Hay textos que desde su concepción vienen saturados de azúcar, no son aptos para diabéticos; pero el sentimiento que encierran es verdadero, aunque lo dulce empalague un tanto. Éste es un texto de ésos, lleno de miel y de amor.
De lo que se trataba era de imaginar, de adivinar nombres. No cualquier nombre, sino uno en especial que contuviera todas las cualidades que sus diecisiete años anhelaban: un nombre de mujer, el más bonito, el más elegante, el más deseable. Así que en su mente barajaba mil nombres posibles, para preconcebir el nombre que podría tener la niña que le robara el corazón y a la cual aún no conocía, ni sabía cuando podría aparecer. Hasta parece mentira que a su edad no tuviera todavía su primera novia; pero así era. A él no le preocupaba demasiado; sin embargo, la inquietud de la incertidumbre ya no le daba sosiego. ¿Cómo habría de llamarse la chica que finalmente anidara en su corazón?
A él, le gustaban muchos nombres, algunos lo seducían; sobre todo aquéllos que iban asociados con la imagen de alguna niña conocida o vista al pasar. Si cualquiera de ellas le hubiera hecho caso, con seguridad se habría enamorado a pie juntillas, sin remilgar nada. No había sucedido así. Mientras aparecía la chica precisa, podía soñar con todas e ilusionarse creyendo que alguna sería capaz de preferirlo precisamente a él.
¿A qué sabrán los labios de Ana (uno de sus nombres favoritos)?, pensaba. ¿Cómo se sentirá tener tomada de la cintura a Gabriela (otro de sus nombres favoritos)? Me gustaría estar muy cerca del rostro de Violeta y percibir la tibieza de su aliento. ¿Qué haría si de repente Olivia me rodeara el cuello con sus brazos y me dijera “te quiero”?...Las elucubraciones y los deseos no faltaban. Día con día, estos pensamientos ocupaban bastante de su tiempo libre y también se le cruzaban como relámpagos, durante las tareas cotidianas y obligaciones.
Pensó y pensó sin que nada pasara, sin adelantar un milímetro ni se presentara la chica añorada. ¿Podría llamarse Helena, como la de Troya? ¿Tal vez, Ofelia, como la de Hamlet? ¿O quizá Rebeca, Becky, como la niña de trenzas doradas de Tom Sawyer? ¿Y Susana, la mujer largamente añorada por Pedro Páramo?...¿Quién lo sabía?...A él, sólo le quedaba aguardar y ofrecer lo que tenía: su corazón limpio, su tímida y apocada forma de ser, su miedo ante el rechazo, sus ansias de amar a alguien, como la canción de los Bee Gees.
La vida es buena, bella, incomparable, pero generalmente no cumple antojos. Un día cualquiera, el chico de diecisiete, se enamoró de la voz suave y tímida de una niña esmirriada, frágil, de rostro agraciado. La escuchó leer y el timbre de su voz se le metió muy dentro, lo trastornó, lo puso a padecer. Cuando días más tarde se le acercó y le propuso que fueran amigos, temblaba peor que un condenado y deseaba que la tierra se lo tragara si ella le decía que no. Pero la chica aceptó, quiso ser su amiga. Fue entonces cuando él, algo más sereno, hizo lo adecuado, lo que urgía, lo que era indispensable: le preguntó su nombre.
-¿Cómo te llamas?- dijo expectante, tenso, temeroso de escuchar que se llamara Torcuata, Pancracia, Anacleta, Filomena, o tuviera cualquier otro nombre estrambótico; pero no, cuando ella respondió, la palabra que salió de sus labios fue muy sencilla, corta, rotunda, plena, nombre de una flor incomparable:
-Rosa. Me llamo Rosa.
Él sonrió; de repente, se sintió El Principito de Saint Exupéry.
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