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Relato galardonado con la 5º Mención Especial en el XXXV CONCURSO INTERNACIONAL DE POESIA Y NARRATIVA "HERMANANDO CONTINENTES 2013" organizado por el INSTITUTO CULTURAL LATINOAMERICANO (Junín, prov de Buenos Aires, Argentina)



Recostado boca abajo sobre la arena, sediento, exhausto, sin poder moverse, con la garganta reseca y los ojos enrojecidos, sintiendo una mezcla de ira y de vergüenza, Jeffrey Rowling advirtió, finalmente, que su empresa había terminado. Entendió perfectamente, como si fuera una revelación, que todo estaba concluido. Supo que mucho antes de que el lacerante sol del desierto se ocultase entre las dunas, y trajera el alivio de la noche y la oscuridad, él ya estaría muerto. Sin embargo, la conciencia de su trágico final no produjo en él una sensación de angustia o de desamparo, sino la comprensión de que su derrota tenía un sentido vital, y hasta cierto punto, filosófico.
Las fuerzas de la naturaleza habían ganado la batalla, y todo volvería a quedar en el lugar que le correspondía. Cada cosa, pensó, ocupaba en el universo su lugar, y el que se opusiera a ese designio y alterara el orden de las cosas, merecía su castigo. Este pensamiento, aparecido en forma desordenada y caótica en medio del estado alucinatorio en el que se encontraba, lo hizo sentirse como un luchador contra fuerzas infinitamente superiores a él, y por lo tanto el desenlace no se debía atribuír a la mala fortuna o a la impericia del vencido, sino que respondía a una lógica preestablecida y congruente.
Había llegado a El Cairo un año antes, desde su Filadelfia natal, luego de recorrer varias regiones del África septentrional, en busca de marfil y metales preciosos. Su vida azarosa y aventurera le había proporcionado recompensas materiales, pero sobre todo una extraña fascinación por el peligro y por la incertidumbre de no saber que le sucedería al día siguiente. En El Cairo había conocido a un grupo de saqueadores de tesoros, que planeaban una incursión en el Valle de los Reyes, en busca de los objetos preciosos que pudieran apoderarse en las numerosas tumbas de los faraones que se encontraban dispersas en la región. Aprovechando la amistad que entabló con uno de ellos, y de su conocimiento de la zona, se ofreció para acompañarlos y servirles de guía, a cambio de una pequeña participación en el tesoro que pudieran encontrar. Unas semanas después, pertrechados con los elementos necesarios para la expedición, partieron en el mas absoluto secreto.
Luego de varios días de viaje a lomo de camello, guiados por habitantes del lugar, ante quienes se presentaron como simples viajeros, llegaron al lugar elegido, al cual los árabes habían llamado Uadi Biban Al-Muluk. Una vez allí, el grupo se dividió y todos comenzaron a rastrear la zona, siguiendo los pasos y los mapas de otros que habían estado antes, en el mismo sitio, quitando de su lugar natural lo que pertenecía a la arena, al cielo interminable, a la memoria de un pasado ancestral y a dioses ya olvidados por los hombres. Tras varias noches febriles, borrachos de ambición y desenfreno, los hombres lograron hacerse de un importante botín, que escondieron en sus alforjas, ocultándolas de los ojos de los demás, y de la mirada de las despojadas deidades.
En un acto intrépido, de esos que lo hacían sentirse vivo y paladear el sabor del peligro, Rowling, quien esa noche había sido designado por sus compañeros como centinela, recorrió las carpas para asegurarse de que todos dormían. Cargó al hombro su fusil, tomó las cantimploras y las provisiones de varios hombres, llenó sus alforjas con todos los objetos que podía cargar sobre sus hombros, y partió en el mas absoluto silencio, a pié, en medio de la oscuridad total del desierto. Su plan era dirigirse hacia la antigua ciudad de Deir el-Medina, en la ribera occidental del Nilo, y desde allí tomar alguna embarcación que remontara el río hasta el Mediterráneo, y luego dirigirse a Europa. Sabía que su empresa sería difícil, pero lo reconfortaba saber que con lo obtenido tendría suficientes riquezas como para llevar una vida próspera y volver a instalarse en su país, transformado en un rico hombre de negocios, o quizás, mejor aún, en un poderoso terrateniente.
La primera noche, la huída fue rápida, casi frenética. Cargando el mayor peso que sus fuerzas le permitían, avanzaba rápidamente sobre la arena, alejándose lo mas posible del campamento en donde descansaban sus compañeros, con la idea de estar al llegar el alba lo mas lejos posible de allí. Cuando al amanecer los otros hombres emprendieran, furiosos, su búsqueda, él ya estaría a varias millas de distancia de ellos, y llevaría varias horas de huída. En las primeras horas se daba vuelta constantemente, aguardando alguna sombra o movimiento que hiciera suponer que estaban tras de él. Cuando salió el sol, a pesar de estar extenuado, decidió seguir caminando, para poder alejarse lo mas que sus fuerzas lo permitieran.
Se había llevado consigo, además de un cargamento de vasijas de oro y metales preciosos que eran mas pesados que él, las provisiones de al menos cinco de sus compañeros, con las cuales tendría agua y alimento para varios días de travesía. Cuando el inmenso sol del mediodía iluminaba todo de un amarillo intenso, que se confundía con el océano de arena que tenía bajo sus pies, recién se detuvo unos instantes, armó una improvisada tienda con las pocas mantas que tenía consigo, tomó de un sorbo el agua de una de las cantimploras que había robado, comió pan y queso y dormitó un par de horas, despertándose a cada instante, y sufriendo pesadillas en las que imaginaba que sus compañeros lo acechaban en la oscuridad, o que sus siluetas surgían bruscamente desde el horizonte, en busca del castigo al traidor.
Sin embargo, estaba solo. En todo ese dia no había visto a ninguna persona. Mirando hacia los cuatro puntos cardinales, solo se veía la imponente arena, bañada por el lacerante sol. A la hora del crepúsculo del primer dia de huída, reinició su marcha. Observaba obsesivamente su brújula, y las estrellas lo guiaban hacia su destino. Sabía que iba en la dirección correcta, aunque ignoraba a qué distancia de allí se encontraba Deir el-Medina. Suponía que le faltarían aún cuatro o cinco noches de marcha.
Al salir el sol nuevamente y calentar la arena con su fuerza abrasadora, Rowling volvió a detener la marcha, armó una tienda, sació su sed con toda el agua que pudo tomar, comió pan y queso y volvió a dormirse. Se soñó a si mismo, como un próspero comerciante de Filadelfia, soñó con una hermosa casa con techo a dos aguas, con elegantes columnas, con paredes de ladrillos y con una enorme chimenea. Se soñó a bordo de un cómodo carruaje, recorriendo la ciudad de su infancia. Al despertar se apoderó de él un sentimiento de placidez y de sosiego que contrastaban con su aspecto harapiento, su barba de varios días, su ropa sucia pegada al cuerpo por el sudor, y su olor hediondo a raíz de varios días de no encontrar un oasis para lavarse. Con mas ánimo que el dia anterior, y con la certidumbre de que sus compañeros estarían lejos de él y desorientados, continuó su marcha, siguiendo las estrellas.
Así siguió, huyendo por las noches, durmiendo y vigilando durante el sol abrasador de la tarde, durante cuatro o cinco días mas. Al sexto dia se dió cuenta de que había consumido las dos terceras partes de sus provisiones, solo le quedaba agua y comida suficiente para dos días mas. Intuía que Deir el-Medina no estaba tan lejos. Para vencer sus miedos se imaginaba navegando por el Nilo, en dirección al Mediterráneo. La libertad estaba cerca. Quedaba solo un último esfuerzo.
Dos días después, cayó en la cuenta de que solo le quedaba una cantimplora llena de agua, unas rodajas de queso y un poco de pan. Se dio cuenta de que era peligroso cruzar el desierto a pié, aunque si hubiera robado uno de los camellos de la caravana a la que pertenecía, hubiera sido rápidamente perseguido y capturado. Seguramente, pensó, los beduinos no notarían la ausencia de un hombre entre cincuenta hasta llegado el alba, pero inmediatamente notarían la falta de un camello. Su huída, en tal caso, hubiera durado solo unas horas. A esa altura de los acontecimientos el tesoro hubiera vuelto a la caravana, y él habría sido degollado por sus compañeros. Era mejor cruzar el desierto a pié y someterse a los rigores de la naturaleza, que serían, según él, menos crueles que los castigos de los hombres.
Ese día tomó solo la mitad del agua que quedaba, guardando el resto para el dia siguiente. Siguió su camino, aunque notó que la carga que llevaba le pesaba mucho mas que al comienzo de la travesía. En un momento de debilidad, pensó en dejar parte del cargamento para alivianar el peso y avanzar mas rápido, aunque quitó ese pensamiento de su mente y continuó, esforzándose aún mas que en los días previos.
Al volver a dormirse, no soñó esta vez con las casas confortables y apacibles de Filadelfia, ni se imaginó a si mismo remontando el Nilo en una cómoda embarcación. Soñó con un oasis, que hasta entonces no había encontrado en la vigilia. Soñó con aguas frescas y límpidas, con palmeras que se mecían por el viento y que le ofrecían generosas sombras. Soñó con inmensas nubes blancas que lo protegían del sol. Soñó con una lluvia torrencial que bañaba la arena ardiente. Soñó con camellos que caminaban apaciblemente por el desierto, y con beduinos que lo miraban fijamente pero que no le hablaban, porque no lograban escrutarlo. Soñó con el inmenso cielo estrellado del desierto, y con una enorme luna blanca que bañaba la arena. Soñó con el oro que tenía en sus alforjas, y que poseía con obsesión, y con el oro de las arenas del desierto, que jamás nadie podría poseer. Soñó con agua interminable, y con el mar que lo había traído hacia allí y que lo separaba de esa perdida región del mundo. Y en medio de ese sueño dulce, una imperceptible lágrima recorrió su mejilla carcomida por el sol, y cayó sobre la ardiente arena.
Al caer el sol y reiniciar su marcha, se sentía agobiado, como si no hubiera podido dormir. Su brújula y las estrellas le seguían indicando que se dirigía en la dirección correcta, aunque su intuición le hacía suponer que quizás se estaba alejando de su destino, y que en lugar de acercarse al Nilo se estaba apartando de él, internándose cada vez mas en el desierto interminable. Esta vaga sensación de sentirse perdido le generó una profunda desolación, aunque decidió continuar con el camino que le trazaban las estrellas. El peso del oro que llevaba era cada vez mayor. La sed era cada vez mas intensa, solo tenía agua en su alforja como para un par de sorbos. Ya no había mas pan ni queso. Si no hallaba la ciudad perdida, o si no encontraba un oasis salvador, sabía que su destino estaría marcado: que la arena del desierto sería para él, como para tantos otros antes que él, su gigantesca y olvidada tumba.
Al mediodía siguiente, en un acto desesperado, tomó el último sorbo de agua que había llevado, dejó caer la cantimplora vacía de sus manos, y se quedó observando el horizonte. Miró hacia los cuatro costados, pero no vió ningún oasis, ni ningún hombre, ni ninguna nube. Estaban solos él, la arena que ardía y lastimaba sus pies, y el inclemente sol. Se quedó tendido en la arena, esperando que la noche le trajera una mínima calma, para poder continuar su viaje. Así como poco mas de una semana antes se alegraba al divisar el horizonte y no advertir la presencia de ningún hombre que pudiera castigarlo por su crimen o robarle su tesoro, ahora al notar que la ausencia de vida era total se sentía desolado. Comprendió que estaba muy débil para continuar llevando su pesada carga. Revisó los objetos valiosos que llevaba consigo, y en un acto que lo colmó de dolor, decidió dejar sobre la arena parte de ellos, los que consideraba menos valiosos, para poder avanzar mas rápido y llegar así a su destino. Sabía que sin agua ni comida no podría seguir mucho tiempo mas.
En medio del calor insoportable del mediodía tuvo un sueño extraño. Soñó que un grupo de hombres se acercaban a él, que estaba tirado, exhausto, sobre la arena, y le ofrecían varias vasijas repletas de agua fresca, hogazas de pan y exquisitos quesos. A cambio solo le pedían la mitad del oro que llevaba. El hombre, que ya veía agotadas sus fuerzas, accedió al infame trueque, y se quedó disfrutando de sus manjares mientras veía alejarse a los visitantes con el oro que él les había ofrecido. Se despertó sobresaltado, cuando advirtió que nadie le había quitado parte de su tesoro, que estaba allí, intacto, a menos de un metro de él. También se dio cuenta de que las vasijas de agua y la comida habían sido una mera ilusión. Lanzó entonces un alarido de furia y de dolor, que solo fue escuchado por las arenas del desierto y por el lejano sol. Rowling comprendió, entonces, que la ferocidad de la naturaleza podía ser aún mayor que la brutalidad de los hombres. Desesperado, decidió continuar su marcha, aun en medio del insoportable calor de la tarde.
Mientras avanzaba penosamente, se levantó un viento fuerte que él sintió como ráfagas de fuego que laceraban su cuerpo. La brújula le indicó que el viento venía del sudeste. Traía un aire seco y caluroso, que parecía que le atravesaba la carne como una llama. La arena se levantaba y volaba por el aire, introduciéndosele en los ojos resecos y causándole un profundo dolor. Debía taparse la nariz y la boca con una manta ya que las partículas rojas de la arena suspendidas en el aire le impedían respirar. Intentó guarecerse y armar su tienda lo mas rápido posible, ya que comprendió perfectamente lo que sucedía. Era el temible siroco, el feroz viento del desierto, que modifica los contornos de la arena y enloquece y mata a los hombres. Acurrucado como un bebé en posición fetal dentro de su precaria tienda, aferrándose a su tesoro con todas sus fuerzas, comenzó a aullar y a llorar como un niño, mientras su rústica construcción era destrozada con furia por el viento.
La tormenta duró solo unas horas, pero bastó para que la carpa que Rowling llevaba consigo quedara prácticamente destruida e inutilizable. Al volver a abrir los ojos, vio que el paisaje había cambiado por completo. Las dunas se habían modificado tanto que no podía orientarse. Miró con ansiedad su brújula, cuando se dio cuenta de que a raíz del viento una de las maderas que sostenían su carpa había caído pesadamente sobre la alforja en la que se encontraba guardada, destruyéndola por completo. Solo le quedaban las estrellas para poder guiarse. Se dio cuenta de que no podría continuar su marcha hasta la noche, ya que estaba completamente desorientado. El paisaje era tan diferente que no sabría hacia que dirección avanzar. Furioso, maldijo su suerte, y comenzó a patear y a escupir el tesoro por el que estaba viviendo todo eso. Lamentó haber abandonado a sus compañeros. Pensó que si se hubiera conformado con su parte del botín ya habría llegado sano y salvo al Nilo, junto con los otros, y ya estaría llegando al Mediterráneo para avanzar hasta Europa, y desde allí regresar a América. Con la parte que le correspondía, pensó, hubiera bastado para comprar una bonita casa en Filadelfia, y vivir con comodidad por el resto de su vida. Levantándose bruscamente de un salto, no quiso pensar en eso, y continuó su marcha, aún sin saber hacia qué dirección se estaba dirigiendo. En ese momento ya no le importaba llegar a Deir el-Medina, solo le interesaba caminar en busca de un oasis para tomar agua y evitar la muerte inminente.
Los siguientes días fueron interminables y azarosos. Caminaba frenéticamente cargando su pesado tesoro, sin prestarle atención a las estrellas, y sin saber si se acercaba o se alejaba de su destino. Dormía en cualquier momento, hablaba solo y maldecía a todos los seres que podía recordar. Maldecía al desierto infinito. Escupía a su tesoro, aunque no podía apartarlo de su vista y pasaba horas mirándolo fijamente. Maldecía a Dios, de quien se creía abandonado. Miraba con odio a las estrellas, que con sus movimientos en vez de guiarlo a su destino lo confundían y lo hacían retroceder. Maldecía al sol impiadoso, al siroco brutal, a la arena que quemaba sus pies llagados. Y se maldecía a sí mismo, por haber arriesgado su vida solo por querer quedarse con un botín mas grande que el que le correspondía, perdiéndolo todo.
Una tarde furiosa de sol, arena, sed, hambre y soledad, apenas cubierto por los despojos de la carpa que el viento había destruido casi por completo, Rowling tuvo un sueño delirante. Soñó que se le aparecía Pinedyem II, el Sumo Sacerdote de Amón en el antiguo Egipto, quien había ordenado mudar las momias de los faraones de sus tumbas a pequeñas cuevas en el desierto, para evitar a los saqueadores de tesoros, que desde siempre habían intentado apoderarse de ellos. Pinedyem II miró con desprecio a Rowling, y lo amonestó duramente con palabras que él no podía entender. Sin embargo, en el lenguaje de los sueños, alcanzó a comprender el sentido de ellas, y descubrió que era infructuoso intentar apoderarse de algo que pertenecía, desde hacía siglos, al desierto.
Supo entonces que la arena, las estrellas, el sol y los vientos estaban protegiendo ese tesoro, y se habían puesto de acuerdo para hacer que él muriera de sed y de hambre, como castigo a su infame sacrilegio. Que los oasis que le eran negados se escondían de su vista, ya que no querían ofrecer sus vertientes de agua a quien venía a modificar la naturaleza de las cosas. Que el agua cristalina, ante sus ojos se transformaba en arena candente. Que las nubes se evaporaban cuando él alzaba la vista al cielo. Que los camellos y los hombres del desierto se apartaban de él porque lo despreciaban. Y que los faraones, y otros dioses lejanos tan distintos al suyo, lo dejarían morir allí, en el medio del abismo interminable. El no podría apoderarse de los tesoros ancestrales, sino que pasaría a ser, también él, como tantos antes que él, una parte del desierto infinito, quedando para siempre atrapado entre sus arenas, como un juguete entre las manos de un niño.
Rowling jamás vería al Nilo, porque era indigno de él. Luego de ese sueño atroz, lo entendió perfectamente. Siguió su marcha, sin embargo, cada vez con menos fuerzas, con mas dolores. Cada paso que daba se le hacía infinito. En los últimos días ni siquiera se animaba a mirar al horizonte, ni prestaba atención a las estrellas. Sabía que estaba completamente solo, que el faraón había ganado la batalla. Comprendió que ese tesoro jamás sería suyo, ni de ningún otro hombre, porque pertenecía a un pueblo, a unos dioses, que habían quedado enterrados bajo las arenas, y que él jamás llegaría a entender.
Al darse cuenta de todo esto, supo que su final era inevitable. Tendido sobre la ardiente arena, sin fuerzas ya para ponerse en pie, aferró su tesoro por última vez contra su pecho, y pensó por una vez mas en su ilusoria casa de Filadelfia, en abundantes cenas de Navidad, en cabellos de trenzas rubias, en ojos azules, en hogares de leña, en crucifijos y salmos que él repetía los domingos, y en cosas para él familiares, pero que el desierto ignora. Desolado, se sintió un verdadero extraño en esa tierra inhóspita.
Un fuerte viento volvió a golpear con fuerza el desierto, llevando llamaradas de fuego por el aire. Las arenas formaron dunas que en pocas horas cambiaron abruptamente de formas, modificándolo todo nuevamente. El oro y las ofrendas a un faraón del que nadie recuerda su nombre quedaron enterrados bajo la arena del desierto implacable, en el lugar a donde siempre pertenecieron. Y el mismo desierto que acunó a faraones hoy ajenos y olvidados, cubrió también los huesos de gentes extrañas para estas arenas, que llevados por sus bajas pasiones, osaron alguna vez perturbar el sueño de los dioses.

Texto agregado el 23-02-2013, y leído por 126 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
20-09-2013 el tejido del cuento entre vigilia y sueño tiene la pasión aventurera de un detective - ladrón arriesgando la vida en el desierto. el peso del destino de entregarse a tamaña aventura, me pareció escrito con destreza. y la hipótesis poética de que tal destino -y no otro- sea el sueño de los dioses, una metáfora sólida de lo que los hombres en este mundo están llamados a cumplir, o no. quilapan
24-02-2013 Buena historia recordo mi lectura de la infancia,las mil y una noche. Rocxy19
24-02-2013 Atrapante historia. Me encantó godiva
 
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