombres que dormían su borrachera plácidamente después de haber realizados sus diligencias en el pueblo. Éste había sido para ellos un recreo en sus pesadas labores y lo habían disfrutado con toda intensidad. Mañana volverían a su realidad y no habría más licencias hasta un largo tiempo, sus pesados quehaceres absorberían todo vestigio de nuevos recreos y se mantendrían enyugados a sus bueyes como si fueran uno. En cada parada el ayudante se preocupaba de entregar los bultos que al momento de subir cada uno declaro como propio y que normalmente contenían las vituallas para seguir peleándole a la vida otra oportunidad, nunca supe que se perdiera un paquete y si alguien por casualidad, dejaba algo olvidado, tenía la certeza que en la próxima pasada podría retirarlo con toda seguridad.
Lentamente nos fuimos acercando al destino, por su parte mi amigo Gabriel todavía dormía plácidamente y no daba señales de querer prepararse para su próxima bajada, tanto fue así que nuevamente el ayudante se acercó a su asiento y remeció su hombro tratando de hacerlo recuperar la lucidez, después de varios intentos logró que moviera la cabeza y comenzara un lento reconocimiento del lugar dónde se encontraba. Recién despierto no atinó a decir nada y solo miraba a su alrededor buscando una cara conocida, en ese momento le hablé y quise ayudarlo a encontrar su total ubicación, pero solo me miró un momento y ensayo una sonrisa que apenas movió los músculos de su cara, con ese gesto me di cuenta que el alcohol todavía le tenía embotado el cerebro y nada lograría con seguir animándolo, por su parte, Chávez al ver la escena por el espejo interior tercio en el intento por reanimarlo y con voz potente lo llamó a la razón diciéndole, ya pues don Gabriel o se baja o me lo llevo hasta Nirivilo. El hombre al escuchar la posibilidad de seguir el viaje y no tener como llegar de regreso a su casa ésta noche, se incorporó rápidamente como si estuviera sentado en un resorte y se abalanzó por el pasillo intentando llegar hasta la puerta, pero nuevamente la voz de Chávez lo hizo calmarse, espere un poco, si todavía falta para llegar hasta su parada, solo quería darle un susto al verlo qué todavía dormía como una guagua. El comentario no fue del agrado del campesino y si se calló, fue porque el chofer tenía la razón y podría salir perjudicado en futuras incursiones hasta San Javier.
Mi ocasional amigo por fin llegó hasta su paradero y con la agilidad que le da la vergüenza, se




apeo casi sin volver la vista atrás. La mayoría de los viajeros de ese día tuvo más o menos la misma bajada, en sus caras había una mezcla de culpabilidad y trasnoche, la incursión hasta el pueblo les dejó éstas secuelas pero que antes de llegar hasta sus hogares ya sería una cosa del pasado y no estaban para nada arrepentidos de los bochornos pasados y en el próximo viaje sucedería exactamente lo mismo, ésta era una institución que se llevaba a cabo al amparo del micro de Chávez.
Muchos viajes realice en el interior del antiguo vehículo y siempre fue lo mismo, también lo vi como se remozó más de alguna vez, sus dueños por fin entendieron que debían modernizarse, también fui testigo de cómo el progreso construyó y reparó los caminos del sector y los escasos vehículos de antaño fueron más frecuentes, del mismo modo pronto apareció la competencia, que ofrecía mayor comodidad y más rapidez. Tal vez aquí no había tanta camaradería, pero si más eficacia y los pasajeros fueron prefiriendo la variedad de horarios que traían los modernos buses y la seguridad de llegar al destino sin sobresaltos como antes. Esta competencia feroz, poco a poco fue dejando al añoso micro casi sin pasajeros y los hombres que antes viajaban con la seguridad que alguien los despertaría al momento de bajarse, debieron modificar su conducta so pena de ir a parar a lugares desconocidos.
La batalla se prolongó por varios años hasta que el progreso le asestó el último golpe. Una mañana llegaron hasta la parte más ancha del camino un sin numero de camiones con gente, que al decir de los más enterados, eran
los obreros que pavimentarían la ruta de San Javier hasta Constitución. Con éste adelanto a disposición de todos, el micro de Chávez no tendría como defenderse y su muerte estaba a la vuelta de la esquina. Mientras los trabajos de pavimentación se desarrollaban, el moribundo micro volvió a modernizar su aspecto, un flamante chasis usado del mismo color azul de antaño, llamó a sus antiguos clientes a que volvieran a confiar en él, pero la suerte estaba echada. Flotas de buses forasteros comenzaron sus primeros recorridos conscientes que al comienzo la competencia sería a muerte y a pesar de sus últimos manotazos por seguir haciendo lo que hizo por tantos años debió sucumbir al embate del modernismo.
Quizás si el final no debió ser tan traumático para una institución que abrió las puertas de las comunicaciones terrestres a una zona tan encerrada, que por esos entonces no soñaba con una comodidad como era tener una góndola aunque fuera vieja y destartalada. De las tantas historias que se contaron sobre los años en que funcionó como la única salida de esas serranías, habría para llenar muchos libros, sé que a éstas alturas de la vida el recuerdo de la existencia de ésta institución motorizada se habrá olvidado en la mayoría de los habitantes del sector, ya sea por el paso del progreso o porqué los mayores nunca les contaron a sus hijos que allá por los años cuando aquí no había camino, existió una góndola que nos transportaba hasta la ciudad.... y entonces los muchachos les dirán, acaso éste camino no siempre ha estado pavimentado.
Después de varios años de haber emigrado de esas tierras, un día al pasar por un camino vecinal en las cercanías de San Javier, vi como al interior de un campo reposaba el armatoste de lo que fue el micro de Chávez. El tiempo había hecho su trabajo y el óxido tenía herida de muerte toda la carrocería, por un momento se vinieron a mi memoria tantos recuerdos y anécdotas de su existencia, que impedirán que el olvido arrase con ésta parte importante del desarrollo de mi tierra.



PURAPEL

Texto agregado el 10-08-2004, y leído por 212 visitantes. (0 votos)


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