Tuve miedo de abrir la cortina, pues sabía que al hacerlo, el exceso de luz evidenciaría lo avanzado del día.
No quería levantarme, ni llegar tarde, así que como en tantas otras ocasiones, elegí la cómoda ignorancia.
Muy segura de mi omisión, me disponía a envolverme en las cobijas, cuando escuche mi nombre gritado en una voz angustiada.
Afinaba mi escucha tratando de determinar la fuente del grito, cuando un remesón de tierra me obliga a dar un salto sobre mi caótico lado izquierdo de la cama.
Al tocar el suelo, maldije la sabia madre naturaleza, mientras pensaba aliviada que el día anterior había depilado mis piernas, por lo que sería fácilmente identificable como un cadáver femenino.
Puse mi cedula en la boca (no quiero ser NN), y salí de la habitación en dirección a los gritos.
Baje las escaleras con ganas de vomitar, y a continuación exhibí ante los vecinos mis pies descalzos, y mi cuerpo envuelto en una tela blanca.
Pensé en el director del área en que trabajaba hace algún tiempo, al ver que mi vecino tenía unas desproporcionas bolas colgando de su cuerpo. Sin duda, todos desnudamos nuestro interior, por algo dicen que la naturaleza saca a flote lo peor de las personas.
La fuente del grito inicial, es decir mi amiga, mostraba más cuerpo que yo, y a su lado, espere pacientemente el final del tedioso fenómeno que interrumpía mis horas de ocio.
Cuando el mundo dejo de mecerme, supe que era hora de bañarme y salir.
Ahí entendí que hay despertadores más efectivos que los relojes, y que espero no sigan siendo implementados.
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