Ahora que lo dejé contigo he retomado mi vieja costumbre de acudir yo solo a buenos restaurantes. Podrá parecerte raro, pero a mí también me parece raro lo contrario: ¿por qué no concebimos salir y disfrutar de los placeres de la vida en soledad? ¿por qué consideramos “triste” ir solo al cine, o a un concierto, o a un hotel en vacaciones o, como digo, a un buen restaurante? De hecho, nunca he visto mesas con un solo comensal en restaurantes que precisen de reserva previa, excepto en mi caso. La gente sólo entiende disfrutar de uno mismo cuando el acto es privado (helado y palomitas con una buena peli en el sofá, o sucumbir al noble arte de la masturbación…). Tal vez impere el miedo al qué dirán si el plan en soledad es público. No me cabe otra explicación.
En cualquier caso, aunque acuda solo, me encanta interactuar con el entorno. Por eso cuando llamo para reservar suelo pedir mesa para dos, y cuando llego y me acompaña el maître hasta la mesa y pido vino, simulo que mi acompañante está a punto de llegar. Me gusta ver maître, al sumiller y a los camareros pendientes de mí. Preocupados. Yo miro cada poco el reloj y percuto la mesa con los dedos para darle aún más tensión al asunto, y cuando ya ha pasado un tiempo prudencial pido la carta con aire triste, y luego ceno masticando despacito y lánguido, pero hacia dentro feliz. Suelo verles cuchichear entre ellos. Piensan, supongo, que para permitirme semejante cubierto tuve que ahorrar y que, para más inri, mi cita especial me dejó plantado. Luego acaban incluso invitándome al vino, o a una copa después del postre.
Pero aún me divierte más, pedir mesa para uno. Ahí se creen que soy crítico gastronómico o jurado de algún concurso y me tratan mejor que al mejor de sus clientes. En esos casos suelo sacar una libreta y tomar notas entre plato y plato, para darle más empaque al asunto. Luego pago y al marcharme suelto una de esas frases tranquilizadoras: “Exquisito el carpaccio”, o “Denle mis felicitaciones al chef. Tendrán noticias mías”.
Y después, al llegar a casa, me tumbo en la cama y me da por imaginar cuando sea viejito, con uno de esos pulsadores de emergencia colgado al cuello, me duermo y sueño lo que soñaría el rey de una isla desierta…
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