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El último integrante de la familia Mejía que me queda por describir es su hija Azucena, de la cual debo decir que me enamoré desde el primer minuto que la ví. Al principio entre los dos había una diferencia sideral: ella era una joven ricachona hija de un terrateniente y yo era solo un pobre huérfano que se ganaba la vida como chofer. En cuanto logré vencer mi timidez y comencé a participar de las reuniones sociales quise acercarme a ella, pero conmigo era altanera y ante cualquier iniciativa mia de dirigirle la palabra ella me desairaba sin pudor.
Yo la conocía bastante bien, ya que frecuentemente la llevaba junto con sus padres a pasear por la ciudad. Sin embargo nunca había osado llamarle la atención, aunque numerosas veces tuve la oportunidad de hacerlo.
Azucena Mejia era en aquellos años de estatura regular (ni muy alta ni muy baja), de pelo castaño y lacio que recogía en la nuca, a manera de rodete (que en esa época era muy común), nariz recta y pequeña y labios delgados. Los rasgos delicados y sutiles y la tez extremadamente pálida le daban un aire de niña delicada y frágil, aunque sus suaves facciones eran resaltadas por dos ojazos del mismo color del cabello, que parecían dos almendras. Su cuerpo era esbelto, aunque para las modas actuales estaría un poco excedida de peso. En aquella época, la palidez y la gordura eran síntomas de buena salud.
Conforme fue pasando el tiempo, Azucena tuvo innumerables pretendientes, que sin embargo debían contar con la aprobación del padre, que a menudo desconfiaba de las intenciones de tales candidatos, temiendo que se acercasen a ella no por el amor que le tuvieran, sino como un medio para llegar a su fortuna. Como es mejor prevenir que curar, y en aquellos tiempos el matrimonio era cosa sagrada, don Mejía padre tomó la dura decisión de rechazar discretamente (o a veces no tanto) a todos quienes le iban a pedir la mano de su hija. Tanto Azucena como su madre anhelaban un gran casamiento, con cientos de invitados, y un fastuoso traje blanco con una gran cola… pero don Alfredo las dejó con las ganas. Creo que madre e hija estaban mas interesadas por la fiesta y por los lujosos vestidos que por el matrimonio propiamente dicho. A decir verdad, tampoco sé si Azucena deseaba casarse, ni quien era su candidato preferido, ya que no hablaba de eso sino por boca de su padre, y no podía osar demostrar sus pensamientos sin tapujos, porque “la gente es mala y comenta” y había que cuidar las amistades.
Seguramente no hubiera escrito tantas líneas ni habría andado con tantos rodeos, de no haber sido yo uno mas entre la larga lista de pretendientes esperanzados, aunque juro por Dios y por la Patria y ante estos Santos Evangelios que mi interés era estrictamente personal y para nada pecuniario. Me interesaba mas el amor de Azucena que toda la fortuna de su padre, y aún que la de Rockefeller… aunque hoy pienso exactamente lo contrario.
Después de haber andado infructuosamente tras ella durante dos años, sin obtener siquiera una mirada de reojo (que con eso solo me habría conformado), una buena noche, en una de las clásicas reuniones sociales de la aristocracia de entonces en la casa de Mejia, se enemistó con su pretendiente de turno, y para darle celos me pidió que la sacara a bailar. Eso era totalmente inusual en esos días, pero yo por supuesto acepté, y debí aguantar la mirada del novio, que tenía sus ojos llenos de odio clavados en mi temblorosa figura. No pude disfrutar del corto tiempo que duró el vals (que eso era lo que se bailaba en aquellas reuniones de sociedad) imaginando la forma en que su pretendiente me rompería la cara, ya que era bastante mas grande que yo.
Al terminar la danza ya me comenzaban a doler las muelas, cuando de pronto, estando sentado a mi mesa, con la vista hacia el suelo, ví una enorme sombra que se acercaba a mí. Tal como lo supuse, era la sombra del rechoncho novio. En ese momento recordé la anécdota del lobo, y consideré mas que justa la reprimenda que nos había impartido el padre Carlos. Como podrán imaginar, no vino a conversar sobre mi trabajo, ni tampoco a sacarme a bailar, sino que luego de increparme durante algunos segundos me invitó gentilmente a batirme a duelo por su amada.
Yo, como soy de buen corazón, le dí el gusto de que me insultara todo el tiempo que quiso, y aún de que me pegara una bofetada con su guante. A decir verdad, en aquel momento no me faltaron las ganas de darle la razón y renunciar a mis sentimientos, pero en aquel entonces era mas importante el honor que unas cuantas muelas y un poco de sangre, así que acepté.
Si por alguna casualidad llegaba a vencer, tendría seguramente la estima de Azucena, que le contaría a su padre mi hazaña, y tal vez obtendría su mano. En cambio si resultaba vencido me exiliaría en algún lugar del Tibet, con tal de no soportar la deshonra y el desprecio que me tendrían todos (o al menos, todos los idiotas que gustaban de aquella clase de “deportes”, que desgraciadamente eran la mayoría).
Mi preparador físico fue Fabio Mejía, que en esa época recién se había alistado en la Legión Cívica. Yo no entendía nada de armas y las espadas me daban miedo, pero en los diez días que tenía de plazo entrené durante casi doce horas cada uno, y creo que al noveno ya me las arreglaba bastante bien. Fabio estaba mucho mas entusiasmado que yo, me recomendaba que actuara como lo hacían Douglas Fairbanks o Ramón Navarro en las cintas cinematográficas, aunque yo solo veía las de Buster Keaton. Me decía que fuera mas ofensivo que defensivo y que tuviera movimientos rápidos, para desconcertar a mi adversario. Y que en caso de necesidad le hiciera un tajo en el brazo o en el estómago, ya que la sangre lo amedrentaría. Yo me imaginaba a la bestia, ensangrentada, que continuaba con la lucha, y yo que me desmayaba al verlo sangrar. Azucena se abstuvo de ver a ninguno de los dos antes de la contienda, para no influír sentimentalmente. Me decían que se encontraba feliz, aunque expectante. Fabio me veía ya vencedor, y yo ya me veía muerto. Hasta que llegó el día…

El bendito duelo estaba fijado para el sábado a las ocho de la mañana. La noche anterior no pude pegar un ojo, no sé si por la emoción o por el miedo, (pensándolo bien, fue por el miedo).
Al llegar la hora, Fabio y el cocinero (mi ex-compañero del orfanato) fueron mis padrinos, la otra bestia trajo los suyos. Azucena estaba sentada en una silla del jardín, equidistante de ambos bandos. Tenía un pañuelo de seda en sus manos, para estar preparada por si debía llorar. Una vez saludados los contrincantes, tras unas palabras de protocolo, nos aprestamos para empezar.
El silencio se hizo sepulcral. El clima era tan tenso que si alguien estornudaba me agarraba un infarto. De pronto el miedo se fue. Los padrinos se pusieron en hilera. Escogimos las espadas. Los segundos previos parecían no tener fin. Y llegó el momento mas difícil de mi vida.
Del combate solo recuerdo que hice lo que pude por sobrevivir. No pensaba en nada, solo en Azucena. Ya no sentía miedo, no tenía tiempo para eso. De pronto sentí un sudor caliente que corría por mi hombro derecho: estaba sangrando. Entonces me enfurecí. Movía la espada nerviosamente. Después vi que él también sangraba, y experimenté una especie de sadismo inexplicable. Decidí seguir hasta el final.
Mi ira era incontenible, absolutamente irracional. Nuestros cuerpos sangraban cada vez mas, pero no importaba, ¡ella estaba sufriendo por nosotros! Los espectadores y curiosos disfrutaban de ese juego perverso, ¡qué poco tarda el hombre en transformarse en una bestia! La sangre corría por nuestras chaquetas negras, las espadas hacían movimientos nerviosos y desenfadados. ¿Es posible llegar a eso por amor? Definitivamente no, pero por entonces yo tenía veinte años y pensaba distinto. Veíamos las cosas a través del prisma de la pasión, y no de la racionalidad.
Los escasos minutos que duró la contienda me parecieron siglos. De repente, y sin pensar en lo que hacía (de otra forma no lo hubiera hecho) le dí una estocada que sería la definitiva. Al verme acosado por el filo de la espada contraria no pude contener mi ira. Con una furia inexplicable le clavé la punta de mi espada en el pecho.
Sucedió todo tan súbitamente que al ver la escena no atiné a hacer nada. Al clavarle el estoque comenzó a brotar sangre de su pecho, e inmediatamente dejó caer la espada de su mano y se desplomó. Yo, al verlo en el suelo, con la chaqueta llena de sangre y la cara desgarrada de dolor experimenté una morbosa alegría. Aún hoy no puedo explicármelo.
Al ver a mi contrincante exánime, sus padrinos y algunos curiosos corrieron a socorrerlo, lo cargaron y se lo llevaron en andas hasta la casa. Al ver la trágica escena, Azucena estalló en llanto, y durante varios días se mostró acongojada y apesadumbrada. Entonces yo me di cuenta de que todo mi esfuerzo solo había servido para ver sufrir a la persona que amaba. Sentía una gran culpa por lo que había pasado, y aunque a partir de ese día Azucena comenzó a hablarme y a tratarme con estima yo estaba incómodo, pensaba que le estaba robando el lugar a otro. Amaba a Azucena, pero no quería obtener su amor de la forma en que lo había hecho. Fabio, en cambio, no podía creer lo que pasaba, y me adulaba constantemente, instándome a que me alistara en la Legión Cívica, cosa que yo por supuesto no acepté.
Azucena había provocado todo para desdeñar a su novio y provocarle celos, pero en su interior estaba segura de que él me iba a vencer. Evidentemente su juego le había salido al revés, y los tres salimos perjudicados. A pesar de todo ella me seguía mirando con resquemor, y yo sentía que, aunque involuntariamente, le había hecho un gran daño. Una vez que el enfermo terminó su convalecencia y se encontró bien desapareció de la casa de los Mejía, indignado consigo mismo, y nunca mas osó volver a ver a Azucena.
Mi idilio con Azucena fue relativamente largo. Dado que yo vivía en la sala de huéspedes de la enorme casa no tenía necesidad de frecuentarla. Pese a eso, la agenda impuesta por don Alfredo era rigurosa: los lunes, miércoles y viernes tomaba el té con Azucena y su madre, los sábados por la tarde la llevaba a pasear por la ciudad, y los domingos visitábamos algún museo o un paseo público, y eventualmente íbamos al cinematógrafo, por supuesto siempre que obtuviésemos el permiso de su padre, al menos dos días antes. En los bailes que se realizaban en la casa de Mejía o en la de alguna familia amiga yo debía sacar a bailar solamente a Azucena, y una vez a la hija del dueño de casa, por cortesía.
En el tiempo que duró nuestro noviazgo conocí a una persona encantadora, dulce, sincera, recatada, hermosa y todos los demás calificativos que ustedes quieran agregar. Pero como yo ya no me conformaba con todo lo que relaté anteriormente, después de esperar un tiempo prudencial tomé la iniciativa de pedirle a don Alfredo Mejía la mano de su hija.
Sin embargo, él con todos los candidatos tenía la misma duda, y yo no era la excepción. Después de escuchar atentamente mi propuesta y conocerme desde hacía bastante tiempo me dijo que “lo tendría que pensar”. Luego de estar indeciso durante dos semanas me llamó a solas a su despacho, y me explicó con buenas palabras que yo no era el candidato ideal para su hija, ya que él deseaba que se casara con un hombre “de sociedad”, y de buena familia, para no perder el “status”.
Sus palabras me dolieron mas que la espada que yo le había clavado al anterior candidato algunos meses antes. Azucena se adaptó a las circunstancias mucho mas rápidamente que yo, que seguí apesadumbrado durante largo tiempo, en que odié a cada uno de los pretendientes que vinieron después de mí, los cuales fueron todos discretamente rechazados por Alfredo.
En unos pocos minutos se habían derrumbado para mi muchos meses de ilusiones y de espera…
Y al llegar 1940, Azucena Mejía aún seguía soltera...

Texto agregado el 08-02-2013, y leído por 67 visitantes. (0 votos)


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