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A las tres de la madrugada le siguen las cuatro


A veces, cuando lo pienso un poco, me da la sensación de que la noche es la mejor medida del paso del tiempo. Es triste en cierta manera; pero en cierta otra también es cierto. Quiero decir, la manera en la que nos adentramos en la noche. Si me esfuerzo, puedo recordar la naturaleza absoluta que solía tener la noche, la capacidad para dotar de poder las cosas, de una levedad que se mezclaba con la trascendencia de maneras que mi cabeza, aún caliente en esas medias noches ya lejanas, nunca acabó de entender.

Hubo una época que salía por otros lugares. Corría, me daba prisa por coger el último tren, a las once y algo. Me iba a otra ciudad que tenía un no sé qué estival que, quizá por ser más joven que ahora, me embriagaba totalmente. No me hagáis caso, que lo mismo es la mirada retrospectiva, la nostalgia, que me jode cualquier juicio objetivo. Bebíamos, nos reíamos, ese tipo de cosas. Y entonces salíamos de donde sea que estuviésemos e íbamos a pie hasta la playa. Era como media hora, siguiendo la carretera. Recuerdo que teníamos que pasar por debajo de un puente al principio y por encima de otro al final. Caminábamos siguiendo la carretera, camino de la playa. Qué cliché, ¿no? Parece sacado de una película algo barata; pero es que era así. Hablábamos de tonterías, como tenía que ser. Nos parábamos en lugares arbitrarios, hacíamos el tonto en un parque que había por el camino, yo miraba los portales, los céspedes, lo que fuese. La ciudad estaba muerta más allá de la carretera, dormida. Al final: la playa, con sus bares, sus orillas, sus luces y sus discotecas. Con esa magia barata de las playas: ese aire más bien animado, jovial.

Nos divertíamos, hacíamos el tonto, pasábamos la noche. Entonces daban las cinco o por ahí y enfilábamos camino de nuevo a la ciudad. Me caía dormido en alguna casa amiga o esperaba a que llegase el primer tren y volvía a la mía. Quitando los trenes, no difiere mucho de lo que hago ahora. Y, sin embargo, era totalmente distinto.

Creo que es una cuestión de medidas. Antes uno no entendía muy bien cómo pasaba el tiempo. Parece obvio, pero no, desde luego no tenía la misma consciencia experimentada de que a las tres de la mañana le siguen las cuatro, y así. La noche avanzaba en términos “amatemáticos”. Y lo mismo con los espacios: incluso las zonas más revisitadas eran, a su manera, misterios irresolubles, como si fuesen territorios que nada tuviesen que ver con sus versiones diurnas. Ahora todos los lugares parecen un poco más pequeños. Parece más difícil perderse, como si haber mejorado mi orientación hubiese destruido totalmente mi capacidad de comprender la noche desde esa incomprensión tan necesaria. Ojo, no digo que me crea muy listo, no va de eso. Suelo bromear diciendo que soy insalvablemente idiota; pero Dios sabe bien que toda broma nace de la sombra de una verdad rotunda, así que no hay más que decir al respecto. Sencillamente me da la sensación de que hace años nos gustaba jugar a ser cínicos, como a casi cualquier adolescente. Y el problema es que ahora no tengo la más mínima idea de cómo podemos jugar a dejar de serlo.

Incluso, ahora las personas son personas. Antes eran algo más. Recuerdo otra vez aquella otra ciudad. Toda la gente de allí. Había una chica que me gustaba horrores. Supe de ella tangencialmente. Colateralmente. Nos habíamos escrito alguna vez con el único resultado de corroborar tajantemente lo que ya sentía. Pero no nos habíamos visto. Nos escribíamos y había algo totalmente efímero en lo que me llegaba, como si ella me escribiese desde el otro lado de un espejo. Y eso era la noche en parte, para mí. En alguno de sus correos hacía alusión a sus noches, en anécdotas triviales; pero por alguna razón entendía que, según mi perspectiva, esas noches eran tan eternas como aquellas otras en las que caminábamos siguiendo la carretera hasta la playa. Un día fuimos a un sitio como más cerca de las montañas, creo. Era como un descampado donde hacer picnics o algo así. Con sus mesas de piedra. Uno de esos lugares míticos en las ciudades pequeñas. Tan kitsch todo que hasta tenía su propia leyenda con el espíritu de un niño muerto y todo. Ese tipo de lugar, sí. Nos llevamos el alcohol y pasamos la noche ahí. Éramos un grupo variado, ni pequeño ni grande. Y ella vino y era la primera vez que estábamos en el mismo sitio realmente y todo daba vueltas y recuerdo haberme separado para pasear solo por la montaña y sentir en todo mi ser cómo estaba violentamente mareado. No hablé con ella en toda la noche. De hecho apenas la miré. Había alguna verdad no escrita y totalmente ridícula, algo así como que si la miraba demasiado se desvanecería. Todo eso era indiscutiblemente parte de la naturaleza que tenían las noches: tener a esa chica a menos de dos metros y ni siquiera estar seguro de ello por miedo -¿era miedo exactamente?- a voltear la cabeza un poco. Nunca llegó a pasar nada con esta chica en concreto. Al final, se convirtió en una de mis mejores amigas y, de hecho, como si fuese una bofeteada por parte del paso del tiempo, hace no mucho asistí a su boda. Pero, por otra parte, no puedo desprenderme de la sensación de que esa chica, la que atrofiaba mi cabeza con su presencia medio etérea, acabo desvaneciéndose en medio de la noche. Y que justamente lo hizo de la mano de la noche en sí, llevándose consigo esas pequeñas diferencias perceptivas que eran abismos: las que convirtieron la incógnita del tiempo en un simple correr de los minutos, las que hicieron los espacios un poco más pequeños –lo justo para que ya nunca más me perdiese en ellos-, las que definitivamente convirtieron a las personas en nada más que personas.

Pero caminemos algo más atrás en mis propios pasos. Sólo un poco más. Había otras noches y otra chica. Me había prendado de ella, pero con el paso del tiempo la cosa se había enfriado por completo. Pasados los meses, salíamos juntos, con más gente. Recorríamos las calles, el centro. Callejones totalmente laberínticos. Pero el punto álgido venía luego: cogíamos el metro para acabar en casa de una amiga. Esto ocurrió durante el lapso de poco más que un verano. En la casa nunca entraba el tiempo, era un hecho. Llegábamos a cualquier hora y nos dormíamos y al despertarnos yo nunca sabía ni por asomo qué hora debía de ser. Mirábamos películas. Una vez estaban dando una totalmente vieja de un hombre que se hacía cada vez más pequeño. En blanco y negro. Recuerdo despertarme en medio de la noche -¿pero era de noche?-, ir a la sala de estar, encontrarme con algunos de mis amigos viendo esa película, y sentarme y unirme a ellos. Uno de esos televisores algo viejos que tenían ese brillo tan característico, el que tienen cuando pierden la señal y se convierten en esa sopa de puntos negros, grises y blancos. La imagen de nosotros viendo esa película vieja, en silencio, totalmente groguis, ya de por sí me parece una imagen atemporal. Dormíamos en las habitaciones de la casa. Había varias. Yo dormía en una con una litera doble. En la otra litera solía dormir la chica en cuestión. Hablábamos. Un día, que ya no puedo hacer más que recordarlo como turbulento y sagrado, estábamos charlando y al acabar ella dijo algo como “me voy a la sala de estar, a ver qué están haciendo los otros” y acto seguido me besó, varias veces. Algo fugaz, sin señales previas, prácticamente arbitrario. No fue ni mucho menos la última vez que la besé aquel verano; pero sí fue la primera vez que una chica que me gustaba de verdad me besaba. Me quedé tirado en la cama y juro por Dios que no sé ni jamás sabré qué sentía o en qué pensaba. Siempre he asumido que me quedé pasmado, feliz; pero la verdad, mucho más maravillosa, es que realmente no sé ni jamás sabré qué sentía o en qué pensaba.

Pero en el fondo esto no trata de ninguna de las dos chicas. Antes que de ellas, va de esa casa exenta de tiempo, de ese descampado con las mesas de piedra, de esa carretera que llevaba a la playa. Y más que de todo eso, trata del paso del tiempo y de la noche y de todas esas cosas terriblemente bellas que solían habitarla y que, en algún punto que quizá nunca sepa localizar, decidieron emigrar vete tú a saber dónde.

La realidad al final de toda esta cháchara, el secreto sobre la noche, creo que está en que tardamos mucho más tiempo del que creemos en aprender que a las tres de la mañana le siguen las cuatro, y así. Y la verdad es que a veces daría todo por poder coger un martillo y romper todos los relojes sobre la faz de la Tierra hasta desaprender lo aprendido y volver a enfilar el camino de aquella carretera, hasta llegar a la playa o donde quiera que me lleve.








J. Quijano
1/2013

Texto agregado el 25-02-2013, y leído por 93 visitantes. (0 votos)


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