En febrero de 1939 tuve una invitación bastante peculiar. Yo les comenté al principio que les había comprado mi primer auto, un Ford modelo 28, a dos hermanos, que eran corredores. Desde que me lo vendieron, mantuve con ellos una gran amistad, y frecuentemente me invitaban a comer asados, o a presenciar algunas de sus carreras, que eran organizadas por la Asociación Argentina de Volantes. Nunca llegaron a ocupar un lugar importante en el automovilismo, ni tuvieron renombre, pero pese a que eran amateurs, actuaban con verdadera pasión, y nunca perdían alguna oportunidad para demostrar sus habilidades. Como, según ellos decían, habían nacido “para los fierros”, se dedicaban a la compraventa de autos usados, y crearon una pequeña empresa que les dejaba exiguas ganancias. A comienzos del ‘39 me invitaron formalmente a participar de una improvisada competencia que querían realizar entre sus amigos, y que ellos mismos organizaban. Dicha carrera se iba a realizar en febrero de ese año en la localidad de Maipú, de donde eran oriundos. Como mi amistad hacia ellos era muy grande, y durante ese mes yo me encontraría de vacaciones, obvié mis limitaciones, y con bastante osadía e imprudencia decidí aceptar.
Se había acordado que la carrera sería el último domingo de febrero, por la mañana. Quince días antes, aprovechando mis vacaciones, llegué a Maipú y me hospedé en una pensión. Todos los días recorría con mi automóvil el lugar donde se desarrollaría la competencia, tratando de conocerlo de memoria para evitar contratiempos. Según las reglas del juego, impuestas por ambos hermanos, cada uno debería competir con su propio auto y sin acompañante, y para el ganador habría como premio una pequeña copa y una radio marca Supertone. Después de la carrera habría un asado para todos los participantes. Los dos hermanos se ofrecieron a reparar todos los autos sin cobrar un centavo, ya que todo lo hacían para agasajar a sus amigos y satisfacer su afición por tal deporte. Después de quince días yo ya me había habituado totalmente al camino, y conocía cada detalle como la palma de mi mano. Se utilizaría un antiguo camino de tierra que estaba cortado, pero que era ideal para esa clase de competencias. Imprevistamente el sábado por la mañana cayó una copiosa lluvia que obligó a suspender todo por siete días, durante los cuales conocí a los otros catorce improvisados y temerarios corredores. El domingo siguiente se presentó soleado y caluroso, y el espectáculo se constituyó en una verdadera fiesta para los pobladores, que ya a primera hora se habían agolpado en los alrededores, desplegando varios carteles y pancartas, y vivando a todos los participantes, aún sin conocerlos.
Cuando nos aprestamos para largar, hacía un calor insoportable. Sin embargo cada vez había mas curiosos, que querían ver de cerca a cada uno de los automóviles, y gritaban con una euforia indescriptible, e inentendible en estas épocas. Los dos organizadores se abstuvieron de participar, para que todo fuese cristalino y nadie desconfiara. Debo confesar que segundos antes de arrancar sentí escozor y un poco de miedo, que desapareció en cuanto comenzó la carrera.
Debíamos cumplir cinco vueltas completas de quince quilómetros cada una, y llegábamos a una velocidad de sesenta quilómetros por hora, casi un récord en aquellas épocas. En una parte del camino había una curva bastante pronunciada, y unos metros mas allá, un alambrado que lo separaba de una estancia. Cada vez que pasaba por allí sentía verdadero temor, e inclusive en la tercer vuelta mi auto hizo un trompo, quedando con la parte delantera mirando hacia atrás. Inmediatamente traté de reingresar y seguí la marcha. Pese a que actué con relativa rapidez, no pude evitar que me pasaran tres o cuatro autos, quedando creo que penúltimo. Al solucionar este contratiempo, sentí que el auto estaba un poco averiado, ya que recuerdo que lo sentía flojo, como si se hubiera roto algo o si le faltara alguna pieza. Sin embargo decidí seguir hasta el final, aún estando seguro de que no ganaría aunque al auto le crecieran alas.
Los quince motores rugían, y quebraban el habitual silencio de la zona. Algunos pájaros huían despavoridos y extrañados ante el ruido que producían los bólidos, que al pasar levantaban una gran polvareda, que obstaculizaba la visión de los que veníamos rezagados. Yo sentía que algo dentro del auto andaba mal, pero no podía detenerme para averiguar qué era. Todavía quedaban dos vueltas completas, aproximadamente unos treinta quilómetros, y yo, aún teniendo la certeza de que mi victoria era imposible, quería al menos mejorar el nivel y no ser uno de los últimos. Evidentemente sería un buen abogado, pero como automovilista era un desastre. Pero yo seguía, pese a mis escépticos pronósticos. En la cuarta vuelta ya estaba bastante agotado y sumamente tenso, y sentía la vista pesada.
Pero así como la vida es bella y sublime, también es frágil y efímera. Solo un instante nos separa de la muerte, un instante que no sabemos cuándo llegará. En unos segundos, la alegría se puede transformar en tristeza, y la euforia en una gran congoja. A la vuelta de cada esquina puede esperarnos la fatalidad, y para opacar el clima festivo y de esparcimiento que reinaba ese domingo, el diablo tuvo que meter la cola.
Como todo el camino era de tierra los autos levantaban una gran polvareda, que como había poco viento no se esparcía rápidamente. Como yo era uno de los últimos, o uno de los primeros, según el ángulo desde donde se mire, quienes me precedían levantaban a su paso una gran cortina de humo, tierra y polvo, y los que veníamos detrás teníamos prácticamente que adivinar por donde íbamos, ya que a veces no se veía casi nada. Había pasado poco menos de una hora de carrera, y yo iba por la cuarta vuelta, cuando llegué a la famosa curva que me había traído problemas en la vuelta anterior. Como dije antes, la polvareda borroneaba todos los contornos, y no me dí cuenta de que me acercaba a esa curva. Al ver que me había desviado del camino solo atiné a mover nerviosamente el volante hacia la derecha, pero no sé por qué no me respondió, y merced a mi desesperación el auto se descontroló. Todo esto que cuento con lujo de detalles sucedió en una fracción de segundo, y es lo último que recuerdo, lo demás me lo contaron después. Una vez que mi auto se salió del camino, y yo no pude hacer nada, rompió el alambrado y se metió en la estancia, y luego de recorrer unos metros se estrelló contra una arboleda. Unos lugareños vieron todo lo que me sucedió, y pocos minutos después se suspendió la carrera. El auto quedó literalmente atrapado entre varios árboles, totalmente destrozado. Costó un gran trabajo, según lo que me contaron, sacarme de entre los hierros retorcidos. Después de varios minutos me pudieron retirar del auto, entre algunos corredores y los lugareños, totalmente inconsciente y ensangrentado. Como un triste epílogo, la radio Supertone fue rifada entre los quince concursantes, la copa se le otorgó al que hasta en ese momento se mantenía en la punta, el asado se suspendió, y el bullicio y el jolgorio se aplacaron ante la fatalidad.
Pero esto que estoy contando sucedió a fines de los años treinta en un aislado pueblito de la provincia de Buenos Aires, por lo tanto todo se hizo mucho mas difícil. Uno de mis contendientes ofreció su automóvil, en el que fui llevado al hospital, distante a veinte quilómetros de allí. Según me contaron posteriormente, la población de Maipú se quedó muy acongojada por mi tragedia, y no era para menos. Un verdadero desconocido les había aguado un domingo de fiesta, supongo que muchos me habrán echado toda clase de maldiciones e improperios.
Mi cuadro clínico no fue muy alentador. Tuve fracturas, heridas cortantes y pérdida del conocimiento. Todo eso me obligó a estar internado durante mas de un mes, y luego, al volver a la ciudad, permanecer en reposo durante varias semanas.
Alfredo no se cansaba de recriminarme mi temeridad, pero yo sí me cansaba de escucharlo. El accidente no fue óbice para que continuara mi amistad con los dos hermanos, con los cuales tuve buenas relaciones, hasta la muerte de uno de ellos en el ‘48, en un accidente parecido al que había tenido yo. En cuanto recobré la salud arreglé el auto, lo dejé en buenas condiciones y, por supuesto, lo vendí.
Avanzaba 1939. El mundo se desgarraba, y comenzaba a sangrar. Y como uno nunca aprende de sus errores, al año siguiente compré mi segundo auto.
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