Él estaba sentado mirando la pantalla del computador personal. El cursor titilaba y titilaba y él seguía allí, como hipnotizado, como en trance. Miraba la hoja blanca, como si él fuera un pintor al frente de un lienzo infinito, con un pincel en su mano derecha, pero sin pintura en su paleta. Era un día normal, nada fuera de lo común pasaba ni había pasado hace ya varias semanas, era uno de esos momentos en los que pareciera que el mundo y el tiempo se hubieran detenido, solo para molestarlo. De pronto, el timbre de la puerta sonó. Él no esperaba a nadie, pero se levanto con pereza; y se dirigió a la puerta en boxers y sin camisa, porque aunque fueran alrededor de las 5 de la tarde, el día de hoy él tenía más rasgos de troglodita que de ser humano, entonces con el pelo enmarañado y sin haberse bañado abrió la puerta.
Era ella. Él estaba como pasmado. Ella no dijo una sola palabra y se limitó a mirarlo a los ojos. Y así se quedaron. Él la miraba y no podía creer que la fuente de su inspiración para incontables noches de insomnio al frente del computador personal estuviera al frente suyo. Finalmente ella estiró su mano, y le entrego una discreta carta, él la abrió. Estaba en blanco. Así como la pantalla en la que estaba sentado hace no más que unos instantes. Él la miró a los ojos y lo comprendió todo, se quedo en su mirada hasta que esta desapareció detrás de las puertas del ascensor, porque sabía que no volvería a verla.
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