LA IMAGEN OCULTA Cualquier chico de mi edad hubiese sentido lo mismo: Siempre que visitaba a mi abuela me estremecía su soledad y el misterio de ese cuadro colgado de reverso sobre una pared de su dormitorio. Nunca le pregunté por qué. Mi madre ya me había contado que mi abuelo, siendo prefecto de la Marina Costera, había perdido la vida en un operativo de rescate, y que la abuela nunca había podido superar esa ausencia. Y que seguramente, como una manera de borrar este pasado, quitó todas las fotos que lo recordaba. Incluyendo la familia completa. Y que esa dada vuelta, quizás fuera una imagen de la virgen protectora de los navegantes, que nunca se animó a tirar pero que tampoco soportaría ver.
Nada sorprendente porque se había vuelto esquiva y ermitaña. Le molestaba hasta las visitas de sus propios parientes. Esto me había hecho comprender porqué era yo quien debía enterarme de cómo se encontraba ella día tras día. Era mi obligación, aunque siempre me recibiera fríamente como a un extraño, y que a veces apurara mi despedida diciéndome que esperaba visitas. Para esto desplegaba toda una ceremonia. Previamente calentaba el agua, preparaba una bandeja con dos tazas de té y unas masitas que ella misma hacía, delicia que jamás me invitó a probar. Se vestía con ropas distintas para esa misteriosa ocasión, se pintarrajeaba la cara sin mirarse siquiera y probaba cómo afinar su voz conmigo. Luego, ya descartado su bastón bajo la cama, volvía del dormitorio con pasos calculados, bien erguida, acallando su reuma rumbo ya hacia la cocina misma. Desde allí, apoyada en el mesón se quedaba mirándome hasta que yo me fuera sin despedida de por medio... En verdad nunca le conté a mi madre nada de este extraño comportamiento, era muy chico para discernir y siempre le decía lo mismo - “la abuela está bien” -. Tampoco me animaba a preguntarle si sabía de alguna amiga que la visitaba, o un novio que ocultar, y menos si estaba realmente loca. Recuerdo qué incómoda me recibía cada vez que en el living aún se respiraba un fuerte pero dulzón olor a tabaco, o había quedado la suave música de un clásico sonando desde el combinado... Y cómo se apresuraba en esconder alguna carta que había dejado olvidada sobre la cómoda, inútilmente porque yo ya sabía que guardaba muchas. Viejas cartas de mi abuelo. Una por cada mes de noviazgo con él. Que releía religiosamente en cada fecha correspondiente, cuando creyéndose en soledad yo por ahí la espiaba…. La última vez fue cuando más nerviosa la vi. Mientras preparaba el consabido té, me espetó: - “Hoy tengo que solucionar un problema muy importante, así que te vas enseguida...” Y me fui, pero al día siguiente no atendió mi llamado a la puerta. Desde afuera yo podía escuchar el silencio en esa casa. Volví con mi madre que abrió con su llave pero no me dejó que entrara. Debí esperar a ser un muchacho para que mi madre me contara con detalles cómo había encontrado a mi abuela muerta. Ése día, al entrar al living la sorprendió ese penetrante olor a tabaco, y más que sobre la mesa estuviera la vieja pipa del abuelo humeando todavía... También había una taza de té sin probar, pero en el suelo otra hecha mil pedazos. A juzgar por la forma en que estaban esparcidos, arrojada con violencia, como dando fin a una fuerte y larga discusión. En el dormitorio yacía ella. Con su rostro pintado y despintado revoltosamente, vestida con aquellas juveniles ropas veinteañeras pero hechas jirones hasta la vieja desnudez. En una mano aún apretaba una carta de mi abuelo en la que hablaba de su intención de terminar con aquel noviazgo en el día de la fecha. Y por último en la pared, como ciego testigo del paso de todos esos años perdidos perdidamente, ese marco, del derecho ahora, sosteniendo algunos trozos de un espejo quebrado a setentaidós contenidos pero al fin desatados bastonazos...
|