Nací casi con el siglo, en 1907. Nunca conocí a mis padres, ésa fue mi mayor frustración. Durante años esperé encontrar algún dato, alguna referencia, pero nada. Al poco tiempo de vida fui llevado a un orfanato llamado Santa María, que se encontraba en la localidad de San Nicolás de los Arroyos, a la vera del río Paraná, en donde viví hasta mi juventud.
El recuerdo mas remoto que tengo se remonta a los cuatro años, y quien mas me ha impactado de toda la gente que conocí fue sin duda el padre Carlos, que estaba a cargo del lugar. Cuando yo nací él tenía menos de cincuenta años, y era el cura párroco del lugar. En aquellos años la ciudad todavía no se había cimentado y su apariencia era la de un pueblito aislado de la gran ciudad. Según lo que me contaron los que me conocieron desde muy niño, al principio era muy díscolo y rebelde, pero a los pocos años me puse mas dócil.
No se si será muy justo lo que voy a decir, pero gracias al cariño y la atención que pusieron en mí las personas que tuvieron a cargo la difícil tarea de criarme, pude suplantar casi sin problemas el amor de la madre que no tuve. Tal vez haya favorecido el hecho de que allí todos estábamos en la misma situación, y creo que nos comprendíamos y éramos comprendidos mutuamente.
Podría afirmar sin vacilar que fue la mejor época de mi vida, aunque, por supuesto, no estuvo exenta de conflictos. A veces llegaban muchos chicos que habían conocido a sus padres, y los habían perdido en un accidente u otra desgracia semejante, y se mostraban irritables y aviesos. Nosotros, como no entendíamos lo que les sucedía, frecuentemente nos burlábamos de ellos, llegando a veces a hacerles bromas muy pesadas, fruto de nuestra ignorancia, que en algunas oportunidades terminaban en tragedia.
Recuerdo que un buen dia llegó un niño de unos seis o siete años, acompañado de una tía suya, que le explicó al padre Carlos que los padres habían muerto al hundirse el barco en el que viajaban hacia Europa, y que le habían encargado a ella que lo cuidara durante los tres meses que duraría el viaje. Al enterarse de la tragedia, la mujer le dijo al niño que el padre había conseguido un buen trabajo en donde había ido, y que estaba juntando dinero para comprar una casa y quedarse a vivir allí, junto con él y su madre, pero hasta que no la comprara no deseaba que él fuera, para darle una sorpresa. Pero pasaban las semanas y el niño se impacientaba, y quería que su tía lo llevara junto con sus padres. Llegó un momento en el que se puso sumamente indócil y rebelde, y le exigió a su tía que le mostrara las cartas que le enviaban sus padres.
Ante la negativa de la tía, el niño se negó a comer y a levantarse de la cama hasta no obtener lo que pedía. La mujer, temiendo que se resintiera su salud, y para evitar que continuara sufriendo, decidió afrontar la realidad. Entonces le dijo que, estando una noche en Europa, mientras su padre cortaba leña para calentar la casa un gran lobo se había comido a su madre. Al enterarse el padre desesperado, decidió ir a buscar al lobo para matarlo, y luego de varios días de intensa búsqueda por toda la zona, lo encontró y mantuvo con él una encarnizada lucha, al cabo de la cual sacó un gran cuchillo y lo mató. Pero desgraciadamente el lobo era mas fuerte que él, y lo rasguñó de tal modo que lo hirió gravemente, muriendo al día siguiente. Cuando la gente del pueblo se enteró de lo que había ocurrido comenzaron todos a vivarlo y a aclamarlo, y esculpieron en su honor una enorme estatua, en la que decía: “Murió por defender a su esposa, tal era el amor que le tenía”.
Pero como podemos ver, esta distinguida señora distaba mucho de ser una buena sicóloga, y su tierna historia tuvo exactamente el efecto contrario al que ella deseaba. El pobre niño inmediatamente estalló en llanto, y además de seguir negándose a comer y a levantarse, comenzó a tener terribles pesadillas, en las que soñaba cómo el lobo había matado a sus padres. Juró ir él mismo y matar a todos los lobos que encontrase, y le pidió a su criada que no dejara entrar nunca a la tía a su habitación, negándose desde ese momento a intercambiar con ella palabra alguna.
Como la situación ya era insostenible para ella, y no quería descuidar sus amistades por atender los caprichos de un mocoso, decidió que lo mejor para él sería internarlo en el Santa María, con la promesa de que lo visitaría todos los fines de semana sin dejar pasar ninguno, recomendándole al padre Carlos que tuviera en consideración su estado, pero que fuera con él “tan riguroso como la coyuntura lo exija, ya que cualquier método sería bueno con tal de encarrilarlo”.
Ese mismo día, antes del almuerzo, el padre nos lo presentó, pidiéndonos encarecidamente que lo tratásemos como si fuera nuestro mejor amigo, ya que él confiaba que en poco tiempo se convertiría en un gran amigo de todos nosotros.
Recuerdo que no sé porqué desde la primera vez que lo ví me cayó antipático. No se si sería por el aire sobrador con que nos miraba, o por la forma impasible con que nos trataba la tía, tan arrogante y con tantas ínfulas como todos los miembros de su clase en aquella época. Era una típica aristócrata, y por eso todos le teníamos tanto recelo. Tal como lo había prometido, todos los fines de semana lo colmaba de regalos, y de cosas para nosotros inalcanzables. Desde el primer día el niño se mostró huidizo y muy tímido, y era permanentemente objeto de nuestras burlas, las que recibía con bastante desazón. Evidentemente no se sentía como uno mas de nosotros, que lo rechazábamos y despreciábamos constantemente, ya sea por su forma de ser o por cierto resentimiento, a raíz de que él, por pertenecer a una familia muy adinerada, tenía muchas cosas que nosotros ni soñábamos. Después de un breve tiempo llegó a tener un trato preferencial por parte del padre Carlos, ya que éste se había hecho muy amigo de su tía, con la que todos los domingos a la hora de la siesta tomaba el té. En realidad, la bebida preferida por el padre era el mate, y el té le resultaba bastante desagradable, pero con tal de no desairar a su importante huésped, todos los domingos hacía el sacrificio.
Pero como la maldad del ser humano a veces no tiene límites, un buen día decidimos que no teníamos por qué hacer siempre objeto de nuestras burlas al pobre niñito. Fue en ese momento cuando apuntamos toda nuestra artillería hacia la ricachona y rechoncha tía. El padre Carlos, que conocía a la perfección a cada uno de nosotros, designó a un amigo mío, que en las horas de la siesta se quedaba habitualmente dando vueltas por el parque, para que hiciera de camarero. Es decir, para que sirviera el té, y atendiera los pedidos de la señora. A cambio de ello obtenía una doble ración en el almuerzo del día siguiente, por lo que se transformó en el envidiado de los lunes. Precisamente gracias a una idea suya, urdimos un plan para hacer que la pobre tía pasara un momento, digamos, agradable. Como el padre Carlos no revisaba las camas los domingos en la siesta, ya que estaba ocupado en acicalarse para recibir a su visita, cinco de nosotros nos escondimos en una habitación desde la cual se podía ver la sala contigua, que era la que usaba el padre para recibir a las visitas importantes. Aprovechando unas grandes cortinas de terciopelo que tapaban todo, y que nuestras figuras eran bastante escuetas, ya que teníamos solo nueve años, nos quedamos agazapados aguardando la llegada de esta buena señora, que apareció a las cinco menos cuarto, como era su costumbre.
Actuando con la complicidad de un cocinero, que también le tenía bastante recelo, y sabiendo que el padre gustaba del té amargo, acostumbrado al cimarrón, decidimos cambiar el tarro de azúcar por uno idéntico, pero de sal. Recuerdo como si fuera hoy el momento en que nuestro amigo llevó los dos pocillos, agarró la tetera, sirvió primero a la tía y luego al padre, e hizo la pregunta clave. Mirando fijamente a la mujer, le preguntó: -¿quiere azúcar, señora?
-Sí, por favor, dijo ella. - ¿Y usted, padre?, -No, gracias hijo. Puedes retirarte, contestó el cura.
En ese momento tuvimos que contenernos para no largar una carcajada, si no se descubriría todo. En cuanto tomó el primer sorbo, puso una cara de asco que pensamos que iba a vomitar, o a pedir la cabeza del cocinero. Sin embargo sus costumbres y buenos modales debían ir mas allá de cualquier contrariedad, y como si fuera una espartana, se lo tomó todo sin decir palabra. Era toda una dama, y hubiera sido muy descortés quejarse de lo que le daba su anfitrión, que tenía a su sobrino tan bien catalogado. Era todo un espectáculo ver como su cara se ponía verde, mientras luchaba por esbozar una fingida sonrisa y seguir la conversación de su interlocutor que, por supuesto, no se dio cuenta de nada.
Cuando todo terminó, y les contamos a los demás lo que habíamos hecho, todos nos festejaban nuestra hazaña, y nosotros nos sentíamos como verdaderos héroes. Incluso hubo quienes quisieron seguir nuestra gesta y hacerle otras cosas mayores, como romperle los vidrios del auto, poner un ratón en la taza, esconderle el sombrero, orinarle el sombrero, romperle el sombrero, etcétera. Al fin otros mas ingeniosos decidieron inventarle un romance con el mismo padre Carlos, que casi le cuesta el puesto y la sotana.
Lo cierto es que la pobre tía de nuestro compañero fue una mártir durante seis meses, cuando se produjo el gran escándalo y la tan mentada tragedia.
Todo tuvo su origen cuando alguien, no recuerdo quién, nos contó la historia del lobo, que nosotros tomamos como un motivo más para burlarnos de nuestro amigo. Resulta que una buena noche, o mala noche, por las derivaciones que tuvo, mientras el chico estaba durmiendo, uno de nuestros compañeros, llamado Álvarez, se cubrió todo el cuerpo con una sábana, se sujetó con una cuerda dos tenedores sobre la cabeza, como si fueran grandes orejas, y se puso un zapato sostenido entre el pecho y el mentón, de modo tal que su sombra a través de la pared reflejaba la silueta de un lobo. Mientras el buen Álvarez se desplazaba sigilosamente, y la sombra se agrandaba hasta llegar frente a la cama de nuestro amigo, otro chico comenzó a hacer ruido con una cacerola, que había robado de la cocina esa misma tarde. Estábamos todos pendientes de esa travesura que nos costaría muy cara.
Ayudados por la penumbra, ya que la única luz que teníamos de madrugada era la luz de la luna, siempre que la noche fuera clara, la enorme figura del lobo se extendía en la pared que estaba frente a la cama de nuestro amigo, y llegaba prácticamente hasta el techo.
Cuando el otro niño comenzó a golpear la cacerola, nuestro amigo se sobresaltó, y al ver la sombra de Álvarez quedó pasmado. Inmediatamente, cuando nos dimos cuenta de que estaba despierto comenzamos a aullar, y el miedo se convirtió en pánico. Nuestro pobre mártir comenzó a llorar desgarradoramente, y a gritar con desesperación, mientras trataba de acurrucarse entre las sábanas. Nosotros, lejos de condolernos, comenzamos a reir a carcajadas. Como nuestro pobre amigo comenzó a temblar y a gritar cada vez mas alto, Álvarez trató infructuosamente de taparle la boca con el zapato que llevaba a modo de hocico, pero ya era demasiado tarde.
De pronto se oyó que alguien subía rápidamente por las escaleras de madera. Alguien gritó: -¡Es Cárdenas! En ese momento Álvarez hizo un último esfuerzo para que nuestro amigo se callara, y pegándole una cachetada le dijo que se hiciera el dormido. En ese momento actuamos con una rapidez digna de admiración, en cuestión de segundos todos volvimos a nuestras camas, pero Álvarez, con el susto que tenía, no pudo quitarse su disfraz lobuno. No habían pasado mas de dos minutos cuando entró Cárdenas, quien nos daba clases de literatura y latín, y era un verdadero dictador para nosotros.
Don Miguel de Cárdenas era un robusto hombre de unos sesenta y cinco años, aproximadamente un metro ochenta de estatura, y ciento veinte quilos de peso. Siempre pulcro en el vestir, de cabeza grande y canosa, tenía rasgos fuertes que eran destacados por un enorme bigote, que lucía al parecer con orgullo. De voz potente y carácter firme, hablaba con vehemencia y usaba frases largas y a menudo densas, quizás para hacer gala de su erudición. Cuando miraba fijamente a alguno de nosotros siempre debíamos bajar la cabeza. Pero como no todo lo que reluce es oro, ese día don Miguel, tratando de llegar pronto para averiguar la causa de tanto griterío, se nos apareció con una bata que le cubría todo su rechoncho cuerpo. Pero aún sin su vestimenta característica su sola presencia nos inducía respeto, y en algunos casos hasta cierto temor.
Recuerdo que esa fatídica noche, en cuanto entró notó alguna anormalidad. Pero antes de gritar o exasperarse, comenzó a recorrer con la vista las por entonces silenciosas camas, sin abandonar en ningún momento el gesto adusto y severo. Esos segundos de tensa espera nos parecieron siglos. Los nervios nos carcomían. Estábamos todos esperando que la fiera lanzara el primer alarido. Y así fue. Una vez que terminó de recorrer con la vista toda la sala, se paró en el medio y exclamó con furia: -¿Me quieren explicar que fue ese alboroto?, ni bien terminó de decir esto volvió a reinar un silencio sepulcral. Al ver que no obtenía ninguna respuesta, trató de hilvanar algunas palabras, y nos espetó lo siguiente. - Mientras me encontraba en mi habitación, tratando de descansar, y de olvidar por algunas horas las preocupaciones vacuas y terrenas, fui sobresaltado por una sarta de mocosos, que comenzaron a gritar como demonios, y a hacer toda clase de ruidos, que no los hay mas atroces y desagradables en las mismas puertas del infierno.¿ Es posible que a una persona se le niegue el derecho a descansar?, ¿o acaso fue todo ilusión mía?, porque ahora parecen niños silenciosos y ordenados, pero hasta hace cinco minutos no eran sino bestias salvajes. ¿Cómo explicar esta extraña metamorfosis?, ¡quienes me hayan sacado de los placenteros brazos de Morfeo, sean sometidos al castigo! ¡Que se levanten los salvajes si no quieren que esto pase a mayores!
Supongo que ahora entenderán por qué decía que don Cárdenas gustaba de frases largas y densas, ya que esa era su natural manera de hablar. Pero nosotros no entendíamos ni la mitad de las cosas que nos había dicho, aunque comprendíamos la gravedad de la situación, ya que los castigos de Cárdenas eran una costumbre.
Ninguno quería asumir las responsabilidades, y menos que nadie Álvarez, que estaba tapado de pies a cabeza. De pronto el profesor vió que debajo de unas sábanas alguien se movía y temblaba. Cuando fue a destaparlo vió que se trataba nada menos que del adinerado y huérfano niño, que prácticamente estaba terminando de hacer entre las sábanas una laguna. Don Miguel, al verlo con los ojos llenos de lágrimas y tiritando, no pudo contener su cólera, y exigió una explicación.
-Es que tuvo una pesadilla y se asustó, dijo uno, con bastante temor.
-¿Ah sí?, replicó Cárdenas con ironía, ¿y los gritos, y los ruidos, y las risas?, como nadie osó contestarle continuó diciendo que merecía una explicación, y que la iba a obtener a cualquier precio, cuando por una travesura del destino vió que uno de los niños estaba tapado totalmente. Al preguntarle por qué estaba así no obtuvo respuesta, al destaparlo vió entonces al pobre Álvarez, colorado como un tomate y muerto de miedo, aún sin poder quitarse el disfraz de lobo. Entonces Cárdenas, que ya conocía el problema del pequeño, miró a Álvarez fijamente durante algunos instantes, que se eternizaron en su memoria. Después de intimidar a nuestro amigo durante algunos segundos, le ordenó que bajara de la cama. Una vez que lo tuvo frente a frente le arrancó el improvisado atuendo, y le dijo que a las siete en punto lo esperaba en su despacho.
Al fin pasaron las horas y llegaron las siete de la mañana. Todo lo que puedo recordar de esos momentos es que esa mañana nos quedamos todos expectantes mirando a través de una ventana lo que sucedía entre los dos. La educación era muy rígida en aquéllos tiempos, y mas aún en donde yo me crié. Después de perorar durante mas de media hora, hacerlo arrepentir y pedir perdón por todo, el pobre Álvarez debió recibir largas clases de moral del padre Carlos, que fue el que mas se ofendió por todo esto, ya que peligraban las buenas relaciones con la tía del niño, e incluso la reputación de la institución, ya que esta señora estaba muy vinculada, y era conveniente conservar una buena amistad, aunque después de este suceso sobre vino lo peor.
Una vez que Álvarez se quedó a solas con el padre, éste le dijo que debía pagar por sus pecados, porque los arrepentimientos de palabra no son suficientes. Entonces le pidió que apoyara sus manos sobre el escritorio y que se quitara la camisa, dándole siempre la espalda, y le dio unos quince o veinte azotes con su cinturón. Nosotros al ver la escena nos asustamos sobremanera, aunque esas penitencias nos eran familiares. Para completar la penitencia, y que Dios le perdonara su falta, el padre Carlos obligó al niño a quedar encerrado en una pequeña sala durante un par de días, pudiendo comer solo pan y algunas fetas de jamón, sin tener ningún contacto con el exterior. Recuerdo que esa sala había sido utilizada anteriormente por el padre como depósito de herramientas y objetos en desuso, y no tenía ventanas, por lo tanto el niño solo podía saber qué hora era cuando le traían las dos comidas diarias. El padre le recomendó que aprovechase esa privación de lo material para rezar y encomendar su alma a Dios, diciéndole que si al cabo de ese tiempo se mostraba sumiso, la penitencia no habría sido en vano.
Al resto de nosotros nos tocó una penitencia distinta para cada uno. Por ejemplo yo, para purgar mi parte de culpa y lavar mi conciencia, durante quince días tuve que limpiar todas las letrinas antes de acostarme, y con mis nueve años debí alimentar dos veces al día al caballo del padre, que estaba bastante mas flaco que él. Creo que por esos días fue la primera vez en mi vida que sentí odio o desprecio por alguien.
Por supuesto que al enterarse del percance, la tía decidió inmediatamente retirar a su sobrino del internado, no sin antes increpar al padre, cuyas disculpas fueron en vano. Nunca volví a ver a ese niño ni supe nada de él, no sé que habrá sido de su vida.
Cuando sucedió lo que acabo de contar yo tenía nueve años, transcurría 1916. Por supuesto que eso no fue lo único importante que ocurrió, ni tampoco lo mas triste, pero creí necesario recordarlo ya que siempre quise volver a ver a ese niño, pero como dije antes no lo ví mas, y solo tengo de esa época algunos vagos recuerdos. No sé si mi niñez habrá sido muy alegre, pero los recuerdos que tengo son en general buenos.
Estaba en el internado desde los seis meses, y seguí allí hasta 1925. Los días allí eran bastante rutinarios. Nos levantábamos a las siete, limpiábamos las camas, desayunábamos, rezábamos media hora, teníamos clases con don Miguel de Cárdenas durante tres horas, almorzábamos, dormíamos la siesta y luego hacíamos algún deporte bajo la dirección del padre, cenábamos y nos volvíamos a acostar. Los domingos por la mañana el padre nos daba misa en una pequeña capilla, y a veces nos llevaba a dar una vuelta por el pueblo. La misma rutina fue repetida incesantemente durante los dieciocho años que viví allí. Aún tengo presentes en mi memoria los atardeceres que llenaban de color el horizonte, el chocolate de los domingos, el árbol de los cerezos, las peroratas de don Miguel haciendo alarde de su erudición, el carro que por las mañanas traía la leche, el olor que tenía el campo los días de lluvia, el padre Carlos tocando la guitarra, las travesuras infantiles, la inocencia, ¿ dónde quedó todo eso?
En mi vida tuve muchas cosas, pero sin duda hubiera dejado todo si pudiera volver a vivir esas épocas. Parece mentira que uno recuerde con tanto cariño cosas al parecer tan insignificantes. Como me dijo alguien alguna vez, no importa las grandes cosas que uno haya hecho, la verdadera felicidad se encuentra en lo cotidiano, en lo que a veces, a simple vista, nos parece trivial.
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