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¿Qué habría pasado si...?
Por ejemplo, ¿qué habría pasado si Gabino en vez de haberme llevado al Aquarium de Port Vell, a la sección de audio y vídeo de El Corte Inglés de la Diagonal o, incluso, a la segunda planta del McDonald de la calle Pelayo, hubiese optado por mostrarme la vida que realmente me tocaría vivir?
La respuesta es: Nada.
Vuelvo al principio.
Una tarde noche de enero de mil novecientos noventa y nueve, mi madre vino desde la calle y dijo:
—Le tocó la lotería.
Pregunté que a quién, y luego no volví a pensar en aquello sino hasta muchos meses después.
Una tarde noche de diciembre del mismo año, mi madre vino desde la calle y dijo:
—Esto es para vos.
Lo leí.
Más o menos:
 … atentos a su incumplimiento laboral...
 … que el día de la fecha no acató órdenes del Sr....
 … que respondió con manifestaciones fuera de lugar e improperios...
 … que puso en duda el honor y la dignidad de la Srta...
 … su habitual impuntualidad...
 … su higiene deficiente...
 … la falsedad [en todas sus acusaciones]...
Resumiendo, me hacían saber que mi contrato de trabajo con la bodega de vinos finos en uno de cuyos almacenes habían transcurrido mis últimos dieciocho meses quedaba finiquitado. Mal asunto. Era un trabajo tranquilo en el que me pagaban cada mes y sin retraso. Y ya no lo tenía. Las posibilidades de encontrar algo parecido, o incluso algo la mitad de bueno, eran escasas. O eso creía. En realidad eran nulas.
A la mañana siguiente fui a la bodega a por mi indemnización. Me correspondían x cantidad de pesos argentinos. Dividí aquella x cantidad en tres partes. Dos partes para mí y una parte para pagar deudas. A mis dos partes las volví a dividir en tres partes, dos partes para mí y una parte para mi madre. Guardé una parte de mis dos partes, y separé la otra parte para comprarme una PS de segunda mano y los CD-ROM del FIFA de aquel año y del Resident Evil 3.
Durante los siguientes cuatro meses y medio hice desaparecer a unos treinta mil zombis en Raccon City y salí campeón de la Premier League media docena de veces con el Liverpool. Durante el tiempo libre busqué trabajo y no encontré. Fui a unas quince entrevistas. Recuerdo dos. Una para reponedor en un supermercado. Otra para ayudante de reponedor. No pretendía más que reengancharme al tren de la vida a dos pesos con cincuenta la hora. Pero era complicado. Por cada entrevista, más de cincuenta aspirantes. Y siempre aparecía alguien menos malo que yo. Siempre alguien con carnet de conducir, con experiencia en el uso de maquinaria industrial, con carta de recomendación, con menos cara de imbécil. Y siempre, por algún motivo, tenía que volver a casa con la cabeza gacha.
Empezó mayo, se acabó el buen tiempo y la cosa fue a peor. En todos los sentidos. Para empezar, perdí dos ligas seguidas contra el Manchester United y contra el Newcastle. Aquello, seguramente, era el presagio de algo malo. No me equivocaba. A primeros de junio la temperatura bajó de dos grados bajo cero. Encendimos o intentamos encender el calefactor y no iba. Quiero decir, no iba de esa particular forma en que no van las cosas que ya no irán nunca más. Tres semanas después cayó la primera nevada. Una semana después cayó la segunda. Dos semanas después cayó la tercera. Fui a una tienda de compraventa y entregué la PS a cambio de unas cuantas frazadas y de dos bolsas de agua caliente. Lo malo, que dejé al Liverpool en puestos de descenso directo. Lo bueno, que aquella noche no me dolieron los pies.
Y a todo esto, durante los últimos dieciocho meses, aquellas hipotéticas tiendas, bares y heladerías que en algún momento del año anterior el primo de España había pensado montar y de las que luego se había olvidado a fuerza de preferir una vida más relajada, se habían convertido —por culpa de la imaginación desbordada de algunos de mis parientes— en varias tiendas, bares y heladerías de las de verdad y multiplicadas por dos.
Estábamos en la casa de no sé quién, y alguien dijo:
—El primo de la lotería ha puesto otra heladería.
Ya iban seis.
Busqué un locutorio y llamé a Moncho. Escogí el principio de mi historia por donde más me interesaba.
Mi padre murió cuando yo era un bebé. La frase fetiche que hasta entonces no había dejado nunca de funcionarme.
Era, por ejemplo, lo primero que le había dicho a aquel tipo que me dio el trabajo en el depósito de tapones de corcho, y lo primero que le había dicho a los del alambique y a los de la bodega de vinos finos. Era también lo segundo o lo tercero que le había dicho a las tres o cuatro muchachitas o señoras del barrio con las que había llegado hasta el final.
Al otro lado del teléfono, hubo un par de frases secas que, de algún modo, intentaban disuadirme. Corté y me volví a casa. Dije a mi madre que todo perfecto. Al primo de la lotería le había encantado mi idea de irme a su casa a pasar unos cuantos meses y probar suerte. En una de las heladerías necesitaban un encargado.
¿Podría interesarme ese puesto?, me había preguntado el primo de la lotería.
¿Por qué no?, había contestado yo.
Cuarenta y dos días después, metía tres maletas en el maletero de un Lexus GS blanco. Detrás mío quedaba la fachada de la Terminal 1 del Aeropuerto de Alicante. Delante mío quedaba un futuro impredecible. En los bolsillos, doscientos cincuenta dólares. En la garganta, un nudo.
De la siguiente media hora recuerdo sobre todo dos frases dichas por Moncho.
En realidad, tres.
(1) ¿Qué cadena de heladerías ni que niño muerto? (2) Habrás entendido mal.
(3) En mi casa no te puedes quedar.
Y luego viene una elipsis narrativa que empieza donde empieza el capítulo anterior, dura lo que dura el capítulo anterior, y acaba el dos de de enero del año dos mil uno por la mañana.
—Eso es el mar —señaló Gabino desde el coche.
Y eso era el mar. Estaríamos a la altura de Sagunto. Treinta kilómetros más allá de Valencia.
—Esto es Castellón.
—Aquello de allí es Tarragona.
—... y lo que fuera que estuve siendo.
Cuando se entra a Barcelona viniendo desde el sur a través de la Ronda Litoral, el parque de Montjuic se encarga de taparle a uno la vista urbana hasta que ya prácticamente se está en el propio centro histórico, y entonces sí, aparecen de repente unas cuantas toneladas de ciudad, medio centenar de cruceros y de yates y la estatua de Colón señalando hacia el oeste. Atravesamos todo. Llegamos a Badalona al mediodía.
El día tres, fuimos con Gabino y su familia al Aquarium de Port Vell. El día cuatro fuimos con Gabino y su familia a la sección de audio y video de El Corte Inglés de la Diagonal. El día cinco fuimos con Gabino y su familia a la segunda planta del McDonald de la calle Pelayo. Pedí un Happy Meal. A la mañana siguiente me encontré con una colonia de hombre junto a mis zapatos. Gabino me dijo que habían sido los Reyes Magos, pero yo sabía que había sido él. Quiero decir, lo había visto de madrugada acuclillado al pie de la cama haciendo algo. Dos día después desarmamos el árbol y el pesebre y retiramos la guirnalda navideña del pomo de la puerta de entrada y las luces de la ventana del salón. El día diez, Gabino acabó sus vacaciones. ¿Te suena Transmesa, Premiá de Mar? El estaba en logística.
La vuelta al trabajo de Gabino lo trastocó todo. Ya no volvimos a salir de Badalona. De hecho, yo en particular casi no volví a salir del piso, salvo los domingos al mediodía que bajábamos a por pollo al ast, y los sábados por la tarde que acompañaba a Gabino al campo del San Roque, donde su crío más pequeño hacía de portero en los prebenjamines.
El piso era un noveno de altura y el ascensor hacía unos ruidos muy raros como de cadenas arrastradas cada vez que bajaba y subía. Una tarde tomé aire, entré al ascensor y le di al botón de la planta baja. Caminé tres calles y en la puerta de la oficina de correos a la que pretendía entrar, me crucé con una pelea de gitanas. Di la vuelta. Pero no eran las gitanas, era el tamaño de los edificios. Era el tamaño de la ciudad en sí. Miraba hacia arriba y sentía náuseas.
—Yo que tú no volvería a salir solo a la calle —me dijo Elvira al verme volver, y luego hizo un gesto con las manos y la boca como diciendo «yo que tú no saldría solo a la calle, porque con esa cara de crío asustado que llevas, me da a mí que no sabes ni cruzar por el paso de cebra».
Esa sería mi primera y última excursión en solitario por el barrio de San Roque. Elvira me dio una servilleta de papel para que me limpiase las lágrimas.
Como cualquier otro chico enamorado, me quedé con ese gesto compasivo y procuré olvidarme de todo lo demás.
Querida Mamá.
Me habían ofrecido trabajo en Barcelona.
De momento me habían hecho un par de entrevistas, y estaba esperando a ver que me decían.
Con Elvira todo bien.
nos queremos mucho
Seguíamos siendo novios, ahora a la distancia.
Es duro.
De momento estoy viviendo en casa de tu primo y su mujer, pero ya estoy mirando precios de alquiler por Barcelona.
ayer llovió
te quiero mamá
post data
pero te tengo que pedir perdón de no mandarte plata ahora por unos problemas del banco y unos problemas de las transferencias pero el mes que viene te voy a mandar el doble
te quiero mucho
La mitad de las cartas que escribía las hacía pedazos y las tiraba en el cesto de la basura. Una docena de destinatarios. A las demás las doblaba y las juntaba con intención de enviarlas todas juntas en montón en el momento en que tuviese la oportunidad. Esa oportunidad no llegó hasta casi un mes después. Tuve tiempo, por eso, de (1) leerlas, releerlas y, al final, aprenderlas de memoria. Esa fue, de algún modo, una de mis dos actividades principales durante mi corta estancia en el aquel piso.
Los primeros días me había dejado arrastrar también por la novedad del mar. Me apoyaba en la barandilla de la galería de la cocina, sacaba el cuerpo un palmo, torcía la cabeza y dejaba que la mirada se me perdiera en la distancia, al otro lado de las antenas, los cables y el polígono industrial.
El piso era pequeño. Exagerando, poco más que una pecera. Sin exagerar, cincuenta y un metros cuadrados. Las vistas, eso sí, eran generosas. Pero la contemplación no ha sido inventada para mí. Sí, en cambio, lo ha sido la televisión.
Dedicaba las mañanas y las tardes a (2) permanecer delante de la pantalla. Los dos chavales de Gabino habían empezado el colegio. Quiero decir, no tenía competidores por la posesión del mando a distancia. Recuerdo de memoria la programación matinal del Disney Channel. A las diez y cuarto, La Banda del Patio. A las once, Ninja Warrior. A las doce menos veinte, Pepper Ann. A las doce y cuarto, Elvira vaciaba el lavavajillas de los platos, los vasos y los cubiertos de la noche anterior. Desde mi posición en el sofá, frente al televisor y haciendo así con los ojos, aquel culo musculado y turgente, bien redondeado y hecho como para no sentarse, me quedaba justo de frente. A las doce y veinte, cada día, decía en voz alta como para que se me oyera que me dolía la barriga. Iba al baño y me hacía una paja y volvía a sentarme frente al televisor. A las una menos diez daban La Mágica Doremi. Entonces venía Gabino, comíamos, hablábamos de alguna cosa y él se volvía a su trabajo. A las tres, daban Timón y Pumba. A las tres y treinta y cinco, Aladdín, la serie. Por la noche, tras cenar, me encerraba en el dormitorio y escribía cartas. La mitad las rompía y a las demás las juntaba en un montón. Eso eran mis días.
El primer viernes tras su vuelta al trabajo, Gabino me preguntó:
—¿Y cuándo coño piensas llamar al tío ese de Gerona que te iba a dar trabajo? Llevas ya quince putos días haciéndote el gilipollas.
Un rato más tarde cogí el teléfono de junto a la tele y llamé a Gerona. Lo que hice, en realidad, fue marcar el número y agregar un nueve o un seis al final, así como al descuido. La voz mecánica al otro lado del teléfono me dijo que tal número no existía. Normal. Y mientras oía aquello, le dije con señas a a Gabino que había saltado el contestador. A continuación, a modo de mensaje ficticio dirigido a la nada, susurré seis o siete palabras sin significado. Al día siguiente repetí la jugada. Y al siguiente lo mismo.
Vuelvo al principio.
Un día de la primera semana de agosto de mil novecientos noventa y siete, no recuerdo cuál, entré a trabajar en un depósito de tapones de corcho. A los veinte días discutí con un compañero y ya no volví más. De aquella primera experiencia laboral salí con doscientos diez pesos de los de aquellos tiempos y con una camiseta serigrafiada por detrás y por delante con el logo de un proveedor.
La producción mundial del corcho se reduce a siete países de la cuenca mediterránea. Nuestros dos proveedores eran un portugués y un español. Amorim y Ferrer, respectivamente. Eso era lo que me habían explicado en la entrevista, y eso es casi lo único que ahora recuerdo de mi paso por aquel sitio.
Cuando todavía no llevaba en el depósito más de tres días, el proveedor español se pasó en plan visita. Habló con los jefes, saludó a los obreros y repartió unos cuantos souvenires entre toda la gente. Mecheros y calendarios de bolsillo, mayormente. Yo, avispado, le había dicho al tipo aquel que mi padre había muerto cuando yo era un bebé, y ya sea por lástima o por cualquier otro motivo, me regaló una camiseta: el souvenir más caro. Ese fue el exacto punto de partida del malestar de mis compañeros conmigo, que, finalmente, hizo explosión a las dos semanas. Entre dos me quisieron quitar la camiseta a la fuerza. A uno de los dos le di con una barra de metal en la cabeza y le arranqué un trozo de oreja. Tras el incidente dije que me iba, y me fui. Eso fue todo.
Mucho tiempo después, cuando ya había iniciado los trámites para mi viaje a España, camino de un promisorio futuro como encargado de heladería, volví a la camiseta. Por delante, del lado del corazón, aparecía dibujado el perfil en verde oliva de una hoja de alcornoque. Y en la espalda, el nombre, el teléfono y la dirección postal del fabricante. Podría servirme. Imagina: puede que en algún momento descubriese que el negocio de las heladería no era mi vocación. Apunté los datos con lápiz en un papel y guardé el papel entre las hojas finales del pasaporte.
Pasó el tiempo, me fui a España, y una noche me vi mojado y con frío, sentado en el tercer escalón de una escalera, contándole a un primo de mi madre una versión tergiversada de aquella historia de la camiseta.
Así de simple: yo que conté que aquel tipo me había ofrecido trabajo, y Gabino que se ofreció a ayudarme. Metí mis maletas en el maletero de su coche, y el día después de Año Nuevo, carretera y manta. Era un Opel Zafira. Se lo había regalado su hermano cuando lo de la lotería.
—No me atienden —dije—. Otra vez me aparece el contestador.
Llevaba con aquella gilipollez del contestador más de una semana. Marcaba el número de la fábrica de corchos, agregaba un dos o un nueve al final, y hacía como que hablaba. Tres veces al día, en distintas horas.
Uno de aquellos días, un jueves, el hijo mayor de Gabino pilló un virus o la gripe y tuvo que quedarse en casa. Se levantó a eso de las diez y media y se sentó a mi lado en el sofá. Me dijo que en tal canal estaba empezando Pokemon. Le dije que me parecía bien, pero que yo había llegado antes, y que lo que a mí me gustaba era La Banda del Patio. Se llamaba Álex, tenía diez años y era un buen chico. Su perfil actual de Facebook indica que le gustan el valetudo y las peleas de perros. Pero eso ahora. En aquel momento, lo que le gustaba era Pokemon. Discutimos un rato. Me mordió la mano en la que tenía el mando a distancia, y yo le mordí la cabeza. Elvira se interpuso y manifestó su sorpresa. Me preguntó si me daba cuenta de que yo tenía veintitrés años y su hijo diez. Triunfó Pokemon. Me encerré en mi dormitorio, que en realidad era el de Álex, me tiré en la cama y me eché a llorar. Cogí su regalo de Reyes y lo destrocé. Fue aquel año que estuvieron tan de moda los patinetes. En realidad, no lo destrocé. Sólo aflojé uno o dos tornillos con la maliciosa intención de que el chaval se cayera de boca y se rompiera los dientes. Pero esto último ya queda explicado en el capítulo siguiente.
Quiero decir, por si no se entiende, que cada vez me estaba gustando menos aquella casa, aquella gente.
Eso fue un lunes. Un par de día después fue miércoles. Eran las doce y cuarto. En el televisor, Pepper Ann decía «hazlo, hazlo, hazlo ahora que no te mira nadie». La escena iba sobre un avispero. Elvira se agachó a vaciar el lavavajillas, tal como hacía cada día a esa hora. Llevaba unas mallas de color naranja realmente preciosas. No sé que es lo que se me pasó por la cabeza en ese instante, y, de verdad, prefiero no saberlo. Me tiré un poco de lado sobre el sofá, metí una mano por debajo de los vaqueros y me empecé a tocar. Se dio vuelta en ese momento y me vio tal cual. La primera expresión de su cara fue de terror. Luego me preguntó si estaba zumbado, si era gilipollas y todo esas cosas que tú misma hubieses preguntado ante la misma situación. Eso fue todo. Entré al baño y acabé con lo que había empezado. Más tarde me encerré en el dormitorio y le aflojé otros dos tornillos al patinete del crío mayor.
Ya por la noche, durante el café o el cortado o el té de hierbas de después de cenar, cuando ya los niños se habían marchado a la cama, Gabino me preguntó:
—¿Así que mi mujer te pone cachondo?
No dije nada. Ya vi por donde venía el tema. Se echaron unas risas en las que intenté participar pero a las que un par de miradas ácidas me vetaron rápidamente la entrada.
Todo sea dicho, mejor eso, la humillación, que una paliza, que era lo que a primera vista me tocaba.
Luego Elvira se puso de pie y bailó delante mío en algo que quedaba a mitad de camino entre lo sexy y la parodia. Tarareaba una canción de los Estopa, ¿puede ser la de Camarón?, todo era muy absurdo.
Estuve el resto de la cena con la cabeza gacha y luego me fui a la cama
Amigo, Gastón:
después estuve saliendo con otra mina, pero al final la mandé a la mierda
se llamaba Elvira
me enteré de que estaba casada y que tenía dos pendejos retardados
yo me hice el boludo y me la segui culeando como un mes más
pero no quería quilombos
imaginate que la dejo preñada y le sale un pendejo así
al final la mandé a la mierda
¡cómo le gustaba la verga a la hija de puta!
mandale un abrazo a todos los chicos
Al día siguiente por la tarde estaba otra vez delante del teléfono de junto a la tele, a punto de hacer como que llamaba a un tipo con el que había coincidido no más cincuenta segundos, hacía tres años y medio atrás, a más doce mil kilómetros de distancia, en relación a una camiseta.
No era muy probable, en verdad, que se acordara de mí.
Hice otra vez lo de las otras veces. Marqué el número y agregué un seis o un dos.
Esta vez Gabino me preguntó:
—¿No has marcado un número de más?
Lo miré. No sonreía. Sospecho que había descubierto aquella estratagema hacía ya unos cuantos días atrás.
Respondí con premura y sagacidad:
—Me parece que no.
Gabino insistió. Yo insistí. El diciendo que sí. Yo diciendo que no. Quiero decir, lo que vendría siendo una discusión de las de toda la vida. Cogió el teléfono, marcó el número de nueve cifras, no de diez, y me pasó el auricular. En realidad, no hizo eso. Me lo puso en la oreja y presionó el aparato contra mi cara hasta hacerme daño.
Cerré los ojos y recé. En sentido literal. Creo que un Avemaría.
ruega por nosotros, pecadores
Tras unos nueve segundos, una voz femenina y juvenil me explicó quién coño sabe qué desde el otro lado del altavoz. No sé lo que me dijo, no entendí ni media palabra. Catalán cerrado, supongo.
—Señor Santiago —interrumpí a aquella chica de voz dulce y lenguaje incomprensible—. ¿Santiago Ferrer? Soy el muchachito aquel. ¿Se acuerda de mí? El chico aquel. ¿Se acuerda, señor Santiago, que me dijo que cuando viniera a España lo llamara?
Más o menos en ese instante fue cuando la voz femenina al otro del teléfono se apagó. Oí como colgaban y como alguien por detrás chillaba o maldecía, mientras yo, a este lado de la línea, no podía hacer otra cosa que seguir hablando.
—Llegué en setiembre. Sí, Señor Santiago. Ahora estoy en Barcelona.
Lo que vino después, que te lo ahorro por falto de interés, fueron unas cuantas frases cortas, inconexas y muy parecidas a las anteriores.
Tras los tres minutos que duró aquella charla de besugos entre un muchachito asustado y un aparato mudo, salí del allí con una entrevista de trabajo concertada para dentro de dos lunes a las diez y media de la mañana, muy posiblemente para el puesto de encargado. Una entrevista de trabajo que, por supuesto, sólo existía en mi cabeza.
Estábamos a martes. Faltaban todavía doce días y unas horas para que llegase aquel lunes y llegasen las diez y media de la mañana. Gabino suspiró.
—Hostia puta —dijo—, y yo que pensaba que no era cierto.
Me zamarreó un poco, a modo de felicitación.
—¿Estarás contento, cabrón? —me preguntó.
No lo estaba. Dije que sí.
Y me siguió zamarreando.
A la noche siguiente, para festejar mi nuevo trabajo, fuimos con Gabino a la pizzería de un amigo suyo argentino en la Barceloneta.
—Tú trabaja duro y te forrarás —me dijo.
Yo no dije nada, porque no había nada que decir. Sabía que forrarme a partir de un trabajo que sólo existía en mi imaginación, era algo entre difícil e imposible.
Tomé un par de vinos y un par de cervezas. El argentino de la pizzería me contó un par de historias del país en el que ambos habíamos nacido y que supuestamente debían interesarme, pero fui incapaz de seguirle la conversación y se marchó. Gabino tomó lo mismo que yo, vino y cerveza, pero más. No tardó más de media hora en empezar a hablar gilipolleces. Quién era el para humillarme, me preguntó. Supongo que hablaba del bailecito de la zorra de su mujer. De un momento a otro se echaría a llorar. Me lo veía venir. Me pedí otro vino. Dentro de la pizerría hacía bueno. La iluminación, la temperatura ambiente, etcétera. De repente me sentí pleno. Quiero decir, tenía (1) la barriga llena (2) y un buen trabajo. Un trabajo de mentira, touché, pero no por eso menos bueno.
—¿Estarás contento, cabrón? —me preguntó.
Lo estaba. Dije que sí.
Acabamos en un local de estriptis. Quiero decir, acabamos en la puerta de un local de estriptis. Allí Gabino se dio cuenta que no tenía efectivo suficiente para los dos y que llevaba la tarjeta en descubierto. Nos volvimos a Badalona sin poder pisar el sitio aquel. Gabino estaba borracho. Me preguntó si tenía carnet de conducir. Le dije que no. Me preguntó si sabía conducir. Le dije que no.
—Entonces iremos por tal sitio y por tal sitio —me explicó—, y así esquivaremos los controles.
No tenía ningún plan alternativo que ofrecerle. Le dije que me parecía bien.
En el rellano del piso, Gabino, como volviendo del limbo de su borrachera, se echó otro rato disculpándose por lo del local de estriptis. El festejo por mi nuevo trabajo no había podido ser completo. Me dijo que no sabía como compensarme, pero luego se le ocurrió cómo. Me apoyó una mano en el hombro y me dijo:
—Es lo mínimo que puedo hacer por ti.
Abrió la puerta del piso y trajo una silla desde la cocina hasta el recibidor. Se subió en ella y abrió uno de los dos altillos del pasillo principal. Me pidió que lo sujetara. Revolvió durante un rato, sacó una revista y me la dio.
—No tengo nada mejor —se lamentó.
Era una revista Interviu de los años ochenta.
Fue como mágico.
En la tapa estaba Marisol, en tetas, agosto del ochenta y dos.
—No tengo nada mejor —repitió—, lo siento mucho.
A otro día a las diez y cuarto, por Disney Channel empezó La Banda del Patio. A las once, Ninja Warrior. A las doce menos veinte, Pepper Ann. A las doce y cuarto, Elvira vació el lavavajillas de platos, vasos y cubiertos de la noche anterior. Desde mi posición en el sofá, frente al televisor y haciendo así con la mirada, aquel culo musculado y turgente, bien redondeado y hecho como para no sentarse, me quedó justo de frente. Ni me fijé.
Querida mamá:
fue como mágico
iba por una calle de Barcelona, caminando solo y de repente la vi

Marisol
otra vez estamos juntos
¿te das cuenta?, Barcelona está relejos de Alicante, y nos encontramos de casualidad
eso se tiene que significar algo
estamos muy contentos los dos
Dos domingos después, a última hora de la noche, Gabino me explicó sus planes a cortísimo plazo. Había pedido la mañana del lunes libre por asuntos personales para poder acompañarme a mi entrevista. Le dije que no hacía falta, que ya iba yo. Me dijo que no, que de ningún modo. Insistí. Insistió. Que te llevo, mierda, me dijo. Si no sabes ir al correo de aquí a dos calles, cómo coño vas a saber ir a Gerona. Interesante argumento. Acabó por convencerme.
Y sí, yo también me preguntó lo mismo que tú: ¿por qué no usó Gabino esa misma lógica aplastante para deducir que lo de mi entrevista de trabajo, simplemente, no podía ser? Quiero decir, ¿no sabía ir al correo y si sabría ser encargado de una fábrica?
La única respuesta que se me ocurre para ambas preguntas es que el pobre quería creer en mí.
Esa noche no me pude dormir hasta eso de las tres y media o las cuatro de la mañana. Y a eso de las cinco y media o las seis ya estaba despierto. Fui al baño y me metí tres dedos en la boca, no tanto para vomitar como para que se me oyera vomitando. Así estuve más de una hora. Chillaba como un gorrino, pero ni noticias de que aquello estuviese sirviendo para algo. Diez minutos antes de las ocho, un par de nudillos gráciles golpearon contra la zona exterior de la puerta del baño. Era Elvira. Dije que estaba malo. Dije que creía que algo me había caído mal. Oí la voz de Gabino detrás de la su mujer. Me explicaron como veían ellos la situación. Si tenía fuerzas para hablar, tenía fuerzas para todo. No era un argumento realista, ni consistente, pero no me atreví a contradecirlo. La frase en realidad fue: quien sirve para fiesta, sirve para todo. En fin, supongo que así tiene aún menos sentido.

[ En julio de dos mil nueve, ocho años más tarde —o tres años y medio hacia atrás, contando desde ahora—, Sophie me regaló un par de libros.
No se llama Sophie, pero así se hace llamar en Facebook.
Vive en Berlín. Le gustan Jim Dogde y Thomas Pynchon. La foto de perfil la muestra en plan emo.
¿Qué coño será de su vida?
La última que me la crucé, yo iba demasiado borracho.
Me regaló dos novelas.
(1) Sida Mental,
de Lionel Tran.
Y copio desde la página de la editorial Periferia: el protagonista [de esta novela], vive su infancia y su adolescencia como una tiranía, y por ello, como venganza quizá, querría matar a todo el mundo.
Y (2) Esta vez el fuego,
de Michele Monina.
Y copio desde la página de la Revista Quimera: [la novela] traza el retrato del activismo de un círculo de adolescentes de izquierdas, a base de pequeños episodios donde se intercalan tiempos, espacios y voces narradoras.
Me dijo Sophie:
—Deberías intentar escribir algo así.
Estábamos planeando mis memorias. La premisa: habían de ser violentas, provocadoras y posmodernas.
Esa noche leí las dos novelas, por arriba, en diagonal. Dejé pasar un mes, cogí un lápiz y me senté a escribir. Hice lo que hago siempre: cerré los ojos, abrí la puerta de la memoria y busqué la imagen. Y la imagen que se me vino a la cabeza fue la mía propia aquella mañana de lunes en Badalona, justo antes de iniciar un largo viaje hacia una entrevista de trabajo que no existía.
Mientras (1) el joven Lionel Tran imaginaba atentados en el Metro, y el joven (2) Michele Monina se enzarzaba en batallas campales contra los ultras del otro equipo, el (3) joven [mi nombre y mi apellido] se dejaba vestir por el primo de su madre, al que le había hecho perder una mañana de trabajo en Transmesa por nada, y al que le haría recorrer casi cien kilómetros por la misma razón.
Durante los siguientes tres años y medio sólo pude escribir ficción. Hasta ahora. Hasta hace nada, quiero decir.]

De perdidos al río, como se dice, volví al dormitorio y me puse unos vaqueros, unas zapatillas azules y aquella misma chaqueta de pana larga hasta los pies que me había regalado Moncho un par de meses atrás. Gabino se llevó las manos a la cabeza. No sé qué coño había hecho mal. Me hizo desnudar. Él mismo me vistió con un traje suyo de color aguamarina, con una camisa color crema y una corbata negra haciendo juego.
Se sacó su Rolex de acero y oro de la muñeca y lo puso en la mía. Era, en realidad, una mala imitación del mismo reloj que tenía su hermano. No valdría, seguramente, más de diez o quince euros de los de ahora.
—Para ir a una entrevista de trabajo de las de verdad —me dijo—, ni vaqueros ni chaqueta de pana.
A las ocho y media bajamos a la calle. A las nueve menos veinte subimos al coche. Y un rato después, pasado Blanes, Gabino me preguntó:
—¿Y qué?, ¿no te gusta ninguna de las pilinguis?
Cuando decía pilinguis quería decir putas de carretera. Al llegar a uno de aquellos cambios de rasante, bajó la velocidad hasta los cuarenta por hora.
—Esa —dije.
No era guapa. Ni ella ni ninguna de las demás. Quiero decir, elegir a una o a otra era tanto como pescar a oscuras. Aquella pilingui en particular era clavada a mi abuelo Pablo el año aquel que se puso tan malo por la depresión. Gabino aparcó el coche junto a un cartel que decía Riudarenes.
—Te la pagaría yo —me dijo—, pero voy de vacío.
Me mostró la cartera, no mentía. O guardaba los billetes en otro sitio.
Le hice una seña a la señora aquella. Escondió su silla de playa detrás de un chopo y se acercó al coche. Negociamos precios y servicios durante un rato. Quiero decir: que si eso sí, que si eso no o que si eso otro te saldría más caro.
Me gustó. Por ese lado, bien. No fue gratis ni por amor. Por ese lado, mal.
Gabino, en el asiento de adelante, iba probando cedés en el aparato nuevo. Fue aquel invierno que tanto sonaron La oreja de Van Gogh, Alejandro Sanz y Amaral.
Veintitrés minutos después, según me calcula Google Maps, llegamos a Cassá de la Selva.
Gabino me dijo:
—A que cuando la vieja te la estaba mamando pensaste en Elvira.
No tenía ganas de mentir. Ni de decir la verdad. No dije nada.
Otra vez Gabino se sintió culpable por haberme humillado.
Me golpeó la pierna y me dijo:
—Te forrarás. Que te lo digo. Tú cáele bien a a esta gente de los corchos, trabaja duro y ya verás como de aquí a nada estás forrado y te vuelves a Argentina hecho un Mario Conde.
¿Un qué?
Polígono El Trust, Calle Garrotxa Nº [y el número que corresponda].
La actual página de la fábrica de tapones de corcho muestra una fachada vidriada e impoluta en colores blancos y azules, junto al texto: Santiago Ferrer S.L. es una empresa de tradición familiar en el mundo del corcho desde 1916, ubicada en Cassà de la Selva (Girona), dedicada actualmente a la fabricación y comercialización de tapones de corcho naturales para vinos tranquilos. Veo en ¿Quienes somos? que el señor Santiago Ferrer, ese mismo, que me regalo hace quince años una camiseta, es ahora un viejo con pinta de estar hecho mierda. Veo en ¿Quieres trabajar con nosotros? que tienen abierta la recepción de currículos. Qué puedo perder. Mando el mío.
La imagen de la fábrica que me devuelve la memoria resulta borrosa y, a su vez, muy diferente a aquella otra que me devuelve Internet. Seguramente las dos son ciertas, y la diferencia entre ambas se derivan de algún tipo de reforma edilicia producida durante la última década. Aparcamos el Zafira frente al portón de entrada, nos bajamos y caminamos despacio hasta la caseta del portero. Medio metro antes de llegar al timbre cogí a Gabino por el brazo derecho y le dije que tenía que decirle algo. Ya te imaginas qué: eso de que lo de la entrevista era mentira y todo lo demás. Veinticinco minutos después estábamos los dos y el coche entrando en la Autopista del Mediterráneo por la salida ocho, de vuelta a Badalona por el camino más corto. Me dijo «tú estás fatal», y luego hizo un gesto con la mano derecha y con ambos ojos como diciendo «tú no estás fatal, tú lo que pasa es que eres un jodido loco». No dije nada, miré hacia afuera. Los otros coches, los carteles.
A la altura de Granollers se salió de la autopista, entro a un polígono industrial escogido al azar y me dijo que me bajase y que me buscase un trabajo por aquel sitio. Por lo que puedo verse en Google Maps, deduzco que estábamos en Cardedeu. Me bajé, sin alejarme de la puerta. Sabía que todo aquello era un farol. Pero no lo era. Gabino arrancó el coche.
NECESITO que las cosas me vayan bien, supliqué, y pensé en mi madre, y en la casa vieja, y en todo lo demás.
—Entonces NECESITAS nacer de nuevo —dijo él.
Bella frase, lo digo de corazón. Vi como el coche se alejaba, se hacía más pequeño, doblaba hacia la izquierda en la segunda esquina y desaparecía.
Cerré los ojos. Detrás mío quedaban media docena de construcciones más o menos ordenadas, con sus calles, sus contenedores, sus camiones aparcados y toda la mandanga. En fin, quien haya visto un polígono industrial los ha visto todos. Abrí los ojos. Entraban y salían los montacargas desde los portones abiertos a media asta. Pasé cuarenta minutos dando vueltas por ahí, buscando un baño. Tenía retortijones. Encontré un bar. Decía en la puerta, lunes, día de descanso. Seguí buscando. Al llegar al propio límite del polígono, un tipo desde la ventana de una segunda planta me preguntó si estaba buscando trabajo o si quería trabajar o algo así por el estilo. Eh, tú, me dijo. Era una cabeza pequeña y estaba allí arriba, cinco metros encima mío. Pregunté si tenían baño. La cabeza se volvió hacia el interior e interrogó a los que con él estaban. Volvió hacía mí y me dijo que sí.
Miré mi reflejo en la puerta de cristal de la entrada. El traje aguamarina dos tallas más grandes habría de haber servido, por sí solo, para disuadir a cualquier empleador. Haz tú misma la prueba. Pon en Google Images “traje aguamarina” + “corbata gris”. Cero resultados. Aquella gente debía estar realmente desesperada. Lo doy por hecho
Pasé unas cuantas horas allí. Era una fábrica de flejes plásticos. Pero de eso me enteré más tarde. Primero, antes que nada, me pusieron un mono azul, unos guantes de hilo y un par de botas de seguridad y me intentaron enseñar el uso de la tijera térmica. Fui incapaz de aprender, tal como sí parecían haberlo aprendido TODOS los demás que por allí habían. Y lo mismo ocurrió cuando intentaron enseñarme el uso de la paletizadora y de la transpaleta eléctrica. No hubo caso. Pero tampoco parecían preocupados. En fin, quien reduce su estrategia de captación de personal a pegar gritos desde una ventana, sabe que lo más probable es cruzarse con gente como yo. Año 2001: mínimos históricos de desempleo español en democracia. Me cambiaron los guantes de hilo por otros de descarne y me mandaron a ayudar a un par de negros a cargar bobinas de veinte y treinta kilos en la parte de atrás de un furgón. Si quería morir de asco y de dolor antes de cumplir los veinticinco, ya sabía por dónde empezar. Cinco minutos antes de la hora de salir me llamaron de la oficina de arriba y me pidieron mis papeles, cuestión de ir adelantando la redacción del contrato. Dije que ya los traería al día siguiente. Les pareció bien. Comenzaron a explicarme lo de la nómina y lo de las condiciones de trabajo y así nos pasamos un rato. Dije que tenía prisa.
Un tipo me dijo:
—Mañana a las siete y media aquí.
Y señaló el suelo.
Dije que sí. Me dolía cada músculo del cuerpo y cada nervio. A cualquier cosa diría que sí con tal de que me dejasen marchar de aquel infierno. Pregunté que por dónde pasaban los autobuses. Me señalaron la entrada lateral del polígono. Una hora después me bajaba en una de las plataformas de la Estación de autobuses de Sants. Eché una mirada a mi alrededor. Los edificios, la gente, mis náuseas. Tomé aire. Mi vida estaba en mis manos. ¿No es irónico? Pregunté tal cosa a una de las chicas de la taquilla. Salían coches hacia Alicante cada hora y media, me dijo. Pregunté tarifas y disponibilidad de asientos. Me dio un folleto de información. Busqué una cabina telefónica, metí dos monedas de cincuenta pesetas y marqué un número de nueve cifras. Vomité en una papelera y me senté a esperar. Sesenta minutos después, Gabino estaba delante mío con tres bolsas del Caprabo en cada mano, llenas hasta arriba con ropa, zapatillas, el jaleo de cartas y mis demás enseres.
Por culpa de las prisas me había roto la cremallera de ambas maletas, se disculpó.
Me explicó, sin embargo, que la mejor forma de hacer un viaje largo es con bolsas del súper. Me contó un par de anécdotas relacionadas y expuso su teoría al respecto y sus porqués. Era algo que tenía que ver, en primer lugar, con el grado de poco interés que generaban un montón de bolsas de plástico de cara a la codicia de los delincuentes de ocasión, y en segundo lugar, con los patrones no lineales como base última de la logística de paquetería realmente moderna. Él mismo trabajaba en logística y todo aquello era el pan de cada día, asique qué le iba a contar. El Tetris lo había revolucionado todo, me explicó.
—Oye —me dijo de repente, como cortando en seco sus anteriores explicaciones—, ¿pero tú esta mañana no llevabas puesto un traje mío muy bonito?
Bajé la vista. Me miré el mono de trabajo. Las botas en los pies. Sólo entonces caí en la cuenta de que le había cambiado aquel traje horrendo por un bocadillo de atún a uno de los negros de la fábrica de flejes.
Astuto y sagaz, le contesté:
—No, yo ya salí esta mañana de tu casa con esto puesto.
Eso alcanzó para cerrar ese tema. Raro, pero así fue.
Me dio las seis bolsas del Caprabo. Las miré. Al menos una de ellas había servido como depósito de residuos domésticos y porquerías antes de ser usada para guardar mis cosas.
Estiré la mano, como para despedirme. Pero Gabino no dejó que me fuera sin antes una última charla de reconciliación o de despedida o ya se iría viendo. Entramos a una de las cafeterías de la estación de trenes y pedimos un café con leche y un café.
Ya liberados del anterior vínculo que nos unía, pudimos liberarnos también de todas nuestras pretéritas imposturas. Bueno, en realidad él. Yo tampoco es que tuviera mucho que decir. Me enteré así de lo que Gabino pensaba realmente de mí. Que era subnormal. Le pregunté si era por algo en mi cara. Me dijo que también, pero que no. Ni aclaró tampoco si lo de mi subnormalidad lo decía en sentido metafórico, que podría llegar a entenderlo, o literal.
¿Por lo de la fábrica de corchos, entonces?, le pregunté.
Me dijo que sí, que sobre todo por eso, pero que también por lo de la discusión con su hijo de diez años respecto a Pokemon y por lo de las gayolas en el sofá.


(Ana Belén - 2001 -Peces de ciudad - Pista 11)

Texto agregado el 12-02-2013, y leído por 125 visitantes. (0 votos)


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