De regreso de La Romana, cuando ya casi llegaba a mi hogar, un desperfecto mecánico me obligó a detenerme en Ciudad Este, donde el mecánico me indicó que debía acudir a una braquetería, ofreciéndose a acompañarme.
Era un hombre mayor, de unos 50 años y complexión robusta, con apariencia de buena persona, de manera que permití que lo hiciera, confiada. Tampoco me inspiró sospecha alguna el braquetero, algo más joven y también alto y fuerte, aunque no muy cordial.
Mi alarma se alertó en el instante en que este último, con movimientos rápidos, bajó la persiana del local, a la que llamamos carrilla. Soy entrenadora personal, experta en artes marciales, lo que me permitió evaluar de manera instantánea que la carrilla era demasiado sólida como para derribarla con una patada voladora, y simultáneamente que ninguno de los dos estaba aparentemente armado.
Simulando una serenidad desmentida por la aceleración de mi pulso les exigí decir qué se proponían, barajando por entonces la hipótesis de robo, pero ambos, en silencio absoluto, avnazaron sobre mí con evidente intención de acorralarme, al tiempo que la lascivia se patentizaba en sus rostros.
El retroceso me llevaba hacia una puerta pequeña, que según pensé me permitiría separarlos, dejando uno a cada lado, para así tener la oportunidad de dominarlos. No fue necesario hacer nada, porque por lo visto tenían la misma intención: el más joven me empujó al interior oscuro de la habitación, que no tenía mucho más moblaje que un catre, mientras que el otro permaneció en la braquetería.
Lo sorprendió que me quitara la chaqueta, exhibiendo con deliberación la curva de mi busto, y allí comprendí que tenía ganada la batalla: los violadores necesitan, en una abrumadora mayoría de casos, que la víctima oponga resistencia, y éste no fue la excepción. Su inmensa erección, que deformaba el mameluco con el que evidentemente cubría su desnudez, cedió un tanto, y continuó bajando cuando le pregunté si mi cuerpo no le gustaba, al tiempo que me recostaba en el catre y me descalzaba. “Quítate la ropa y dame esa cosa hermosa que tienes entre tus jambes”, le dije. Él vaciló, confundido, y comenzó a desabrochar sus tirantes, evidentemente por puro compromiso machista, ya que por entonces su polla descansaba en una de las perneras, la que pese a su amplitud no disimulaba el inmenso tamaño de su órgano.
“¿Sabes qué?, ahora haré unos gemidos y daré unos grititos y no le contaré a tu campano que no pudiste, tranquilo, hermano”, le dije con un tono estudiadamente maternal.
Sin entrar en detalles acerca de todo lo que le tuve que prometer para que lo creyera, y no sin recibir amenazas terribles de su parte si no cumplía con mi promesa, finalmente salió, dejando su lugar al otro degenerado.
Podría haberlo dejado fuera de combate con un solo golpe, pero (que Dios me perdone) necesitaba hacerlo sufrir, de manera que adoptando al principio una actitud seductora como la que ya había usado antes eché llave y me apoyé en la puerta, pero ahora en actitud de combate. Aprovechando mi velocidad y mis codos, que son la parte más dura del cuerpo, le hice un estropicio en su cara, que en un instante quedó desfigurada, y luego me dediqué a dañar con saña cada porción de su anatomía, con intención de humillarlo y no de matarlo. Únicamente se me fue un poco la mano, o mejor dicho la rodilla, cuando le fisuré dos costillas, momento en el que comprendí que debía parar para no meterme en un problema mayor.
Lo demás tiene poca importancia. Lo dejé allí, inconsciente, volví a la braquería en la que esperaba el otro, aún confundido, y le hice entender, con una llave simple aplicada sobre su brazo derecho, que se lo quebraría si no reparaba mi carro de inmediato. Así fue, y colorín colorado, este cuento se ha terminado.
Amigas: al contarles esta experiencia les he señalado dos maneras diferentes de enfrentar un intento de violación, lo cual, según espero, me exime de pensar en algún “remate” brillante para este cuento. Y ustedes, amigos, tomen nota, ya que el saber no ocupa lugar. |