Taconeando
Llevaba días viajando por varios lugares, y ahora que tenía que hacer escala en Buenos Aires, mi ansiedad por visitar La Bombonera, el teatro Colón recién reabierto y ver bailar tangos, pudo más que el cansancio de tantas horas de trabajo en el exterior. He visitado y vivido en varias ciudades importantes pero volver al terruño, siempre es gratificante.
Antes de decidir salir a dar unas vueltas por la noche porteña, pregunté en el Hotel de Corrientes y Suipacha cómo hacer para llegar a San Telmo. Recordando las largas horas de siesta sanjuanina, las sabrosas empanadas chorreadas por tanta cebolla, de la caída de la ciudad de las estatuas por el terremoto del 44, de las primeras uvas moscatel del Valle del Tulum, en Albardón, y de los partidos de Hockey sobre patines en el Club Estudiantil. De los asados de fin de semana en el Valle de Zonda, frente al autódromo. También recordé a los compañeros del Colegio Nacional Monseñor Pablo Cabrera y de las andanzas con las chinitas del Liceo de Señoritas que asistían en turno tarde…
El guarda en la esquina próxima al Teatro Colón me sugiere ir en taxi hasta San Telmo.
Caminando cerca de la plaza principal, y mirando las marquesinas de los negocios, me sorprende la música de un tango. En esa vereda y por varios trechos, hasta el aire que uno respira parece tener aroma de tango. Voy hacia allí y en Taconeando, un pianista con su acompañante en el bandoneón me sorprenden a mí y a los concurrentes con “garganta con arena”, mientras que una pareja de bailarines bien profesionales bailan con una gracia tan especial que sólo dos argentinos pueden lograr. Él es alto, joven, y viste como los guapos porteños, pero modernizado, con traje azul y camisa blanca con cuello desabotonado. Sonríe todo el tiempo, meneando su cabeza y destacando peinado impecable y con una pequeña cola atada con un elastiquín. Ella, de menor altura que él, menuda, más hermosa que simpática, con la falda roja abierta hasta el muslo. Danza precisa, muda y concentrada alrededor de ese traje azul.
Me siento a mirarlos y pido una cerveza. Hay en el salón varias mesas. Casi todos turistas, al parecer por el idioma que se escucha, que es el portugués. Algunos matrimonios, parejas de jóvenes. Se sienten por allí algunas tonadas cordobesas y correntinas. A todos ellos se les veía el rostro emocionados por presenciar tan lindo espectáculo tangueril.
Uno de esos matrimonios está al lado de mi mesa. Él, grandote, vestido como baqueano, algo sesentón y de pelo gris. Ella con escote pronunciado y vestido blanco apretado que le sienta bien a sus tal vez cincuenta abriles.
En ése momento termina la melodía y empieza otra:”refasí”. Ambos son invitados a bailar por los jóvenes bailarines, que cansados de tanto taconear, se quedan en las sillas de los veteranos mirándolos con interés.
Y la nueva pareja danza sin titubear por la ancha pista de parqué reluciente. El hombre serio y apuesto abraza con firmeza a la dama y deja colgado su meñique, denotando experiencia en el dos por cuatro. Se nota que el hombre sacó mucha viruta en más de una pista y que la sigue sacando todavía.
Pero lo que más llama la atención, al menos para mí, es la mujer.
Mientras que el bailarín mira fijo el rostro de la dama y mantiene la sonrisa blanca bajo el pelo canoso y opaco, ella se mueve con una sincronía deslumbrante. Se deslizan por la pista y por momentos ambos cierran los ojos como reflejando sueños eternos. Se ve que son expertos y ella se adapta a la música y a su compañero; se pega a él y va de un lado para el otro, manteniendo siempre su dignidad y prestancia. El bailarín la ciñe más a su cintura, le pone la rodilla entre sus piernas, la suelta y también queda atrapada. Por unos segundos, la pareja queda paralizada en una sola corchea de sol. Es hermosa de aspecto, y se nota que tiene mucho de gentil. Pero su atractivo proviene del modo de bailar al compás de una música que por momentos es lenta y fenomenal y a veces nostálgica y remota.
La música cesa y los parroquianos aplauden y gritan eufóricos. Y mientras el hombre con su mano extendida acompañaba a la mujer a su asiento, hace una reverencia mirándola a los ojos y esbozando una sonrisa parece decirle: mil gracias. Ella le retribuyó con una mirada cómplice y ambos se sentaron cerca de mí.
Creo que tanto mis vecinos de mesa como yo daríamos cualquier cosa por ser capaces de bailar un tango con una dama como esa la de los sueños eternos. De esos sueños que nos llevan a otros mundos donde el baile delt ango y el bandoneón nos transportan a otra magia sin saberlo.
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