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Bruno

Como cada mañana Bruno se dispone a apagar el viejo y maldito despertador de campanillas, que aunque hubo una época corta en que le hizo falta, ahora y desde hace muchísimo tiempo no lo necesita para despertarse. La también vieja y oscura habitación empapelada al estilo años cuarenta no desentona con la casa en la que vive Bruno. Es una casa vieja en un barrio de Madrid, heredada de la familia y única propiedad del desdichado Bruno.

Vencida la pereza diaria de levantarse de la cama se dirige a la cocina a preparar su café de siempre, ese que incondicionalmente alberga posos en el fondo de las tazas una vez servido. La cocina es como el resto de la casa, nunca se ha reformado, y se viste de azulejos blancos de quince por quince hasta más o menos la mitad de las paredes. El suelo es de una especie de baldosas de gres color marrón muy desgastado por las zonas de más paso de la cocina. La nevera es bastante antigua, aunque no llega a ser de esas redondeadas que había en la antigüedad.
Prepara el café en una cafetera de acero inoxidable que parece tener cien años y se enciende un cigarro mientras mira por la ventana. El acero inoxidable le recuerda a un hospital, a las mesas de los hospitales, a una morgue... no sabe exactamente a qué, pero convive con ello sin mucha preocupación.
Lo que se ve por la ventana es bastante gris, el cielo gris surcado por las ramas de árboles cercanos pelados de hojas por el invierno, el suelo gris de la calle de baldosas de cemento cuadradas colocadas en forma de rombo solo alterado por algún tono entre amarillento y marrón de las hojas caídas de los árboles. La bicicleta atada a uno de los árboles no es gris, aunque el óxido que le afecta desde hace mucho tiempo tampoco la mantiene en su verde original, más bien es verde grisáceo tirando a marrón ya.

El agua de la cafetera burbujeando cerca de la ebullición le saca del ensimismamiento en el que está inmerso mirando por la ventana y de paso se da cuenta de que no ha disfrutado la última calada de su cigarro como hace siempre, sino que se le han acumulado dos centímetros de ceniza pegados al filtro. Con la decisión que actúa un hombre de cincuenta y pico años, enjuto, activo y acostumbrado al monótono trajín diario, tira la colilla del cigarro directamente a un cubo negro que hay junto a la mesa, vierte el café hasta la mitad de una taza y se sienta en la rígida y desnuda silla de asiento de madera y patas metálicas que tantos años lleva habitando la cocina. Minutos después camina por la fría y casi solitaria calle con su abrigo gris marengo y su sombrero bien calado.

En la calle solo se oyen sus pasos y levemente caer algunas gotas, la lluvia es calmada como todo lo es por la mañana en el camino que Bruno toma para ir a la oficina. A veces, los fines de semana Bruno sale a sentarse en un banco cercano a su casa y desde allí escucha la corneta de órdenes de un cercano cuartel de aviación. Ese sonido y el de los aviones de turbohélice que aún surcan ese ahora gris cielo le traen agradables recuerdos de la infancia. La infancia, ese tiempo en el que nada importaba más allá de divertirse con familiares o vecinos… que lejos queda la infancia…

Cuando llega a la oficina son las 8:40 y se ve bastante gente por las calles, no solo por la hora sino porque él escoge a diario el itinerario menos transitado y la oficina está en una calle muy transitada, que no llega a ser avenida a pesar de su tránsito y anchura. Sube las escaleras del antiguo portal y abre la puerta marrón de la oficina. Almudena ya está allí. Almudena es una compañera que lleva tres años en la oficina y que a pesar de su juventud, unos veintiséis años no se satura ni se deprime con su monótono trabajo.
En la oficina solo están ellos dos cada uno en su escritorio, cada escritorio en un lado de la oficina, enfrentados entre sí. El jefe, ese gordo, el gordo; nunca aparece por la oficina. Hace años que no se le ve, incluso cuando un hermano del jefe viene a comunicar algo a Bruno sobre algún cambio en el trabajo, Bruno duda de si el jefe está vivo o su hermano les hace ver que está vivo por algún interés que Bruno desconoce.

La jornada es asquerosamente monótona, hay que revisar listados infinitos de números sin ton ni son, sin ningún tipo de relación entre ellos. Solo les trae un mensajero dos tacos de papeles semanalmente, tacos llenos de números y fechas que ellos tienen que contrastar y avisar por teléfono a otra oficina en caso de que los números de un taco en una fecha determinada no concuerden con los del otro taco. Realmente no saben si se trata de contabilidad o de qué, solo saben que han de comprobar esos dichosos números, de tres, cuatro, cinco… a veces hasta de siete cifras.

Cuando el reloj de la pared de la oficina marca las 11:00 Bruno baja al bar a tomar otro café y algunas veces una copa de anís. Siempre es el mismo ritual, él se levanta y le ofrece a Almudena un café u otra cosa del bar, y ella siempre agradece y declina la oferta. Ella nunca come ni bebe nada. Apenas hablan en la oficina de nada, ni siquiera ponen casi nunca la radio, dicen que cuando lleva un rato puesta no pueden concentrarse ninguno de los dos en sus números. Esos absurdos números.

Cuando Bruno vuelve del bar y cuelga el abrigo en el perchero de madera siempre piensa en la cantidad de veces que habrá hecho ese gesto a lo largo de su vida. Lleva en la empresa desde los diecisiete, y siempre ha sido todo así excepto la compañera de oficina.
Hasta hace cuatro años compartía oficina con Marga, una señora que ya era mayor cuando él entró a trabajar en esa oficina, o por lo menos lo parecía. Hace cuatro años Marga se jubiló y Bruno estuvo unos días solo hasta que el hermano del jefe envió a Almudena. Siempre se supone tras una entrevista previa que con poco o ningún esfuerzo Almudena superó. Y digo superó porque es casi una prueba pasar una entrevista con el jefe o el hermano del jefe.
Cuando Bruno encontró ese trabajo por medio de un papel pegado en el escaparate de una mercería era el jefe en persona quien recibía a los candidatos para las entrevistas. Por aquel entonces no se le llamaba “el gordo”, era el Señor Andrades. Así le llamaban todos; en el bar de abajo, el portero del edificio, Marga y hasta su propio hermano, que ya por aquellos tiempos iba por la oficina de visita, como ahora. Ese zángano de Joaquín nunca ha trabajado en nada, solo ha estado bajo las faldas de su hermano mayor y azuzando a los dos trabajadores de la empresa, cosa que no hacía su hermano a pesar de ser el jefe.
Aún iba el jefe a la oficina en esos tiempos, a su despacho anexo (hoy archivo) y nunca dio una orden a ninguno de los dos trabajadores ni tuvo nunca una mala palabra para ninguno de los dos.

A las 14:00 sonaba el reloj de una pequeña iglesia cercana y Bruno y Almudena se iban a comer. La verdad es que Bruno no sabía ni donde vivía su compañera, él iba a su casa a comer y entraba a trabajar de 15:30 a 17:30 por la tarde. Cuando él llegaba a las 15:30 Almudena ya estaba allí, había abierto la oficina y estaba ya preparando su fajo de papeles para liarse a revisar los dichosos números.
Apenas sonaba el teléfono. Algunos meses ni una sola vez. Cuando sonaba era Joaquín con alguna orden del jefe, alguna orden absurda como: “Dice el Señor Andrades que necesita la revisión de los números desde el día 25 de marzo hasta el 25 de septiembre”. Y entonces Bruno hacía un informe con las posibles incidencias (o no) que recogía al día siguiente el mismo Joaquín para llevársela al jefe, que se suponía estaba en su casa por su delicada salud.

Cuando daban las 17:30 Bruno se iba a casa por donde había venido y dejaba a Almudena cerrando la oficina. Bruno llegaba a su casa, se servía una copa de vino y se sentaba a escuchar en la radio las noticias de las 18:00. Nunca le gustó el deporte ni la política, solo los sucesos mundanos de los que desgraciadamente había pocas noticias. Releía una y otra vez ejemplares atrasados de El Caso para saciar su curiosidad por ese tipo de sucesos.

Cenaba pronto, aunque luego se acostaba a las tantas viendo cualquier cosa absurda en televisión. A ciertas horas le venían reflejos, imágenes de médicos que le intentaban tranquilizar. Él no le daba importancia, ignoraba el por qué de eso y a la vez lo sentía como algo familiar.
Esa noche ponían una película antigua en televisión, trataba de la primera guerra mundial. Las imágenes ilustraban una Rusia devastada, llena de gente hambrienta y a pesar de ello unida contra el ataque de los alemanes, los nazis.
Estuvo tan concentrado en la película que no se dio cuenta de que había terminado y se podía ver la carta de ajuste.
Llevaba un rato dormitando y se puso a pensar en Almudena, algo que no hacía nunca. Soñaba que tenía con ella un affair y que el desenlace era dramático. No sabía que había sucedido en su pensamiento pero Almudena caía por la ventana de un edificio alto ante la mirada atónita de cientos de personas que miraban la escena desde la calle.

Despertó de día en la cama de una habitación que no era la suya, todo se había desvanecido, su casa, su despertador de campanas, su oscura habitación empapelada...
Estaba en una habitación muy grande pintada de blanco y muy luminosa. De pronto quiso moverse y no pudo, estaba atado con correas de cuero a la cama. Sus ojos no paraban de moverse y la cabeza le daba vueltas de forma vertiginosa hasta el punto de sentirse mareado.

A los pies de la cama dos hombre vestidos con batas blancas negaban con un gesto de la cabeza y hablaban entre ellos:
-Es increíble que pudiese escapar y llegar hasta su trabajo después de tanto tiempo.
-Pues si, lo que no entiende nadie es por qué la víctima no dio la voz de alarma y estuvo ese tiempo con él en la oficina sin siquiera intentar huir de él.

Bruno escuchaba todo eso, pero solo le venía a la cabeza la escena de Almudena cayendo por la ventana y a los cientos de personas que gritaban y miraban hacia arriba aterrorizados.

Texto agregado el 22-02-2013, y leído por 82 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
22-02-2013 excelente cuento, el final se precipita al igual que Almudena por la ventana. dan ganas de saber algo más de ella. NeweN
 
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