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El amor en tiempos de influenza

El frío y la lluvia apoyan el mandato de las autoridades de no salir a las calles. Hay un toque de queda permanente. La influenza es incontrolable y alcanza niveles de epidemia. Se decreta cuarentena para la ciudad más grande del mundo. Veinte millones de habitantes aislados, condenados al claustro de sus hogares.

Hay quienes intuyeron esa catástrofe y previsores acopiaron alimentos suficientes, en tanto que la mayoría depende de la asistencia social. Cada mañana, brigadas asistenciales del gobierno entregan despensas insuficientes y selectivamente.

Los desfavorecidos, los de siempre, ilegal y furtivamente buscan alimentos por las noches, cuando la vigilancia mengua. Es el quinto día de confinamiento y el tercero en el que yo salgo a buscar comida.

Soy estudiante de psicología y comparto departamento con otros tres estudiantes oriundos del norte del país, que lograron salir de la ciudad antes de la orden de encierro.

En ocasiones, logro con éxito extraer algo de comida enlatada de un supermercado. A pesar de la prohibición, no soy el único que ha encontrado esa fuente de alimentación. Esta noche no tuve tanta suerte, el lugar era vigilado por la policía de la ciudad. Me descubrieron y la persecución formal se inició, pero no por intento de robo; no debían permitir que un potencial infectado dispersara el virus.

Ellos son más y conocen mejor el lugar, yo, habituado al ejercicio, me mantengo delgado y ágil, condición que me da ventaja sobre mis perseguidores y con facilidad gané distancia.

Por ignorancia y descuido, entro en un callejón oscuro y sin salida. Al darme cuenta de esta circunstancia, un par de patrullas bloquea la salida. La única alternativa para escapar, es escalar más de cuatro metros de la fachada de un edificio antiguo. Las columnas dentadas facilitan el ascenso. Desciendo al interior del edificio. Permanezco quieto y receloso, ovillado en uno de los corredores techados.

Mi intención es pernoctar ahí, a salvo de la policía, luego regresar al apartamento antes del amanecer. Y me dormí más de lo programado. Entonces soy sorprendido por un grupo de religiosas que aprovechan esos instantes de mi confusión para llamar a un par de hombres protegidos con mascarillas. Parece una escena de guerra. Menos mal que me sujetan con firmeza, pero sin violencia.
Explico mi situación y al no mostrar aparentes síntomas de la enfermedad, optan por darme asilo con un estricto aislamiento de siete días.
Aislado dentro de un claustro me parece un confinamiento extremo, que no me niega la oportunidad de conocer la particularidad del lugar, gracias a la indiscreción de los hombres de seguridad. Podría pensarse que es fácil distinguir la diferencia, pero no. Y aunque el hábito no hace al monje, confunde. Esta orden de religiosas había dado cobijo al grupo de prostitutas que ejercen el oficio en las calles de la merced. Todas visten atuendos religiosos.

Dos condiciones acortarán mi solitaria estancia en la habitación aislada: luzco más sano que una manzana y ellas necesitan ayuda para las tareas más rudas y pesadas. Es el tercer día, brego rodeado de hábitos, me hago útil, construyo simpatías y afectos. Me fue dado el sentido del humor y lo sé usar.

De pronto, la veo por primera vez, arbitrariamente decreto que nadie tan bella debería “tomar los hábitos”. Me llama la atención su boca carnosa y roja como fruta madura. Lo más extraordinario de Bibí, así le llaman, es la mirada indulgente de sus enormes ojos redondos, que no necesariamente son bellos.

A fuerza de tanta convivencia, Bibí y yo nos hemos acostumbrando a nuestros ánimos. De tanto observarla me la aprendí de memoria, igual que las tablas de multiplicar. Al realizar actividades por separado, me apedrea con miradas incendiarias que es difícil no reaccionar a tanta suave violencia. Me enamoré. Ese amor me causa escalofríos y me provoca fiebre. Sí, literal.

Movido por ese ardor, tiro al descuido y a propósito una lata de atún, y un poco por el azar, nos inclinamos al mismo tiempo para levantarla. Alevosamente acerco mis labios hasta rozar los suyos, instantes muy breves que permanecen indisolubles en mi memoria.

Un rubor intenso tapiza su rostro, ignoro si es vergüenza o indignación. Lo único comprobable es que deja de hablarme. Aún cuando no me dirige la palabra ni voltea a verme, con maña me sitúo a su lado cuando la madre superiora nos reúne a todos cada mañana para recordarnos las reglas, tareas y anunciarnos algunas noticias del mundo exterior.

Inexplicablemente y para mi sorpresa, me toma de la mano y la lleva hacia su espalda. Nuestros dedos se hilvanan. Con destreza dejo el pulgar libre para acariciar su mano y los cuatro restantes aprietan suavemente sus deditos. A nuestras espaldas, este simple gesto es el hogar del amor más puro; al frente, para el resto, además de pureza, solemne. Esta secreta complicidad nos une y nos separa al mismo tiempo.

Producto de mi inacabada capacidad de deducción, determino, lo que ahora me parece más que dudoso, una verdad que se ajusta a la medida para lacerar mi conciencia y también la corrompida conveniencia de mi deleznable moralidad; Bibí es una novicia, frente a una prostituta, preferible.

Con el paso del tiempo se me hace más fácil reconocer que el análisis fue muy básico, casi una ocurrencia. Desde niño y más adelante reforzado torcidamente con los exiguos conocimientos de psicología adquiridos en pocos semestres, he tenido y tengo la costumbre de observar a las personas, adivinar su nombre y crearles una historia acorde a sus facciones. Así, en pleno ejercicio ocioso de esta manía, intenté descubrir quiénes eran prostitutas y quiénes religiosas. Aventuré una generalización subjetiva; las monjas son felices y las prostitutas no.

En el grupo de prostitutas, aún las que fingen ser alegres y extrovertidas, cuando creen que nadie las ve, dejan de simular; sus ojos se apagan y en esa opacidad se trasluce una tristeza interior, en tanto que las religiosas pueden estar avocadas a las tareas más diáfanas, que sus apacibles miradas fulguran una serenísima felicidad.

Con esa simple fórmula determino la identidad de Bibí y condiciono toda mi vida. Lo más reprobable de mi conducta es que corrompí la sosegada vocación de Bibí, robé su felicidad y su paz interior. Dejó de ser la alborozada y vivaz adolescente. Sus ojos perdieron brillo y fuerza su voz.

Por audaz o irreverente que parezca, yo sigo amándola por encima de convencionalismos y en forma subterránea. Su tristeza será permanente e inamovible su decisión de ignorarme. Pero ahora, cada mañana es diferente. Cuando nos reunimos en la explanada en forma clandestina, al igual que yo, su mano me busca y me acaricia, como si a esa parte de su cuerpo le hubiera otorgado el permiso y toda la capacidad de amarme.

Cuando la influenza dejara de ser epidemia, debía salir del claustro.

Estoy herido. En mi interior se incuba un virus que no terminará en cuarenta días. ¿Cómo ocultar esa enfermedad? La superiora debió sospechar, por lo que me transportan al departamento directamente y nunca más se abrirá el portón del convento para mí.

Han pasado los años y lo que para muchos podría ser una simple anécdota, para mí representa el amor más puro y más intenso que me ha ocurrido. Cuando alguna mujer me atrae, igual que algunos sienten mariposas en el estómago, me hormiguean los dedos, en especial el pulgar.

Ella sigue presente en mí. A veces, por necedad, me planto en las puertas del claustro e introduzco mi dedo en una pequeña grieta, esperando su caricia.

Texto agregado el 16-02-2013, y leído por 523 visitantes. (22 votos)


Lectores Opinan
06-01-2014 Este cuento es dulce y termina desbordando las nostalgias de esas cosas que ocurren pero nunca llegan a ser... El ambiente es justo de esos en los que uno no espera que esas cosas ocurran, y quizás llama al morbo, pero tú no te has dejado arrastrar por ello y te has mantenido dentro de unos márgenes más puros y dulces. ikalinen
16-07-2013 Una tierna historia de la adolescencia...si la hubiera encontrado antes, habría hecho de ella mi favorita y se encontraría debajo de mi almohada.***** Solo_Agua
05-05-2013 No es por tirar piedras... (cosa que me encanta...) pero la policia me parece un poco tonta, como que le falta la mejor parte. (Stas hecho un Spiderman). stracciatella
10-03-2013 Como siempre, atrapante, maravillosamente sensible y con todo el candor del más puro amor. ¡Felicitaciones! macema
08-03-2013 Bellísimo, escrito con delicadeza y maestría, ideaste las condiciones ideales para que se diera ese tipo de amor puro del que tanto cuesta hablar. loretopaz
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