Existen oficios que requieren de personajes cortados a la medida. La alfarería, exige dedos prestos y regularidad en el moldeo, además de un talento innato para crear formas artísticas. Para ser albañil de grandes construcciones se debe estar vacunado contra la acrofobia, o terror a las alturas; para ser panteonero, se necesita un personaje que desmitifique el miedo vernacular a la muerte y se pasee por los parajes sombríos de los cementerios como quien aguarda en un paradero de autobús. Así, para ser violinista, vendedor de ilusiones, lustrabotas, suplementero y una lista interminable de oficios que no son tan comunes, se requieren cualidades que muchos ni imaginamos poseer y acaso sólo la urgencia de las tripas podría impulsarnos a tocar el piano a pesar de no tener dedos para ello.
Toda esta disquisición nace a propósito de la visita de un señor de edad mediana, algo obeso, de cabellera ensortijada y acento medianamente tropical. Sentado en su computador, parecía contemplar algunas vistas de Youtube que parecían ser muy dramáticas, a juzgar por sus expresiones sofrenadas y suspiros prolongados. Yo, fiel a mi labor, continué con lo mío, hasta que el señor aquel murmuró algo que yo entendí que debía replicar.
- Pero mire usted que horrible es esto.
Me detuve en mis quehaceres y pregunté, con esa manera tan única que tenemos los chilenos para hacer notar que estamos inadvertidos:
- ¿Ah?
Ese ¿ah?, que es más bien una forma de dar pie a cualquier conversación y que equivale al ¿mande? de otros países, fue el inicio de una conversación con el señor y que versó sobre un tema bastante arriesgado.
- ¡Mire usted que carnicería, señor por Dios!
La pantalla de su computador mostraba la pista de un circo, con un par de leones devorándose sin tapujos a su domador, y el grito de terror de los espectadores como música de fondo.
- ¡Pero que tremendo! – dije yo, avizorando que esto sería una sucesión de desastres y que el señor aquel, acaso adicto a ese video descarnado que se llamaba “Las caras de la Muerte”, me enseñaría tipos destripados, apuñalamientos y autopsias bien detalladas. Pero no. El hombre, muy compuesto, en todo caso, continuó:
- Un domador siempre tiene que hacer la misma rutina, pase lo que pase. Vea usted, a este muchacho se le cayó el látigo y esto fue suficiente para que los animales se descontrolaran y acabaran con su vida.
- ¡Que espantoso! – exclamé. No alcancé a escabullirme, porque el señor continuó:
- Uno puede criar a los leones desde cachorritos, darles de beber en mamadera, pero llegado el momento, el animal no sabe de gratitud y sólo prima su instinto carnicero.
- Por lo que veo, usted sabe mucho de este tipo de cosas – comenté.
- Por cierto, fui domador durante cuarenta años en México y usted no se imagina las cosas que viví.
El asunto es que este señor, que no era caribeño sino chileno, y había adquirido ese acento tras su larga estadía en esas regiones, había sufrido muchos ataques de las fieras, todo, producto de su inexperiencia.
- Y no se crea, hasta el domador más avezado puede sufrir un ligero percance y ni Dios sabe lo que le puede pasar. Mire usted, –me enseñó sus brazos – todas estas heridas fueron producto de las garras de los bichos que adiestré. Pero acá estoy para contarla.
Me quedé mirando sus muchos rasguños, algunos tan profundos, como el cauce de un riachuelo, otros, terribles arañazos. Me llamó fuertemente la atención una herida que bajaba en diagonal desde su clavícula izquierda hasta un poco más abajo de su esternón.
- ¡Oh! – exclamé. - ¡Esa fiera sí que fue carnicera!
- No se imagina usted. Con esa mulata uno no se jugaba.
Me quedé mudo. La sonrisa socarrona del tipo con la que rubricó su frase, me dejó en la duda y nada pregunté. La mulata aquella, ¿sería una pantera de dientes destellantes o una caribeña de tomo y lomo?
- La infidelidad también se paga, y con harta más sangre que en la pista – finalizó diciendo este extraño señor, despidiéndose con gentileza.
-¿Me habrá tomado el pelo? – me pregunté, luego de un breve recapitulamiento de dicha conversación…
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