¡Las lagañas no son cosa hermosa!, le decía la madre a Irma.¡ Las lagañas te hablan de suciedad, de la carne, de ese trasnoche humoso, desvestido y prostituto, el que huele a cantina y a pecado!; se miraba en el espejo tratando de sacar la borra de su cara, pero nada, seguía ahí apretando el lagrimal delineado de café que a Nelson tanto le gustaba y terminó por lastimarse, hizo de esa uña una daga que rajó estrepitosa la abertura de su ojo izquierdo dejando salir el mar contenido de su pena, de aquel suspiro asumido que antaño tenía voz, grito y llanto; salieron sus fantasmas, las hadas de su infancia y un cuánto hay de viejos rencores aconchados y en un ademán de no ser descubierta puso el dedo apretando la llaga donde el espolón nocturno y cigarrero que tanto descomponía a su progenitora se erguía poderoso, altanero. Bien decía ella que no era cosa bella que una mujer dejara a la vista el peñón vividor del desencanto, aquella huella libidinosa del espíritu femenino que no tenía nada que ver con el dulce sueño que mostraba a medio día la presencia de aquella basurilla anaranjada, casi cristalina como una gema pura a trasluz que derrochaban las puras; esta era negra como el berrinche de su sexo tan semejante a la promiscua mueca de ese lunar, como el incrustado hollín develaba un espíritu mundano y tan atractivo para hombres deseosos de absorber todas sus noches.