La inminente oscuridad... anunciada por un atardecer rojo por la sangre de un agonizante día... Me envuelve, me atrapa, me recuerda mis miedos y me llama cobarde. Mis manos tiemblan, y mis helados pies se abrazan, tratando de hallar abrigo...
Mas no saben que no hay abrigo... no de esa fuerza terrible, ese poder incontenible al que tantos han sucumbido... Lo inevitable... lo imparable...
Lo siento... lo veo llegar. A lo lejos, ya me ha llamado... Lo he rechazado, mintiéndome a mí mismo, convenciéndome que no me llama a mí.
Me repito una y mil veces que no es para mí. Que el hermoso llamado de una sirena, o ninfa talvez, no dice mi nombre... Por temor a acercarme, por temor a perderme en ese canto mortal que destruye los sentidos, y es ruina del hombre que se atreve a escucharlo.
Pero sí me llama... Llama mi nombre, llama hasta lo más profundo de mi alma, de mi ser... donde nadie jamás ha llegado, encontrando el punto más sensible de mí. Ese pequeño, blando, suave y miserable corazón que tan golpeado está, despierta renovado, restauradas sus fuerzas por el Canto Supremo, ese canto que dejó el Creador a los hombres, como la expresión de su Existencia Infinita, más allá de la libertad y el libre albedrío.
No sólo yo lo escucho... tú también debes haberlo escuchado, y quizás lo escuchas ahora mismo, llamándote... invitándote a perderte en el demencial ir y venir de la vida, de la música, de la perfecta armonía que envuelve el día a día...
Cuando se ama... cuando ese canto sale de los labios de la mujer amada, y hechiza el alma con lo más complicado, y con lo más sencillo... Cuando ese amor te lleva a la paz espiritual, alcanzando los límites del mismo Universo, y se puede hablar con Dios sin decir palabra siquiera, y le hablas de ella... con tanto amor en tus palabras, en tu sentir y tu pensar, que Él lo sabe, y te sonríe...
La última canción que Él dejó en esta tierra... fue el Amor. Y la enseñó a las mujeres.
Bowen Alanos |