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Inicio / Cuenteros Locales / enriquep / EL ROSTRO UNIFORME - CAP 4: CUARTO DIA

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CUARTO DIA:

Durante esa noche, nuestro amigo se mantuvo algunas horas despierto, meditabundo y con una evidente preocupación, pasando largo rato sin poder conciliar el sueño. Los escasos momentos en que pudo dormir se despertó sobresaltado y perspirado. Sin duda, sus miedos y preocupaciones lo tienen acorralado. Quizás en esos momentos de soledad haya meditado sobre el camino a seguir, y sobre sus extensas y poco fructíferas conversaciones con Peralta.
Un par de horas antes de lo habitual, nuestro amigo se levantó y comenzó a recorres todos los rincones de la casa, tratando de descubrir quién sabe qué recuerdos, qué secretos casi olvidados. Finalmente llegó la hora de ir al rutinario trabajo, y Arturo se encaminó hacia él, no sin antes colocar sobre la mesa dos sobres vacíos de correo, sobre los cuales apoyó el cuchillo de plata, a manera de pisapapeles.
Luego sobrevino la rutinaria historia. Tomó el colectivo, llegó con tiempo de sobra y comenzó a recorrer las grises y tumultuosas calles de la metrópoli. Antes de ingresar a su trabajo, nuestro obsesivo amigo llegó a una pequeña zapatería. Tras permanecer algunos minutos mirando la vidriera, con osadía se dirigió a un empleado y le pidió, de muy mala manera, que le mostrara los zapatos mas caros. El empleado se metió en un cuarto interno, y a los pocos instantes salió con una caja con dos lujosos zapatos, y se la dio a nuestro muchacho.
Antes de que Arturo se los probara, el vendedor quiso persuadirlo para que comprara otros, de precio mas bajo, pero que eran tan parecidos a esos que nadie notaría la diferencia. Pero Arturo le respondió que eran esos zapatos los que él deseaba comprar. Mientras nuestro amigo continuaba probándose los zapatos el vendedor siguió insistiendo en que, si lo deseaba, había otros mas baratos y de igual calidad, contestándole Arturo que no le interesaba el precio, y que quería esos zapatos. Al ver el zapatero la actitud de su terco cliente, le dijo que los debía pagar al contado. Arturo le extendió una gran cantidad de dinero y se los pagó. Una vez terminado el trámite comercial el vendedor le preguntó si los quería envolver, contestándole nuestro amigo que no hacía falta.
Para sorpresa y admiración de todos, cuando ya el zapatero se había alejado de Arturo y éste quedó solo, con sus flamantes y caros zapatos en las manos, se paró frente a la puerta del local, y delante de todos los curiosos y anonadados transeúntes extrajo de su bolsillo izquierdo una filosa navaja, y con tanto odio como desparpajo comenzó a destrozar su calzado nuevo, con tanta furia, que de no haberlo conocido antes, hubiésemos pensado que estaba loco. Mientras realizaba este morboso desperdicio material, fijaba sus redondos e hinchados ojos en el maniático movimiento de la inquieta navaja, mientras sus manos actuaban con una gran rapidez. Estaba absorto, como poseído por una ira irrefrenable, rozando casi con la locura, como si con ese insólito hecho pudiera redimir la frustración y el fracaso de su padre, que en el eterno espiral de la vida se había repetido en él.
Mientras Ramirez hacia pedazos los tan preciados zapatos, toda la gente que se había agolpado alrededor le gritaba con fuerza que llamarían a la policía. Otros, que habían encontrado en nuestro amigo una diversión momentánea miraban azorados y con cierto temor, esperando que el loco hiciera algún otro desastre para poder comentárselo a sus amigos.
Pero Ramírez no escuchaba, ni veía, ni sentía nada. Solo le importaba destrozar los costosos zapatos, odioso símbolo de la miserable vida que había llevado su padre. De una forma u otra, todos estaban expectantes a lo que hacía nuestro desdichado héroe. Algunos gritaban y lo insultaban, otros lo miraban con asombro. Estos comentaban entre sí qué caso patológico sería, aquéllos observaban de lejos, tratando de no descuidar sus ocupaciones rutinarias. Pero nadie era capaz de detenerlo, ni aún de acercarse a él.
Sin dudas, nuestro amigo había caído en el pozo mas bajo desde que comenzamos a observarlo. Una vez que los lujosos y codiciados zapatos se convirtieron en una maraña de tiras de cuero e hilachas, se acercó adonde estaban los absortos clientes, arrojó los desperdicios al suelo, y sin decir palabra salió y se mezcló entre la masa humana, dejando extrañados a todos los curiosos, que luego continuaron con sus actividades habituales.
Unos minutos después del insólito incidente, nuestro héroe llegó a su trabajo, aparentemente mas confiado en sí mismo que nunca. Cuando entró a su despacho, sin perder tiempo sacó de un cajón de su escritorio los documentos de Lacarra y continuó con lo que había dejado el día anterior. Media hora después llegó Hernández, que con un tono bastante amistoso le dijo, buenos días, Ramírez, espero que haya hecho todo correctamente, aunque descarto su capacidad.
Nuestro amigo juntó y ordenó todos los documentos, y sin decirle palabra a su superior se los entregó. Este los observó por unos instantes y le dijo que todo estaba bien, y que Benítez agradecía su colaboración.
Una vez que Hernández se retiró, nuestro amigo continuó realizando su trabajo de rutina, aunque a desgano. En las cuatro horas siguientes revisó saldos, realizó copias y otros trabajos menores, dejando de lado aquellos en los que debía tomar decisiones. Hasta que en cierto momento volvió a entrar Hernández, con bastante apuro, que le dijo a Arturo, Ramírez, tengo que pedirle otro favor, que usted deberá aceptar.
Nuestro amigo miró con desconfianza al calvo jefe, y le preguntó qué era lo que debía hacer. Entonces Hernández se sentó frente a él, sacó su extravagante pañuelo de seda, se secó la calva y enjugó su rostro, y le dijo, - espero no lo incomoden a usted estos continuos favores, pero deberá cumplirlos aunque no le guste. Como usted sabe, el gerente tiene muchos amigos y debe cuidarlos, máxime considerando la crítica situación por la que atravesamos. Esta vez es algo mucho mas simple que el trabajo anterior. Nuestro jefe conoce a un hombre, el señor Hidalgo, que es muy poderoso y tiene mucho dinero, y puede ayudarnos bastante en caso de necesitarlo. Este señor Hidalgo es cliente de nuestro banco y tiene, como decirle, unos amigos que podrían trabajar en nuestra institución. Pero para eso habrá que despedir a algunos empleados, no sé si usted me comprende.
-Verdaderamente, no comprendo demasiado bien, contestó Ramírez, lacónicamente.
-Lo que le quiero decir, estimado Ramírez, dijo Hernández, es que usted es quien tiene la responsabilidad directa de aceptar o despedir a los empleados. Para aceptar a los que pide Hidalgo, usted deberá despedir a siete empleados, con menos de veinte años de antigüedad. Tenga en cuenta que Hidalgo es un hombre muy influyente, y que nos puede ser útil en mas de una oportunidad.
-Y como yo soy el único que tiene esa responsabilidad, ¿qué pasaría si me negara a efectuar esos despidos?, preguntó nuestro amigo con bastante prepotencia.
-En ese caso, replicó el jefe, como le he dicho ayer, tengo orden del gerente de pedirle su renuncia. Después de todo, Ramírez, solo son unas cuantas firmitas. Además los despedidos serán indemnizados, y aunque usted no lo quiera, quedarán cesantes de todos modos. Piense que con estas cosas usted se juega el puesto. Hágame caso, aprenda a nadar y sálvese a tiempo. Le conviene ser oportunista, no le darán ninguna medalla por buena conducta. Aquí le dejo los legajos de esos empleados. Los pasaré a buscar en un par de horas.
Tras decir esto se retiró apresuradamente, dejando a nuestro amigo los legajos de los siete desdichados empleados. Ramírez observó con atención los siete legajos, y quizás haya encontrado en ellos los nombres de algunos viejos compañeros. Meditó un largo rato, leyó todo con atención, hizo comparaciones, los leyó una y otra vez y finalmente los guardó, sin escribir nada, en un cajón de su escritorio. Luego continuó realizando trabajos intrascendentes y rutinarios, dejando de lado aquellos en los que debía tomar alguna determinación importante. Sin duda estaba demasiado alterado como para tomar decisiones, aunque exteriormente se lo veía mas seguro de sí mismo que nunca. Pasaban los minutos, y los siete legajos aún seguían guardados. Al cabo de dos horas llegó el calvo jefe, y otra vez volvió a suceder lo inesperado. Serían aproximadamente las tres de la tarde cuando entró Hernández al despacho de nuestro héroe. Mientras apoyaba su robusta figura sobre el marco de la puerta, le dijo, - Bien, Ramírez, vengo a buscar los legajos que le dí hace tres horas. Quiero que sepa que el gerente está complacido por su actitud, y le agradece todo lo que hizo por el señor Lacarra.
Cuando el jefe terminó de decir esto, nuestro amigo se incorporó de su silla, se apoyó sobre el extenso escritorio, y con desenvoltura le dijo, - sepa usted, señor Hernández, que no estoy de acuerdo con estos despidos, ni con las actitudes de Benitez, y me niego rotundamente a firmar esos despidos.
Al terminar de decir estas palabras le alcanzó a su superior los siete legajos. Este se puso pálido ante las rebeldes palabras de Arturo. Una vez recogidos los legajos, y aún sin reaccionar ante la actitud de Ramírez, le dijo, - no me extraña su actitud, Ramírez, ya que ha tenido otras similares en estos últimos días. Debo decirle que me ha decepcionado. Yo pensé que usted era una persona inteligente y por eso decidí ascenderlo, ya que era trabajador y cordial, pero al darle un poco mas de poder se ha extralimitado, tratando de pasar por encima de sus superiores. Traté de prevenirle muchísimas veces lo que sucedería si seguía manteniendo esa actitud. Le he aconsejado muchas cosas, sin tener por qué hacerlo, y a cambio de eso he recibido actitudes desagradables y palabras rencorosas. Sin embargo, confío en sus cualidades mas allá de sus impulsos. Le propongo que recapacite. Volveré a buscar los legajos dentro de una hora.
Pero nuestro amigo, que estaba seguro de lo que hacía, se acercó a su jefe y le dijo, - aunque me diera mil siglos no lo haría. Algunos de esos empleados fueron muy buenos conmigo. No accederé a echarlos para complacer un capricho del gerente.
-No es ningún capricho, replicó Hernández, es señor Hidalgo es muy importante y puede sernos muy útil en el futuro. Ya sé que es difícil despedir a sus propios amigos, pero al luchar contra el gerente está usando una espada de doble filo. Está jugando con fuego. Cualquier cosa que haga mal puede poner en peligro su puesto, y mas de doce años de trabajo.
Arturo escuchaba las intrascendentes palabras del sumiso jefe, y finalmente, con mas audacia que premeditación le dijo, - será mejor que cerremos la puerta, lo que le quiero decir no deseo que lo escuchen los empleados. Tras decir esto corrió la obesa figura del jefe, que seguía apoyado en el marco de la puerta, y luego de invitarlo a tomar asiento, cerró la puerta y continuó diciendo, quiero hablar algo con usted. Deseo que no me interrumpa hasta que termine, ya que se trata de algo muy importante, y será lo último que hablemos.
Hernández, al darse cuenta de la crudeza de la situación, intentó persuadirlo para que rectificara su actitud y pensara bien lo que le iba a decir, recordándole que ponía en juego doce años de trabajo.
Pero Ramírez ya tenía decidido lo que iba a decir, y desoyó los consejos de su superior una vez mas. Mientras guardaba en los cajones todo lo que había sobre el escritorio, le dijo, - como usted sabe, Hernández, llevo mas de doce años trabajando en este banco, pero nunca me había sentido tan humillado como en estos tres últimos días. Quiero que sepa de que estoy cansado de que me trate como a un idiota. Ya que tuvo la gentileza de ascenderme, déjeme actuar según mis principios, y no me presione constantemente. Cuando era un simple empleado, veía en usted un ejemplo de dignidad y sacrificio, pero me he dado cuenta de que es un hombre bajo y despreciable, al que no le importa el daño que cause a los demás, con tal de conseguir lo que desea. Si al gerente y a sus superiores les gusta la clase de gente como usted, a mi no. No quiero caer en sus mismas bajezas y humillaciones. No pretendo ganarme una medalla de buena conducta, como dice usted, pero tampoco quiero escalar posiciones a través de artimañas y suciedades. No estoy de acuerdo con la hipocresía que hay en este banco, ni en sus administradores. Tal vez usted no me comprenda porque hace mucho tiempo que trabaja así, pero yo soy hijo de un trabajador muy humilde que murió sin haber dañado jamás a nadie, ni herido su dignidad. Para terminar, señor, le haré un gran favor a Benítez y a su hidalgo amigo, en vez de tener siete tendrá seis empleados nuevos, ya que el séptimo podrá ocupar el puesto de sub jefe de personal. Yo renuncio, señor Hernández. No quiero aprender a nadar para no ahogarme, renuncio a todo. Siento haberlo defraudado, aunque soy yo quien está mas decepcionado.
El calvo jefe se quedó espantado con las francas palabras de Arturo, y no se atrevió a contestarle, seguramente pensando que todo lo que le diría sería otra vez en vano. Inmediatamente, y sin hablar nada mas, nuestro amigo firmó su renuncia al cargo, tirando de esa manera por la borda doce años de sacrificio. Una vez firmada la renuncia, y cuando Arturo estaba a punto de retirarse, su ex superior, todavía absorto por la repentina decisión, mientras se rascaba la calva con gran velocidad, le dijo, - realmente me dejó perplejo. Solo espero que no se arrepienta mañana. No quiso adaptarse a las circunstancias, pero con su dignidad nunca va a llegar a ser nada importante.
-De todos modos me hubieran obligado a renunciar, porque no estoy acostumbrado a ser sumiso y obsecuente como usted, contestó Arturo, tras lo cual se retiró apresuradamente, sin esperar palabra alguna de su ex jefe.
Serían aproximadamente las cuatro de la tarde cuando nuestro amigo volvió a formar parte de ese maremágnum de gente que todos los días recorre las calles de la ciudad. Nuestro muchacho continuó, impaciente y pensativo, caminando y entremezclándose entre todas las caras y gestos diversos. No pudo sobrellevar la pérdida de sus seres queridos, negándose a resignarse, y se encontró con un mundo frío, hipócrita. Un mundo en el que nada vale el dolor de los demás.
Nuestro infeliz amigo observaba con atención las caras y gestos de la gente que caminaba indiferente, con mucha tristeza y melancolía, hasta que luego de caminar incansablemente durante dos horas decidió volver a su casa. Al llegar, en toda la casa reinaba un silencio sepulcral. Ya no estaban ni la sesentona, ni la niña, ni el hermano vanidoso. Solo se encontraban él y sus recuerdos. Todo era quietud, y el silencio se tornaba monótono por momentos. Después de permanecer durante media hora sentado, inmóvil, en un viejo sillón, cargado de mil recuerdos, fue velozmente a su dormitorio y tomó el teléfono, y dijo lo siguiente, entre sollozos, -Buenas tardes, ¿está el doctor Peralta?, ¿ya salió?, ¿está segura?, es urgente. Me he quedado sin trabajo, y querría hablar con él. Estoy muy deprimido. ¿No lo puede ubicar?, le pagaré lo que sea. Quiere decirme que hasta el lunes no vuelve. Gracias de todos modos, adiós.
Cuando nuestro desdichado amigo colgó el teléfono, estaba casi irreconocible. Totalmente pálido, demacrado y bañado en lágrimas. Estaba frente a un abismo, como le había dicho Peralta. Sus obsesiones y su temor lo habían hecho enemistarse con su familia y con sus superiores. Ya no tenía nada, no era nada. Estaba completamente solo.
Tal vez en aquel momento haya conocido la verdadera soledad. Por eso fue a su añorado y nostálgico jardín, se sentó sobre el pasto húmedo y se quedó absorto, añorando un pasado irrepetible, aferrado a su vida pretérita en un mundo en el que solo importa el presente, en el que nada valen las emociones humanas. Tal vez haya visto el mundo desde la óptica de un hombre solo, abandonado, y quizás también haya reflexionado sobre un mundo mordaz, en el cual el hombre no vale absolutamente nada como unidad, donde es solo un punto que ve girar la vida alrededor suyo.
Con quién sabe que tristes y funestos pensamientos, nuestro lastimoso amigo se quedó dormido sobre su viejo jardín. Al cabo de un par de horas, el sol se escondió por el poniente, y todo poco a poco fue tornándose borroso y oscuro. La luna bañaba con su blanca luz la pequeña figura de nuestro héroe. Las diminutas gotas de rocío se apoyaban sobre el cuerpo de Arturo y brillaban tímidamente. Cuando despertó, ya era cerca de la medianoche. Pese al descanso reparador y desintoxicante se encontraba tan demacrado como antes, y sumido en la desesperación. Lentamente y casi sin fuerzas se incorporó, y con paso trémulo se dirigió a la mesa donde esa mañana había dejado dos sobres en blanco.
Se acercó a la mesa, se sentó, tomó dos papeles en blanco y comenzó a escribir. En un momento comenzó a llorar tan desgarradoramente que tuvo que detener la escritura, reanudándola luego a los pocos instantes. En ese momento tenía el semblante de un hombre verdaderamente enfermo, que estaba ya por caer en el abismo. Sin poder comunicarse con nadie, se sentía profundamente solo y abandonado. Su cara estaba demacrada y pálida, levemente perspirada, sus ojos irritados de tanto llorar, su nariz hinchada y su frente constreñida. En las últimas horas no había probado bocado. Sus piernas estaban temblorosas, y sus manos húmedas y frías. Al terminar de escribir las dos cartas las metió en sendos sobres, que dejó apoyados sobre el teléfono.
Finalmente, dió una última recorrida por la casa deteniéndose por un largo rato en el viejo jardín. Tomó su cuchillo de plata, lo guardó en un bolsillo, y se fue.
La ciudad, una vez mas, estaba desierta. El silencio nocturno solo era interrumpido por el ladrido de algunos perros vagabundos, o por algún ruidoso trasnochador. Nuestro amigo tomó un solitario colectivo, que lo condujo al puerto de la ciudad. Al llegar comenzó a deambular por las dársenas, observando las largas y fantasmales sombras de las embarcaciones, que se reflejaban en el agua. Todo era silencio y quietud. Los muelles estaban vacíos, esperando la llegada del alba. La bruma era tanta que no permitía ver a la lejanía. Todo era triste y fantasmagórico.
Al llegar a un muelle, se quedó apoyado en él por unos minutos, manteniendo firmemente aferrado en su mano derecha al cuchillo de plata. Algunas aves revoloteaban por el lugar, dando vuelos circulares y rasantes, en busca de alimento. Cuántas cosas habrán pasado por su mente en esos momentos. Cuántos rostros, cuántos recuerdos, cuántos deseos incumplidos, cuántos arrepentimientos postreros.
La noche era clara y serena. Las estrellas titilaban inconscientemente. La luna fomaba un pequeño punto luminoso en el fondo del agua. Nuestro amigo miraba hacia abajo, detenidamente, tratando de descubrir quién sabe qué secretos misteriosos. La intensa bruma enrarecía el ambiente, daba la impresión de estar parado al borde de la nada, inerte en el espacio. No se distinguía lo real de lo irreal, no había límite entre la verdad y la fantasía, entre la cordura y la locura, entre la vida y la muerte. Era el comienzo de la inmortalidad, de la inercia.
De pronto, el pequeño punto luminoso se desvaneció y partió en mil pedazos, como si fuera de cristal. El agua formó infinidad de ondas concéntricas. Luego de unos instantes, el punto volvió a formarse y el agua se calmó. Las aves comenzaron a revolotear con mas intensidad, intuyendo que tendrían alimento. La bruma continuaba enrareciendo el ambiente, hasta que al cabo de un par de horas volvió a entrar triunfante el sol por su cuesta invisible. Un día había llegado a su fin. Un día tan parecido como cualquiera, pero único como cada uno.

Finalmente, nuestra tarea está casi concluída. Hemos tenido la oportunidad, por cuatro únicos días, de meternos dentro de la vida de un ser humano que habitaba y deambulaba por la ciudad, llena de caras adustas y uniformes. Hemos conocido a fondo su personalidad y su interrelación con los demás, y también vimos muchas personalidades opuestas, pero que a simple vista parecen idénticas. Nos queda ahora saber el porqué de ciertas actitudes humanas, y cuáles fueron las consecuencias de esta historia que vivimos tan de cerca.
Hemos terminado nuestra recorrida por las diferentes actitudes y comportamientos humanos. Vimos en estos cuatro días grandes discrepancias entre las formas de pensar y de actuar de cada individuo, y descubrimos asimismo un mundo convulsionado y caótico. En el epílogo de su desdichada vida, Arturo Ramírez, ese rostro desconocido y uniforme que habitaba y deambulaba por las calles de la ciudad, quiso despedirse de quienes lo conocieron con dos cartas, que fueron leídas después de su muerte. Dos cartas que nos muestran a un hombre agotado, cansado de vivir, que en estas palabras póstumas quizás haya reflejado el sentido de su vida, y el por qué de su trágica decisión.
La primera carta, que fue leída solo dos días después de su muerte, decía así: “A mi hermano Ernesto, al doctor Peralta, a Lorenzo Hernández y a todos aquellos que me conocieron y quieran compadecerse de mí. Deseo escribir estas últimas palabras ya que ha llegado un momento en mi vida en el que quiero tomar una decisión, para poner fin a mis angustias. Como cuando ustedes lean esta carta yo ya no estaré en este mundo, me expresaré con total sinceridad, sin temor a ser reprochado. Aunque me cueste mucho escribir estas palabras, creo que ellas tendrán un gran significado. Ya que todos debemos dejar algo a los demás, algún testimonio de nuestro paso por el mundo, quiero que esto sirva como prueba de mi cobardía, pero asimismo de mi desolación. Ante todo deseo que no me guarden rencor, ya que mi vida representa una carga para mí, de la cual quiero librarme cuanto antes.
Como esto será lo último que pueda decirles, me dirigiré al principio a cada uno de ustedes por separado. Primero a quien durante casi un año ha sido mi confesor espiritual y mi mas profundo amigo, a Francisco Peralta. No quiero que se sienta frustrado por lo que ha hecho, ya que me ayudó en todo cuanto pudo, y si bien no pudo librarme de mis desgracias, al menos retardó esta decisión por casi un año. Le estoy profundamente agradecido por todo lo que representó para mí, y le pido que no se sienta culpable en absoluto, ya que son mi cobardía y mi temor los que me llevan a esto. Recuerdo el cuento que me contó sobre la diferencia entre la vida y una representación teatral, así como lo que me decía sobre el tren y el paisaje, las figuras que se alejan. Estoy conforme porque finalmente el tren ha llegado a destino. Creo que es hora de saber qué es el punto luminoso que tanto me obsesiona. Aunque no haya respuesta alguna, al menos trataré de buscarla, quizás eso me sirva de consuelo. Usted sabe cómo he sufrido en este año, y qué triste es para un hombre perder lo que alguna vez amó y que no se puede reemplazar.
A mi hermano Ernesto quiero pedirle disculpas públicamente por mis injurias y calumnias. Si piensa en la frustración de mi padre, al menos él tuvo la valentía de seguir viviendo aún en la adversidad. En cambio mi cobardía es tal que no soporto afrontar mis problemas. Espero que mi madre me perdone y no me guarde rencor, pero no tengo otra alternativa.
A Lorenzo Hernández solo le diré que hice lo conveniente y que siento haberlo defraudado, pero nunca hubiera aceptado sus consejos.
Esto es todo lo que quería decir. Como último deseo, quiero que nadie lea la carta dedicada a mi madre y a mi hija, ya que en ella solo me limitaré a decirles lo que nunca les pude decir, y que siento profundamente. Es mi anhelo que quede como un secreto indestructible entre los tres.
Finalmente, ya no tengo mas nada que escribir. Le temo a la muerte, pero estoy cansado de vivir. Me siento solo, no hay peor cosa que la soledad. No puedo seguir viviendo así. Quiero que sepan que, estoy llorando, mas que nunca en mi vida. Me siento el último hombre sobre la tierra. No tengo nada, no soy nada, Dios, cómo estoy llorando. Tengo miedo, mucho miedo. Cómo me hubiera gustado que todo fuera distinto. Por qué la vida es tan injusta?, nadie puede imaginar lo que he sufrido en este tiempo. En poco tiempo perdí lo que mas amaba. Me han arrancado el corazón. Los extraño, los necesito. Quise mucho como para olvidar tan fácilmente. Tal vez la mayor falencia del ser humano sea amar demasiado algo que se va a perder. No puedo vivir así. Jamás había llorado tanto. Por qué no habré sido feliz cuando podía?, me lastima que todo termine así, pero es imposible evitarlo.
Cuando alguien tiene una rosa, disfruta de su fragancia y su perfume y la riega con cariño, aún sabiendo que luego se va a marchitar. Lo mismo pasa con la gente. Uno ama a alguien, pero solo sabe cuánto cuando ya no lo tiene. Quiere volver atrás, pero ya no puede, y eso lo tortura. Siento que jamás había hablado con tanta franqueza. Siento tanto dolor. No quiero seguir humillándome, y no puedo asumir mi fracaso. Pronto dejaré de llorar para siempre. Dios mío, cómo me duele vivir, cómo me duele morir.
No quiero que nadie llore mi muerte, ni tampoco deseo cortejos fúnebres ni grandes llantos. Solo quiero que si alguna vez alguien me recuerda, olvide que fui un cobarde que no tuvo la valentía de seguir viviendo.”
Estas fueron las palabras póstumas de nuestro amigo. Pese a su orden de que nadie leyese la otra carta, nosotros, gracias a nuestra mágica oportunidad, podemos conocer la que le escribió a su madre e hija. El sobre decía: “A mi madre y a mi hija, para que me recuerden siempre, les diré lo que nunca tuve la valentía de decirles”. Dentro de la carta solamente decía: “Gracias por todo, y perdón.”
Finalmente, aquí termina nuestro viaje imaginario. Hemos observado muchas actitudes y personalidades diversas en una historia cotidiana, con personajes y situaciones que pueden ser reales. Le queda a usted la posibilidad de juzgarla, la historia de un ser humano parecido a todos, pero único e irrepetible como cada uno de nosotros.

Texto agregado el 09-02-2013, y leído por 71 visitantes. (0 votos)


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