Prólogo: “No Todo lo que Se Planea Sale Bien”.
El repiquetear de los tambores sonaba una y otra vez aquella mañana. El sol había decidido no salir a trabajar, dejando a todo ser vivo en la penumbra aquel día. El cielo estaba encapotado con las grises nubes, que no podían ser sino un mal presagio. Aún así no estaba abochornado, de hecho hacía un poco de frío a pesar de estar en la mitad del Mar Caribe.
Las aguas turquesas bañaban las costas de una de las muchísimas islas que tanto abundaban por aquel lugar. De pronto, un grito desgarrador brotó desde las verdes entrañas circundadas por la blancura de la arena.
Cadáveres y cadáveres se apilaban por doquier en el interior de la isla. Esos pobres desgraciados eran los tripulantes de un navío que había encallado horas antes en la playa tras chocar contra unos arrecifes, de hecho a esas horas seguía ahí muy quietecito en el último lugar en que había estado.
Varios de aquellos muertos ni siquiera contaban con su cuerpo terrenalmente, se lo habían arrebatado sus captores a la hora del desayuno y jamás habían vuelto a ver la luz del sol.
Los más afortunados echaban en falta tan sólo una mano o una pierna, la cual a esas horas estaba a la espera de ser el almuerzo de los asesinos.
Pero… ¿quiénes eran aquellos terribles asesinos? Los dueños de la isla, los aborígenes. Pero ellos no eran unos indígenas cualquiera, eran caníbales declarados, el terror de cualquier navegante que se embarcara en el mítico Caribe y osara pasar en frente de esas costas de la isla que según ellos les pertenecía por tradición y defendían con uñas y dientes de cualquier invasor.
Otro gritó germino, desde los labios de un hombre, para mayor exactitud. El dolor hacía mella en todo su cuerpo, y eso que él no era un hombre muy afecto a doblegarse ante la adversidad del sufrimiento ni mucho menos a demostrar lo que sentía. Muchas veces se había llegado a decir en el último tiempo que era invencible y, para colmo de los males, indestructible, lo cual causaba que toda la sociedad tuviese el desagrado de convivir con uno de los mayores terrores del mar de aquella época.
Pero, por fin algo había conseguido hacer que entrase en razón y descubriese que era tan humano como todos nosotros, mis queridos lectores. Aquel fuerte y temido hombre estaba atado a un palo con una multitud de lianas sacadas desde el pequeño bosque que componía el interior de la isla. La libertad lo estaba dejando de lado y, poco a poco, comenzaba a entrar en franca agonía, la cual solamente ingresa al cuerpo llevada de la mano por el terror.
Su verdugo, un aborigen nativo de la isla, no perdía el tiempo y, de tanto en tanto, le dedicaba uno que otro golpe con cualquier objeto contundente que encontraba y le perforaba la piel con su lanza como le daba en gusto y gana.
Mientras tanto, él podía ver todo lo que había ocurrido aquella fatídica madrugada desde su verde prisión. Aunque de tarde en tarde prefería cerrar los ojos para no mirar cómo moría su tripulación, llevándose sus sueños junto con ella y tirando todo aquello por lo que había luchado por la borda.
Su larga chaqueta conchovino camuflaba a la perfección la sangre que emanaban sus heridas, algo completamente difícil de lograr para la finísima camisa de hilo que llevaba. Su atuendo lo completaba un pantalón del mismo color de la chaqueta y unas elegantes botas de cuero negro.
Su mirada, a pesar de la situación en que se encontraba, no perdía la astucia, la ira mal contenida y la arrogancia que siempre le habían caracterizado. Eso, su extraña forma de vestir y las múltiples armas que llevaba atadas al cinto le delataban como un pirata. Y el hermoso sombrero negro de ala ancha ribeteado con una pluma del mismo color hacía ver a las claras que era un capitán.
Su verdugo decidió que por fin era la hora de acabar con su interminable tortura y levantó el machete en dirección a su víctima. Entonces el pirata decidió hacer algo que jamás pensó que haría en su vida: deshacerse de su arrogancia y crueldad, para tomar un rol de completa sumisión.
-¡Ayúdame, bendito mar, ayúdame! ¡Ayúdame, bendito mar, ayúdame!-gritó voz en cuello.
De pronto, las nubes se arremolinaron y juntaron más de lo que ya estaban, cerrando el cielo en la negrura. Uno que otro rayo surcó las alturas encapotadas. La tierra se sacudió con fuerza bajo los pies de todo aquel que estuviese en la isla. Y, a lo lejos, se escuchó el embravecido rugir del mar.
Los indígenas se miraron extrañados los unos a los otros y observaron aterrorizados al extraño personaje que gritaba como loco. Ya lo hubiesen matado y alejado la desgracia de sí, pero no se atrevían a hacerlo por temor a que su muerte les acarrease una terrible maldición.
De pronto, desde la floresta, apareció una extraña mujer. Era alta y delgada, de tez mate surcada por múltiples arrugas, su cabellera otrora negra flameaba nívea al viento y tenía una profunda mirada avellana. Su avanzada edad no restaba puntos a su belleza, la cual se había acentuado más en su juventud, aún así parecía desgastada y muy cansada.
Una túnica blanca se abrochaba en su hombro izquierdo con una exquisita pinza de oro. Las sandalias de cuero que llevaba puestas tenían hermosas aplicaciones de pedrería. A sus brazos y dedos no les faltaba ni el oro ni la plata. Pese a su exótica vestimenta, emanaba de ella un gran respeto e inteligencia, quizá un poco de picardía se podía ver en su sabio mirar.
-¿Por qué? ¿Crees merecerlo, acaso?-preguntó irónica. A pesar de la edad que tenía, su voz no perdía su melodía.
-Pues claro, soy un súbdito tuyo-dijo el hombre tras unos segundos de silencio, en los que todos se miraron perplejos los unos a los otros, recuperando al fin la habilidad del habla.
-¿Quién te crees tú, simple mortal, para llamarme?-preguntó la mujer furiosa ante el cinismo del hombre que tenía en frente, aumentando la nota sarcástica en su voz.
-Por favor, libérame de aquí, ayúdame-dijo el hombre, con mayor seguridad en sí mismo, midiendo su mirada con la de la anciana. Aún así, trataba de aparentar respeto por ella, pues sabía que eso era algo elemental en caso de querer la salvación por parte de ella.
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