El tío Gerardo
Empiezan los precarios días de luz ámbar del otoño. Ellos están callados, como si pensaran. Se frotan las manos que parecen sarmientos secos. Ellos son ramas de sarmientos ásperas y llenas de nudos. Yo los afeito por las mañanas y los baño y les pongo una muda nueva para que huelan bien y calcetines de lana. No les gusta que los vean desnudos. Entonces se tapan los genitales con las manos y se encorvan. Se olvidan de afeitarse y de peinarse, se olvidan de darse una friega con agua de colonia para no oler a viejos. Preguntan, «¿Cuándo comemos? », y les tienes que decir que ya comieron y al cabo de un rato lo vuelven a preguntar otra vez. Ellos miran a un punto, ese es su oficio, mirar a un punto fijo. Luego te miran a ti, pero seguramente no ven la luz de melaza que entra a raudales por los ventanales del corredor del dulce otroño. Ellos no tienen tiempo para esas cosas, están ensimismados. Tampoco hablan. Ellos miran desde el fondo de sus ojos perdidos. Ellos están, la mayor parte del tiempo, enredados en una nebulosa que no es luz, es una especie de tiempo detenido y confuso. A veces parece que salen, pero luego vuelven a entrar en esa habitación exenta.
El tío Gerardo dice que es amigo mío. El tío Gerardo es de Cabuérniga. Habla un poco y después se calla. Yo le digo que es imposible que existiera un pueblo con ese nombre, Ca-buér-ni-ga, y él se ríe y dice que a lo mejor se lo ha inventado. El tío Gerardo también mira desde el fondo, pero luego me dice, «no seas tonto, claval, aprende a tocar el acordeón, es el instrumento más completo que hay en el mundo. No pierdas el tiempo aprendiendo cosas que no sirven para nada». Yo le digo algunas cosas en plan de guasa y al final, siempre me dice que me vaya al carajo. El tío Gerardo esta solo. Nadie viene a verlo. Todos los de aquí, están solos. Nunca viene nadie a verlos. El tío Gerardo no se levantó hoy. El día parecía un frasco de melocotones cuando lo fuimos a enterrar, al día siguiente. No vino nadie de Cabuérniga a acompañarlo, sólo estábamos el cura y yo. También estaba, como digo, esa luz dulzona de otoño que se los lleva.
Juan Yanes |