Quiso la mala suerte, que solo un sordo bebiera,
campechano y a su antojo, de la luna el relente.
Disipando algunas melodías en las cosquillas
de un firmamento de cal y canto, que me digería,
atentos amores me brindó, en una cama de hielo,
una polilla, e incinerando su cuerpo, logró la negrura.
Un mimo esbozó una sonrisa, y a cabestro alzado,
desligó de sus encajes mis manos, atrapó al viento,
hundió en él mi cabeza y me dijo. Vete a casa.
Con tozudez, aporreé un viejo piano desafinado.
Me metí de lleno, con muchas ganas de salir,
antes que pronto, de ese breve otoño de circo,
con un payaso callado y un pony amargado.
Una luciérnaga de barro me hizo recordar
que no era yo, el silente bufón del taburete.
Listo a aclarar que nada tenía de aguafiestas,
confisque para mí, las teclas con una rumba.
Bajo un sol de humo, en el entretecho de un bar,
fui directo hacia las venas de un do sostenido,
en una mano, tabaco, y la otra, en las estrellas. |