Raro eso del destino y sus consecuencias.
Criollos, italianos, españoles y hasta suisos, mezclándose de una manera exacta para resultarnos vecinos.
Mil millones de casualidades nos hicieron vivir a uno pegado al otro. Casi la misma casa, afortunadamente, el mismo terreno.
Vengo de una época y pueblo, donde no golpeábamos para entrar. Siempre que sea por atrás, por la cocina.
Cuando todo, aunque no lo sabía, me hará como soy.
Hilda tenía sus hijos.
Tres. Uno más de la primera viudez.
Aquí relata el quinto.
Sentimiento y experiencias la habrán forjado cariñosa, dura y sutil en sus exageraciones.
Nunca me contaron sobre la primera vez que nos vimos.
Habrá sido una voluptuosa ama de casa.
A mí, calculo, recién me traerían del parto.
Sí recuerdo el resto. Su casa, ese cuerpo abarcador, mi pertenencia a su vida… y viceversa.
Ella seguramente sabía de su origen. ¿Para que ir y venir?
Yo no.
Cuando naces chico, el barrio o el pueblo, te resultan pequeños. Me fuí, para volver… tarde.
En una ciudad lejana, de esas que creí también mía pero era de otros, me alcanzó la tristeza.
Tan pesada como para pensar en los viejos.
Se me ocurrió, o sentí, que los estaba perdiendo.
Y todo para no encontrar nada nuevo.
Clelia es mi otra mamá, la que me parió en uno de esos sanatorios como en el que ya estaba Hilda.
¨No le diga al Abelinacio que estoy acá, a ver si se vuelve todavía¨, le decía desde la cama en cada visita.
Para cuando llegué, lo primero, o lo único que recuerdo como bienvenida, fue que los viejos estaban bién.
Esperándome. Y lúcidos.
Solo que Hilda, hace unos días, dijo que ahora sí… le digan al Abelinacio.
No se trata de estar ahí, cuando murió, como ella cuando me trajeron recién nacido.
Pero sí tomar el último mate con cáscara de naranja, mientras me lee en voz alta, como aprendió en su único año de escuela.
Solos y juntos, un ratito más.